Prensa Publicada
El mexicano Julio Galán es polémico, pero no es un pintor más. Lo primero que se advierte es que se da todos los gustos, como puede observarse en Splendido. Allí representa a un hombre desnudo, de espaldas, orinando enérgicamente en un copón dorado; tiene un tul blanco o algo así en la cabeza y unas plumas negras que le salen del trasero y que también salen del cuadro. Una pieza provocadora, sin duda, que solita bastaría para llamar la atención, no sólo por el tema; la gasa y las plumas son aplicaciones que perturban la imagen al modo kitsch más ostentoso. De gusto menos discutible resultan Tenme Tiziana o Low Fat Cherries, de 1997, aunque también abundan en collages y assemblages que asocian libremente elementos y pensamientos diversos.
Lo general y lo particular, lo que le pertenece a México y lo que le pertenece a él, están en sus telas, donde también se desnuda el campo de la psicología más personal. Eso, sumado a una modalidad contradictoria, a la audacia de las propuestas y sin duda también a un poder comunicativo y una capacidad para sugerir nada corrientes le valió un reconocimiento artístico tan discutible como verdadero, sobre todo en su país y en los Estados Unidos. No es poco para alguien de 38 años.
Galán es de un desenfado poco común. Adriana Rosenberg, responsable de la muestra, lo comparó con Almodóvar. Y no se equivocó; tienen en común cierta irreverencia que toca picarescamente y sin vueltas la diversión y el desahogo de un modo más realista que surrealista. Pero no es eso lo que más importa, sino lo que liberan, en una gama que va del drama a la risa.
Si es posible afirmar que el arte identifica, ahí está lo mejor y lo peor de Galán. Su desenvoltura le permite decir lo que siente como quiere y desatar las fibras interiores que afirman el tenor continental de su lenguaje. Difícilmente alguien podría confundir sus trabajos con los de un artista europeo.
La muestra abre un arco retrospectivo que recorre apuradamente desde 1983 hasta 1997. En la Fundación Proa (Pedro de Mendoza 1929).
El chico juega al béisbol entre las obras de arte, de un pelotazo deja sin brazos a la Venus de Milo, espía escondido en los rincones, juega a Superman, a que toma veneno y orina en un jarrón. El chico, que no es tan chico, y también se muere de amor y deseo, es el pintor Julio Galán (38), niño terrible del arte mexicano de la última década. Sus pinturas, que se pueden ver en la Fundación Proa, de la Boca (Pedro de Mendoza 1929), son una desenfadada exhibición de sí mismo.
Realizadas con un técnica impecable, hacen gala de un mexicanismo kitsch que ha sido la fuente de su extendida seducción. Se lo ha vinculado insistentemente con Frida Kahlo, asociación reduccionista que no parece entusiasmarlo demasiado. Pero lo cierto es que ambos tienen puntos en común: utilizan la pintura para mostrar su intimidad y se apropian de la estética popular mexicana con sus escenas próximas a lo surreal. Sólo que a diferencia de Kahlo, que insiste en transmitir el dolor de una vida marcada por las torturas físicas, el mundo de Galán no es angustia, sino goce y espectáculo narcisista.
Melodrama pictórico
Laberintos, personajes ocultos y travestismos varios organizan su cacería del yo desdoblado en múltiples figuras. Lo suyo parece acuñar un género nuevo: el del melodrama pictórico, reforzado por imágenes, textos, lágrimas de perla y labios de rubí. "Quiero lanzar una mirada de amor para tenerte entre mis brazos y que mi corazón arda para que arda el tuyo", escribe como grafitti sobre una escena en la que se pinta vestido de charro. El artista toma en sorna "la esencia de la mexicanidad" desde su propia ambigüedad sexual; y el coleccionismo de su país lo premia entronizándolo en el Olimpo de los elegidos. A los 21 años empezó a exponer en una de las galerías más prestigiosas del poderoso estado de Monterrey, de allí pasó al Soho neoyorquino y a Europa.
Modelo 80
Se diría que Galán es el modelo de artista que triunfó en los 80, un momento de gran incidencia del mercado en la producción artística, de eufórica promoción de la juventud y de corrección política que llevó -en el Hemisferio Norte- a festejar todo lo que tuviera que ver con minorías étnicas, políticas o sexuales.
Su mundo corrosivamente autorreferencial encaja perfectamente en esa espectacularización de lo privado que adquirió una vigencia sin precedentes en aquellos años. Con todo, su pintura insiste en una travesía por la cornisa, expresada sobre todo con el uso del collage, que le permite reunir de manera inquietante fragmentos de la realidad: naturalezas muertas, imágenes sagradas, sexo y mucho yo. En este juego en el límite, acaso lo más interesante de este mexicano marcado por la cultura latina es la inminencia del castigo que planea como una sombra en sus trabajos.