TRIO LOXON

La Zona-Loxon-Einstein: pintura en vivo y cooperación artística durante la última dictadura militar argentina
Daniela Lucena

1. Entrevistas con fotografías: el testimonio de las imágenes

Existe una larga y sólida tradición en Ciencias Sociales, de fuerte herencia positivista, que considera a las imágenes como un elemento secundario o subsidiario de la palabra escrita. Desde esta perspectiva, las imágenes aparecen como meras ilustraciones de algo —una idea, un concepto, una hipótesis— que se quiere ejemplificar o demostrar. Así, el texto escrito guarda una jerarquía privilegiada, en tanto se lo considera más «analítico», más «veraz» y más «objetivo» que la producción icónica. Sin embargo, desde los años 80, este panorama se ha modificado sustancialmente a partir de la presencia de nuevos enfoques y planteos metodológicos provenientes de la sociología visual, disciplina que presta especial atención a la dimensiones visuales de la vida social.

En este contexto, en los últimos años se ha incrementado de manera notoria el uso de las imágenes para la comprensión y explicación de los procesos sociales, así como la investigación social específicamente orientada hacia la comprensión de las imágenes y la representaciones audiovisuales. La imagen deja de ser entonces una ilustración, confirmación o negación de la palabra escrita, para adquirir un rol más significativo en el proceso de construcción de una imaginación histórica y sociológica (Haskell, 1993).

En el caso particular de esta investigación, las fotografías jugaron un papel fundamental durante las entrevistas e historias de vida realizadas a los protagonistas de las experiencias estudiadas. Si bien en el diseño original de la investigación la recolección de datos visuales no fue considerada con esa función —sino más bien como documento de archivo—, ciertas dificultades suscitadas durante las primeras conversaciones generaron la necesidad de incorporarlas para estimular los testimonios orales y las memorias de las situaciones vividas. Así, en aquellas entrevistas donde se pusieron en juego las fotografías, el intercambio entre las imágenes-momentos (del pasado) y las palabras (del presente) generó la construcción de un relato intenso, rico en emociones, anécdotas y recuerdos silenciados durante largo tiempo. Tal como señala Elizabeth Jelin, la entrevista con fotografías produce algo así como una «ambigüedad situada» en la que «la foto se convierte en un estímulo abierto que da pie a recuerdos, elaboraciones del presente y expectativas de futuro que no están en la foto misma, sino en la subjetividad que se construye y expresa en el acto de mirar colectivamente» (2011: 66).

El método de trabajo consistió en la selección previa de un corpus de fotografías tomadas por los propios entrevistados. Durante la entrevista individual, cada uno mostraba sus fotografías y, al mismo tiempo, veía las fotografías que los otros entrevistados habían aportado, de modo que una multiplicidad de puntos de vista (configurada a su vez por la variedad de las trayectorias sociales de los entrevistados) fue dando forma a un mosaico de imágenes que actuó como soporte de los intercambios discursivos y generó reacciones emocionales que, en la mayoría de los casos, se traducían en sentimientos de nostalgia para con esa época.

Resulta importante destacar que, a excepción de uno de ellos, los entrevistados no contaban con gran cantidad de fotos de aquellas experiencias y que, en el mejor de los casos, sólo conservaban dos o tres imágenes perdidas en algún cajón. Esta situación, si bien se vincula con la menor presencia de cámaras fotográficas en la vida cotidiana durante esos años, debe comprenderse también a partir del carácter efímero de esas acciones, que se encarnaron de modos diversos en un particular estado de las cosas y de las personas. Una de las entrevistadas, la actriz Katja Alemann (2012), lo explica del siguiente modo:

(…) yo había traído una cámara de Alemania, que era una de esas primeras Beta que salían, así, media chiquita y yo jugaba con esa cámara y hacíamos cosas con la cámara pero más bien experimentales, nunca documentábamos, ¿entendés? O sea, siempre estábamos haciendo cosas pero no como para documentar lo que pasaba, eso no tuvimos… No tuvimos para nada ningún tipo de registro documental de nada, ni fotográfico ni de video. Cosa rara, yo a veces me lo pregunto ¿no?, porque, claro, pasa que cuando uno hace las cosas en el momento todo es efímero y todo es… es parte de la experiencia y todo es… Vos después, con el tiempo, ahora (Ríe), que todo el mundo me pregunta, ahí uno dice «¡no, qué lástima que no tuvimos esa conciencia!», como de documentar un poco todo eso que finalmente fue también parte de la historia cultural de la Argentina, ¿no? En el momento uno no tiene esa conciencia, la verdad que no la teníamos, no teníamos esa conciencia. (…) Así que, bueno, así fue, se lo llevó el viento. Y me da cierto gusto igual que se lo haya llevado el viento, no me molesta demasiado. A veces un poco de pena y digo «¡uh!, mirá si tuviéramos todas las cosas, ¡veríamos el desastre que era todo!» (Risas).

