“El capital” de Marx filmado por Alexander Kluge. Por Alan Pauls
El llamado El capital de Kluge es menos una película que un proyecto arqueológico. Así como dura nueve horas y media podría durar veinte, cien, dos mil. Es un proyecto, y los proyectos, por definición, no tienen fin. Instauran un tiempo paralelo que separa al artista del tiempo común de la sociedad y se obstinan en preservarlo así, separado, lo máximo que pueden. Ésa es su apuesta utópica. Como los cirujanos, los arqueólogos saben o por lo menos intuyen dónde cavar, pero nunca hasta cuándo ni con qué se van a encontrar. La clave arqueológica de la obra de Kluge está en su título original, Noticias de la Antigüedad ideológica…, casi siempre eclipsado por el nombre propio de Marx y el título del libro que lo hizo célebre. Si Kluge cava y cava es para exhumar y reavivar las huellas apagadas de la historia, de una historia en particular: la historia del marxismo. Y el primer resto con el que tropieza es uno de los emprendimientos artístico-políticos más extremos del siglo XX: el sueño de Sergei Eisenstein de adaptar al cine El capital de Marx. Un proyecto que no llegó casi a nacer, pero del que sobrevivieron unas cuantas páginas de notas que Eisenstein redacta luego de terminar el rodaje de Octubre.
La empresa es demencial. En principio porque Eisenstein elige filmar un tratado de economía política para plantearse un imposible típico de la vanguardia histórica: ¿cómo figurar la abstracción? ¿Cómo representar lo irrepresentable? Pero es demencial, además, porque en 1927 Eisenstein está chiflado. Octubre —la superproducción que lo convierte en una especie de Cecil B. de Mille de la revolución bolchevique— amenaza con liquidarlo. Tiene que reducir a dos mil metros de película los casi cincuenta mil que filmó y tiene que hacerlo en tiempo récord, en una moviola precaria donde las imágenes apenas se ven. Con los días se va quedando ciego. No duerme. Se hace adicto a las anfetaminas. En ese estado límite —¡y con el Ulises de Joyce, otro ciego, como brújula!— concibe la adaptación de El capital. Chiflado o no, tiene su lógica: después de Octubre, un film que moviliza como nunca antes todo el dinero, los medios y las fuerzas de una sociedad que se piensa a sí misma como un más allá, ¿qué otra cosa puede filmar si no lo que sólo se le ocurriría filmar a un demente: el más allá del cine?
Hay mucho de esa energía insana, alucinatoria, en el film de Kluge. Por lo pronto, la decisión de disolver todas las formas reconocibles del cine —incluso las más reflexivas: el documental, por ejemplo, o el ensayo cinematográfico— en una suerte de monólogo interior desaforado, a la vez incontinente y estricto, articulado sobre la base de dos lógicas acostumbradas a sacarse chispas: la asociación libre (Joyce, el surrealismo, el psicoanálisis freudiano) y el montaje de ideas (Eisenstein, Benjamin, Brecht). Pero en esa alianza más o menos tortuosa se funda, a fin de cuentas, la gran operación de conocimiento que Kluge sigue reivindicando como constitutiva de la cultura marxista: reponer las conexiones complejas y múltiples que enlazan la fenomenología de la vida cotidiana con los procesos de producción. Ir, digamos, en un encadenamiento vertiginoso, de los agujeros que afean las medias de una chica pobre que camina por una calle de Berlín a las axilas de las trabajadoras indias donde se incuban los capullos de la seda.
Por lo demás, todo es posible, todo entra en el “stream of consciousness” marxista que pone en marcha Kluge: la entrevista erudita y el “reenactment”, el chiste y el archivo, la parodia cantada y la teatralización, el shock tipográfico y la glosa pormenorizada de la imagen, la ópera, el cine mudo, el lied, el concierto, la película dentro de la película, la charla telefónica. Es lo que Hans Magnus Enzensberger —uno de los numerosos prodigios alemanes que Kluge entrevista largamente en el film— llama, hablando de Eisenstein, “el método ballena“: una pulsión de acumulación omnívora, que se alimenta de todo y no jerarquiza nada, un poco como la que obedecen los arqueólogos en el primer momento de la excavación, cuando acomodan a un costado el botín de incongruencias que acaban de rescatar: un piecito de bronce, las sobras de un códice, una cucharita, una moneda, un húmero, un trozo de tela o de vasija.
¿Qué clase de resto es El capital? ¿Qué tipo particular de antigüedad ideológica es el marxismo? Nunca explícitas, ésas son las preguntas fantasma que rondan la película de Kluge. Si hay algo que no las responderá, da a entender el director, es un museo del marxismo, no importa lo atinado y ecuánime e ingenioso que sea. El modelo de Kluge es más bien el del yacimiento, la excavación, esa cantera de la que a lo largo de nueve horas y media van saliendo las cosas más familiares y más extrañas que nos haya tocado ver en mucho tiempo. Si las noticias con las que Kluge vuelve del más allá ideológico se parecen mucho a mensajes que vienen del futuro (y la Historia, por lo tanto, a un “déjà-vu” de la ciencia-ficción), es porque la tarea del cineasta arqueólogo —el mensajero, el que enlaza tiempos dispares; es decir: el revolucionario— consiste no en deletrearlas, ni traducirlas, ni explicarlas, sino simplemente en arrancarlas de la tierra y acogerlas, darles un lugar para que se desplieguen, se expandan, entren en contacto y se vuelvan otra vez radioactivas.
Alan Pauls.
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