Como puede notarse en sus palabras, lo que realmente importaba allí, más que el registro, era la vivencia y la experiencia, el acontecimiento «como una historia que se hace, que se está haciendo» (Gélibert: 1973) entre todos, en ese espacio-tiempo común.

Ahora bien, de forma voluntaria o involuntaria, las fotografías nos dicen algo; cuentan una historia, o un fragmento de una historia. Quien las mira observa una particular visión del pasado, un recorte de realidad que es al mismo tiempo una construcción de esa realidad. Entonces, ¿dicen la verdad las fotografías? se pregunta Howard Becker (2005), para proponer luego que, dado que una misma fotografía experimenta una o más verdades, resulta más significativo para el investigador inquirir ¿a qué preguntas puede responder una fotografía? Y como la imagen podría estar respondiendo a muchas cuestiones, somos nosotros quienes debemos resolver en qué preguntas estamos interesados y qué verdad afirman esos interrogantes.

En este caso, las preguntas que formulamos, tanto a las fotografías como a los entrevistados, tienen que ver con la necesidad de reconstruir y caracterizar los lugares donde se llevaban a cabo las acciones artísticas y (re)conocer a las personas que asistían a las mismas: ¿quiénes actúan juntos para producir dónde qué eventos? Por eso, indagamos sobre las dimensiones espaciales de los lugares de reunión, la cantidad de personas que participaban en las experiencias, la distribución espacial de los objetos y las personas y los nombres de los participantes. Todas estas cuestiones, resultaron mucho más simples de responder y recordar en aquellas entrevistas donde contamos con el soporte de las imágenes.

Por último, me gustaría señalar que el trabajo de entrevistar con fotografías contribuyó a consolidar el trabajo de archivo, puesto que el contacto con las fotos tomadas por otros hizo que muchos participantes busquen las suyas propias, dando lugar a la aparición de imágenes (y también otros materiales) hasta ahora desconocidos o inéditos.

2. La hermandad de los pinceles, la espátula y el champagne

En su libro Los mundos del Arte Howard Becker intenta contribuir a la comprensión de la forma en la que la gente origina y consume arte, a partir de la exploración de «la red de personas cuya actividad cooperativa, organizada a través de su conocimiento conjunto de los medios convencionales de hacer las cosas, produce el tipo de trabajos artísticos que caracterizan al mundo del arte» (2008: 10). Esta definición, cuyo principio de análisis se vincula con la organización social y los lazos de cooperación a través de las que se realiza el trabajo creativo, ha resultado una herramienta conceptual central para el abordaje de las experiencias aquí estudiadas. Veamos, entonces, cuáles fueron sus condiciones materiales, sus participantes, sus modos de vinculación y sus interacciones concretas.

En el año 1981, el artista Rafael Bueno comenzó a realizar en su casa de la calle Riobamba 959 el Café Nexor. Allí, una vez por semana, a la noche, se juntaban artistas, coleccionistas, críticos e intelectuales del mismo círculo para conversar cuestiones referidas a la cultura y a la política. Si bien las reuniones eran abiertas, sus asistentes se conocían directa o indirectamente, a través de terceros. Los unía su interés por el arte, su gusto por la literatura, su inquietud por la terrible realidad del país y también la pertenencia a una misma generación: la gran mayoría de ellos tenía entre 20 y 30 años.

Casi dos años más tarde, en el sótano del mismo edificio, Bueno inauguró el taller La Zona, que rapidamente se convirtió en el centro de reunión de un grupo jóvenes artistas que comenzaban su camino en el mundo del arte. El sótano pertenecía a dos ex compañeros de Bueno de la Facultad de Arquitectura que, al ver su trabajo como artista, no dudaron en cederle el espacio para que trabajase más cómodamente. Bueno recuerda que vivía en un estudio chiquitito, donde también pintaba, y que un día, de casualidad se cruzó en la puerta de su casa con sus antiguos compañeros:

«¿Qué hacés por acá?», me preguntan. Entonces les digo «miren, vivo acá arriba, y pinto», «ah, a ver, mostranos». Fui, le mostré lo que estaba haciendo y me dicen «pero nosotros acá tenemos la oficina y abajo está el sótano que no lo usamos». Esta pareja de arquitectos me dice «abajo tenemos un lugar que está vacío, si querés ir», entonces voy con ellos, y era como un sótano… todo largo, con varios cuartos, era la parte de servicio de la casona, que después la demolieron lamentablemente (Bueno, 2011).

El sótano de la casona era grande, «demasiado grande para una sola persona», según palabras de Bueno. Por eso fue que el artista invitó a Alfredo Prior, que en esa época no tenía taller y pintaba en su casa. Sin dudarlo, Prior aceptó la propuesta y se instaló en el taller. Tras él llegaron también otros pintores amigos que al ver el sótano pedían permiso para ocupar algún cuarto: Guillermo Conte, Martín Reyna, Guillermo Kuitca, José Garófalo, Majo Okner y Sergio Avello fueron algunos de los que pasaron por La Zona, aunque los únicos que mantuvieron con continuidad su espacio, incuso luego de que Bueno se radique en Nueva York, fueron Prior, Reyna y Garófalo —entre los años 1984 y 1987—.

«Era como la hermandad de los pinceles, la espátula, el champagne» dice Bueno (2011) al recordar las cosas que ocurrían en La Zona. Una hermandad compuesta por amigos y ex compañeros del Colegio Pueyrredón y de la Escuela de Bellas Artes, que había confluido en los meses previos en la exposición Expresiones ’83 en el Centro Cultural Ciudad de Buenos Aires (hoy Centro Cultural Recoleta). En el catálogo de la muestra, los organizadores hacían referencia a los 22 expositores como «un balance de jóvenes emergentes en la década del 80» (Usubiaga, 2012: 122) y al sentido múltiple de misma, que apostaba a la libertad y a la posibilidad de expresión, en un marco que reunía de modo ecléctico diversas propuestas estéticas.

En el recorte de los participantes queda clara la delimitación de los nombres que, según la crítica, conformaban el grupo de una nueva generación de artistas que de a poco iba ganando visibilidad en las instituciones pero que, al mismo tiempo, utilizaba también otros medios, recursos y estrategias para producir y hacer circular sus obras. Apostaban, entonces, a un doble juego de integración y rebeldía, que les permitía transitar selectivamente por las instituciones respetando las reglas pero, a su vez, proponer en otros espacios innovaciones que desafiaban las prácticas establecidas y tensionaban los límites de lo que podía ser asimilado en las instituciones artísticas.

La Zona constituyó, en este sentido, un espacio simbólico pero también material fundamental para la sociabilidad de muchos miembros de esa generación emergente, para el afianzamiento de sus vínculos y para la realización de producciones en colaboración. Más que como un estudio, Garófalo (2013) lo recuerda como un «anti-estudio» lleno de humedad: «No había luz de día, había escaleras que iban a ningún lado, no había mucho lugar para pintar, no había caballetes, se inundaba… perdíamos toda la obra cada seis meses… un delirio».

Aun con su precariedad y sus limitaciones, La Zona brindó el espacio físico que posibilitó las reuniones y las interacciones regulares en el taller. Los artistas se apropiaron de ese espacio donde pasaban la mayor parte del día y la noche, compartiendo sus modos de hacer, sus experiencias y sus aspiraciones. Era, según ellos, el lugar al que huir para hacer arte y encontrase con otros en un momento donde, tal como relata Conte: «te podían meter preso, te podían parar, te paraban por la calle todo el tiempo, ser joven era como ser un delincuente más o menos, era lo mismo» (2011).

3. Muestras y performances en La Zona

Durante sus años de existencia, La Zona no solo funcionó como taller: allí también se hicieron fiestas, muestras y perfomances en las que participaron, además del núcleo que utilizaba regularmente el espacio, otros artistas y poetas cercanos que compartían con este grupo la impronta experimental y disruptiva de sus producciones estéticas.

Las acciones más frecuentes eran las muestras y presentaciones del trío compuesto por Bueno, Conte y Okner, donde se exponían las obras del grupo y los artistas creaban con una pintura de tipo industrial, llamada Loxon, que se utilizaba para recubrir e impermeabilizar paredes. La elección de este tipo de producto, fabricado con fines no artísticos y de uso habitual entre los pintores de casas, se debía a dos razones: por un lado, la escasa disponibilidad de recursos económicos de los artistas; la pintura Loxon era mucho más barata que los oleos y los acrílicos «nobles» utilizados frecuentemente en el mundo del arte. Por otro lado, se trataba de una pintura que permitía cubrir de un modo efectivo y duradero las grandes telas, paredes, lonas, papeles, cartones y plásticos sobre las que el grupo trabajaba. Es decir, era el «acrílico» más apropiado para los fijar los colores en las grandes superficies donde plasmaban sus creaciones conjuntas. El empleo de este material se volvió entonces uno de los rasgos más distintivos del grupo, al punto que la marca de la pintura Loxon se convirtió en el nombre del trío de artistas.

Sobre las presentaciones realizadas en La Zona Rafael Bueno dice, señalando una foto: «Hicimos muchas muestras del trío Loxon, después invitamos chicos jóvenes, entre ellos Avello, que vino de Mar del Plata, ahí tengo una foto con él… éste era Sergio Avello conmigo». Pero sobre todo, Bueno recuerda un muestra-performance llamada Los últimos pintores en La Zonaque hizo junto con Garófalo y otros pintores y de la que conserva varias fotografías: «Acá estamos en plena acción… Y acá yo estoy pintando algo chiquitito, pero después acá atrás había un cuadro enorme, un plástico enorme. ¿Ves? Viste que es un plástico grande… este es Majo Okner con Conte» (Bueno, 2011).

Otra de las características peculiares del grupo fue el atuendo que elegían a la hora de realizar sus obras. Generalmente, durante sus presentaciones de pintura en vivo, los artistas vestían mameluco, la prenda de una sola pieza utilizada por los trabajadores para proteger la ropa que llevan debajo (también llamada overall). La elección de este tipo de vestimenta, nada casual, va más allá de su funcionalidad y practicidad: se relaciona explícitamente con la intención de lucir de un modo diferente y poner en juego nuevos significados en sus preformances: vistiendo esta prenda, buscaban diferenciar su apariencia y su trabajo del modo habitual de ser/parecer artista y de hacer arte.

Asimismo, la prenda mameluco se asocia frecuentemente a los pintores de casas, un sentido con el que los artistas jugaban para reafirmar su práctica.

Al igual que otros miembros de su generación, los Loxon se reivindicaban como pintores y defendían la pintura. Sus referentes eran, fundamentalmente, Macció y Noé, artistas que en la primera mitad de los años 60 habían conformado junto con Deira y de la Vega el grupo de Nueva Figuración, vanguardia que, contra el abstraccionismo predominante en la producción artística de Buenos Aires, proponía la exaltación del color, la revalorización de la figura, la invención de personajes, el collage y la introducción de materiales como plásticos, telas y piedras en las obras (Giunta, 1999).

De este modo, es posible leer esta práctica vestimentaria del grupo en relación con el sistema de creencias y convenciones al que apelaban para dar sentido a su trabajo y para establecer vínculos con esa tradición específica del arte argentino en la que ellos inscribían su propuesta estética y de la que se reivindicaban como continuadores.

Con respecto a las performances, quienes participaron de La Zona recuerdan especialmente las realizadas por Héctor Medina, el poeta, psicólogo y dramaturgo conocido como Emeterio Cerro, que en 1983 creó la Compañía teatral La Barrosa.

Una de las performances realizadas en La Zona fue El Bochicho, sobre la que Rafael Bueno explica:

Emeterio recitaba ¿viste? Sus poemas eran unos poemas muy… deconstruidos, con palabras sueltas y sonidos, y además se disfrazaba completamente y actuaba. A veces hacía obras de teatro pero que… que eran todo poemas, no era… era muy fuerte, era una cosa como que él… yo tengo fotos de una performance, de una que hicieron una obra de teatro que se llamaba El Bochicho y eran todas palabras creadas por él, y que armaban un sonido ¿viste? Pero no eran… parcialmente… decía «el amanecer bochicho causó un resbronco…», cualquier cosa… o sea, en vez de rezongo. Creaba palabras… (2011).

También, junto con Alixia Mouxaut, Emeterio Cerro realizó en La Zona la pieza dramática La Juanetarga (agosto de 1984), durante la cual ambos se disfrazaban, gritaban y representaban de modo disparatado y absurdo las distintas letras escritas en un lenguaje abstracto y sin sentido, carentes de la estructura teatral tradicional.

Durante sus performances, era habitual que los artistas de Loxon pintaran en vivo sus grandes plásticos, acompañando la presentación de los poetas. De hecho, fue Emeterio Cerro quien se contactó con Rafael Bueno y le solicitó que el trío incluyera su actuación durante sus obras, no solo en las que hacía en La Zona, sino también en otras que se desarrollaban en otros espacios:

A Emeterio le gustaba que los artistas colaboraran con él. Algunos ya habían hecho estenografías para sus obras de poesía-teatro, como Assaro, Aguirre Zavala, Byron, Prior, Reyna, Garófalo, Kuitca, Schwartz, Frangella, Fazzolari y Pereyra. También trabajaba en conjunto con Arturo Carrera, con el que hacían teatro de títeres («El escándalo de la serpentina») y publicaron varios libros (Telones zurcidos para títeres con hímen, Teatralones). No sé por que Conte y Okner no pudieron ir la noche de la presentación y yo tuve que pintar solo en una galería de la calle Arenales mientras Emeterio hacía su lectura. A partir de esa noche nos hicimos muy amigos y siempre venía de visita a mi taller La Zona (…) Me acuerdo que cuando vi «La Juanetarga» me impresionó tanto lo visual que empecé a sacar fotos de sus obras (Bueno, 2002).

En este sentido, las producciones de Emeterio Cerro deben ser comprendidas en un contexto de tendencia a la acción, «de enfatización grotesca de los cuerpos y de tratamiento renovador de la cultura» (Garbatsky, 2011). Se trata de una obra difícil de categorizar o delimitar, no solo por la fusión de géneros como la narrativa, la poesía y el teatro o por su poética espectacular e ilegible, sino también por su ubicación en los bordes de lo teatral, con producciones colectivas en las que participaban artistas plásticos, músicos y actores.

Otras de las performances más recordadas por los entrevistados fueron las de Omar Chabán, artista y productor cultural que en 1982 había abierto junto con Sergio Aisenstein y Helmut Zieger el Café Einstein (bar sobre el que volveremos en el punto 4).

Guillermo Conte describe del siguiente modo una de sus presentaciones en La Zona:

me acuerdo una que hacía, decía «no me entra en la cabeza, no me entra en la cabeza, no me entra en la cabeza», repetía todo, «no me entra en la cabeza», con un helado, y al final se tiraba el helado en la cabeza, «no me entra en la cabeza, no me entra en la cabeza, no me entra en la cabeza, no me entra en la cabeza»… Después tenía otra… bueno, tenía varias buenas Omar (Conte, 2011).

Apelando al sin sentido, a la repetición casi infinita y al ridículo, Chabán se proponía generar el desconcierto del público y de los propios artistas. Con sus intervenciones (teatrales o discursivas), buscaba poner en crisis lo que ocurría en situaciones de «normalidad», es decir, alterar las convenciones y las reglas compartidas sobre el modo natural, apropiado y previsible en que se desarrolla el mundo. No por casualidad, todos los entrevistados destacan su personalidad transgresora y desafiante, poniendo el énfasis en su actitud provocadora, de choque, con la que desacomodaba los sentidos rutinizados que ordenan, de modo coercitvo aunque imperceptible la mayoría de la veces, la vida social.

Asimismo, lo describen como un personaje clave de la cultura porteña quien, a través de la creación de espacios como el Café Einstein (1982) y la discoteca Cemento (1985), favoreció el desarrollo de iniciativas contraculturales radicales y corrosivas, que jugaron un papel fundamental en la renovación estético-cultural durante los años de la posdictadura.

4. Pintura, rock y teatro experimental en el Café Einstein

El Café Einstein abrió sus puertas en mayo de 1982, tan solo unas semanas después de que la dictadura militar emprendiera la improvisada guerra por las Islas Malvinas contra Gran Bretaña. Ubicado en un primer piso sobre la Avenida Córdoba, el precario local lucía en el frente un tono rojo oscuro y adentro paredes de color rosa, verde fluor y celeste. Sus dueños e ideólogos, Omar Chabán, Sergio Aisenstein y Helmut Zeiger lo amueblaron con mesas y pupitres de un cottolengo y una pequeña tarima que funcionaba a modo de escenario. La actriz Katja Aleman, entonces pareja de Chabán, lo recuerda como un espacio precario, armado a base de los pocos recursos que tenían en ese momento:

Estaba Sergio Aisenstein, que era uno de los dueños del Einstein, que tenía ese gusto más bien barroco, basurero si se quiere, de rejunte, de cosas, de velas y de fotos… Y el le imprimía, por lo menos a lo que era la barra, ese carácter un poquito mas romántico barroco si se quiere. Pero después Omar era muy de la época, de la banderita, de la sillita, de la mesita de formica… y era todo de mala calidad.

Las paredes eran rosadas y el techo negro y trabajábamos así. La escenografía era como muy básica, teníamos unas tarimas que eran el escenario. Era lo que había, laburábamos con lo que había (2012).

El Einstein funcionaba de martes a domingo, entre las 20 y las 6 de la mañana. Las noches trascurrían sin un programa determinado: los artistas, músicos, escritores y actores que se reunían en el Einstein alternaban sus presentaciones como en un bizarro varieté. Al principio no era mucho el público que asistía a las veladas, pero con el paso de los meses fueron cada vez más los que se acercaron al bar en busca de un espacio de libertad que a su vez los fascinaba por su rareza, su estética punk-trash y su inquietante fusión creativa. El músico Daniel Melero, que durante esos años concurría al Einstein y tocó allí junto a su grupo Los Encargados, relata sus primeras experiencias en el bar:

Fue en el año 82 que fui al Einstein por primera vez, a principios del 82. Por supuesto todos estos testimonios tienen el borroneo de esa forma de olvido que es la memoria… Pero fue… casi por un rumor… había todavía gobierno militar. El rock estaba muy dividido entre lo que era el mainstream y los que no podían tocar en ninguna parte porque no existían esos lugares. Al Einstein yo llegué por amistades, alguien te contaba… La primera vez que fui yo no lo conocía a Omar [Chabán]. Para mi Omar es uno de los actores importantísimos en el desarrollo de la cultura rock, en general de la cultura de este país durante esa época (…) Para mi lo mas lindo que pasaba era los martes: los martes había una olla popular en el Einstein. En realidad era un corrimiento de lo que es una olla popular, era una ficción, yo recuerdo mucho la noche de la «pizza a la Einstein» que tenía apio puesto pero para arriba, como si fueran palmeritas. Iba Federico Peralta Ramos, tocó Soda Stereo, se tocaba gratis los martes (…) Los miércoles había teatro y me acuerdo que era muy lindo ir al Einstein en días que eran inútiles en esa época. Yo vivía en Flores y me tocaba un colectivo hasta allá, era Avenida Córdoba casi Pueyrredón (2011).

En épocas donde la dictadura militar clausuraba los espacios nocturnos de la ciudad por su potencial peligrosidad y su afrenta contra la moral y las buenas costumbres, el Einstein reunía a «una banda desparpajada de experimentadores de lenguajes artísticos» que exploraban las distintas posibilidades de expresión a través del cuerpo y buscaban diferenciarse de los «clásicos psicobolches de la cultura» (Alemann, 2012). Así, las noches del bar transcurrían entre alocadas fiestas, perfomances teatrales, tangos eróticos, shows de músicos y grupos de rock y punksketchs porno protagonizados por sus propios dueños, tragicómicos monólogos unipersonales, exóticas ollas populares y ácidas parodias de la represión policial cotidiana de la época.

En el caso del trío Loxon, se trataba de presentaciones de pintura en vivo que acompañaban las actuaciones de músicos y actores. Un rato antes de comenzar su show, el trío se reunía en una pizzería del barrio para pensar qué tipo de estética le darían a su producción esa noche y luego partían hacia el bar. Una vez en el lugar colgaban los plásticos y comenzaban a pintar, mientras las bandas tocaban o los actores hacían sus espectáculos. El plástico de gran tamaño, transparente, les permitía pintar pero al mismo tiempo observar lo que ocurría en el escenario e interactuar con los actores y el público. Guillermo Conte explica que, además del hecho de trabajar en conjunto con otros artistas, esta obra en vivo en grandes plásticos fue la solución que encontraron para poder hacer pintura fuera del taller, y agrega:

Poníamos los plásticos y se improvisaba en el momento. De pronto venia Luca Prodan y decía: ¿qué hacemos hoy? Y bueno, él tocaba y nosotros pintábamos los plásticos y de pronto vos estabas y eso se veía… Había mucha gente, se llenaba, había mesitas y se llenaba. Había gente joven y no tan joven y era el único bar en el que pasaba algo. Era muy divertido, pintábamos y después se remataba la obra, se hacia como una subasta o la cortábamos y la regalábamos o la vendíamos por lo que nos daban…. Por ahí era Vivi Tellas que estaba haciendo algo y nosotros colgábamos los plásticos y nos poníamos los mamelucos blancos y me acuerdo que alguien ponía una música cuando entrábamos, como de Titanes en el Ring (2011).

Estas experiencias conjuntas entre plásticos, músicos y actores revelan los indicios de los vínculos cooperativos puestos en marcha durante aquellos años. Cada producción implicaba la colaboración de una red de personas, provenientes de diversas disciplinas artísticas, cuyo trabajo era esencial para lograr el resultado final.

Las obras se producían por medio de un sistema de autofinanciación, en el que cada artista aportaba lo necesario para concretar el trabajo. Muchas veces, los recursos limitados los obligaban a adaptar sus ideas iniciales a partir de los materiales, instrumentos y espacios disponibles, pero eso no impedía que las llevasen adelante.

La difusión de los shows era de boca en boca o con volantes de bajo costo, que se repartían entre los asistentes y entre los amigos y conocidos de los artistas.

Las obras producidas escapaban a la rigidez del sistema de distribución vigente y circulaban por carriles alternativos. En el caso de las obras plásticas, eran rifadas, subastadas o directamente regaladas a los asistentes. En el caso de los recitales de los grupos de rock, era frecuente la difusión de los mismos, post show, a través de grabaciones registradas en cassettes vírgenes por alguien del público. Incluso hoy en día, los únicos registros de los primeros shows de grupos emblemáticos de la historia del rock argentino como Sumo, Los encargados, Soda Stereo o Los Twist (por citar algunos ejemplos) son estos audios, de mala calidad, grabados en vivo durante las presentaciones en el bar Einstein.

En la base de tales modos de cooperación es posible identificar tres factores que motivaron y posibilitaron las interacciones conjuntas: la escasez de recursos económicos, que los conducía a juntarse para poder concretar sus obras; la adhesión a un cuerpo de convenciones estéticas compartidas, que los hacía valorar estilos innovadores y experimentales, ininteligibles para las instituciones existentes y, sobre todo, un modo de acción común contra la censura. Quiero decir, aunque no todos planearan explícitamente sus presentaciones como acciones contra la censura, su internalización los llevaba a planificar el trabajo teniendo en cuenta cómo los podría llegar a afectar una posible acción represiva.

Es que el Einstein tampoco escapaba a los embates represivos del período, a las violentas racias policiales y a las frecuentes clausuras del bar, tras las cuales artistas y público eran detenidos. Como bien señala Diego Arnedo, bajista del grupo Sumo, en los años finales del gobierno militar el bar no podía haber existido legalmente, por eso «no estaba abierto, estaba no cerrado» (Ramos y Lejbowicz, 1991: 44). Al respecto, Conte dice:

Era todo muy anárquico. Obviamente estábamos en contra, digamos, de todo lo que representaban los militares y toda esa represión, todo ese momento político, pero no… no era que éramos radicales o peronistas, más bien estábamos contra la censura… no había una ideología… éramos más anarquistas de alguna manera en esa época, o tal vez era más romántica la cosa (2011).

La censura constituía una gran limitación externa que los artistas habían interiorizado y afectaba sus cálculos a la hora de planear los proyectos. Todos ellos compartían experiencias, interpretaciones y predicciones en relación con la represión y el accionar de la policía y los militares. Esta situación, sin embargo, más que generar inacción o retraimiento, devino en la suma de esfuerzos y en la intervención activa por parte de los artistas. Aunque no de modo consciente o programático, sus acciones resultaron en una trama de sociabilidad alternativa, festiva y alegre, frente al terror dictatorial y, al mismo tiempo, un modo de contrarrestarlo, tal como afirma el crítico Renato Rita (2011): «Siempre la complicidad con el espíritu es festiva. Además el mundo era demasiado hostil alrededor. La necesidad de un espacio con alegría encap­sulada era fundamental. El resto era el terror. La fiesta también era una manera de combatirlo».

5. Resignificar el mundo y el trabajo artístico

En las experiencias aquí estudiadas, fue la interacción de todas las partes involucradas en el trabajo cooperativo la que generó un sentido compartido sobre el valor y la potencia de aquello que producían de manera colectiva. Estar y hacer con otros, compartir espacios, coordinar actividades y apoyarse mutuamente les brindó la posibilidad de sostener sus proyectos y resignificar su trabajo artístico en relación con sus pares, con los censores y con el público que participaba de los encuentros.

Ya Marx, en el capítulo XI del El Capital (1867), advertía sobre los beneficios de la cooperación en los procesos de producción, en tanto observaba que los vínculos cooperativos tendían no solo a potenciar la fuerza individual, sino también a generar una fuerza productiva nueva, que es más que la suma de las individualidades: «Aparte de la nueva potencia de fuerza que brota de la fusión de muchas energías en una, el simple contacto social engendra en la mayoría de los trabajos productivos una emulación y una excitación especial de los espíritus vitales, que exaltan la capacidad individual de rendimiento (…)».

Si bien las producciones colaborativas de los artistas, músicos y actores no son equiparables a las formas de cooperación propias del régimen capitalista, sí es posible pensarlas en relación con las formas de cooperación desarrolladas en los procesos de trabajo comunitarios. Allí, al igual que en las experiencias abordadas, lo que motiva la cooperación es la pertenencia a un grupo que se revela como un todo mayor que la suma de sus partes y brinda un sentido único de pertenencia, solidaridad e integración.

Por otra parte, este tipo de cooperación suscitada en el trabajo artístico tuvo la interesante cualidad de que, al menos durante su fase inicial, no fue enajenada por el capital, como sí ocurre en el caso de las producciones de las industrias culturales en el que también se produce cooperación pero bajo la presencia de tal capital que organiza y subsume el trabajo artístico.

Asimismo, se trataba de producciones pensadas por fuera de la lógica de la acumulación, acciones y obras efímeras que se hacían y se desvanecían en el mismo acto, en las que importaba más el proceso que el producto y que escapaban a las reglas del mercado artístico. Al respecto, Conte afirma que no se pintaba por un valor comercial y que el hecho de vender era una cosa totalmente irrisoria «nadie hacía un cuadro porque lo iba a vender, por eso yo creo que tiene un valor especial ese tipo de pintura o ese tipo de objeto artístico, de una cierta ingenuidad y pureza totalmente diferentes ¿no? y una frescura también…» (2011).

De este modo, en las experiencias grupales estudiadas el arte se constituyó como un hecho social, una forma de praxis en la que pudo resguardarse ese principio creador propio de la esencia humana, que hace posible el despliegue de la potencia expresiva y transformadora, incluso en una realidad enajenada o adversa.

Ahora bien, ¿cuántos eran los que formaban parte de estas experiencias? ¿Cuántos iban a ver los shows? ¿Cuántos se enteraban de lo que ocurría en estos espacios? Estas son preguntas que en varias ocasiones me han hecho, acompañadas a veces de cierta desconfianza sobre la importancia o el alcance que tuvieron dichas experiencias, como si a partir de esa recepción cuantificada pudiera establecerse si es legítimo o no investigarlas. Fueron 40, fueron 70, fueron 100 personas las que entraban por noche al Einstein o a La Zona, dicen los distintos entrevistados, haciendo un esfuerzo por reconstruir los límites físicos o la cantidad de mesas que cabía en esos lugares.

Tal vez más que una respuesta cuantitativa, lo que realmente cuente para pensar el alcance de estas experiencias sea una mirada más atenta a los actores que intervinieron y a los sentidos y los valores que allí se pusieron en juego. Tal como ha señalado el sociólogo Lucas Rubinich, desde la consolidación de la modernidad occidental existen espacios que por su relativa autonomía respecto de los poderes económicos, políticos y sociales, se conforman como «espacios prestigiados de la sociedad que forman y reproducen agentes sociales que desempeñan el papel del productores privilegiados de visiones del mundo» (2011: 9). Estos espacios pueden, en determinados momentos, asumir el rol de «vitalizadores imaginativos» de los sentidos comunes cristalizados e incluso recrearlos dinámica y productivamente.

En los años del final de la dictadura y la llamada transición democrática, puede pensarse que aun reductos pequeños como La Zona o Einstein constituyeron espacios específicos portadores de un valor simbólico para el resto de la sociedad. Quienes los motorizaron y quienes formaron parte de los mismos conformaron un mundo en cierto sentido único, en el que se crearon y pusieron a circular, colectivamente, experiencias portadoras de significados totalmente opuestos a los diseminados por la dictadura militar.

Trabajo conjunto, vínculos cooperativos, encuentros, lazos de solidaridad, horizontalidad, libertad, fiesta, alegría eran consignas que confrontaban abiertamente con el miedo, la desconfianza, el silencio, el aislamiento, la censura, la tristeza y la desintegración de los lazos sociales generados por la dictadura. Puestos a circular en el imaginario social, esos valores —estéticos pero también políticos— se extendieron y fueron retomados en años posteriores por artistas y/o activistas que resignificaron a partir de ellos los modos de hacer arte y hacer política en nuestro país.

Por eso, más que medir su efectividad en términos de cantidad de asistentes, me interesa rescatar esos gestos y sentidos disruptivos que, desde experiencias estéticas innovadores constituyeron, tal vez, la respuesta más temprana y vital frente al atroz arrasamiento del terrorismo de Estado.

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