Transvanguardia italiana

La trasvanguardia o el talón de Aquiles
por Jorge Eduardo Eielson

Conversación con Achille Bonito Oliva

Achille Bonito Oliva es no sólo una de las figuras centrales de la crítica de arte de los años 80, sino seguramente el más discutido e influyente personaje del mundo del arte contemporáneo a causa de sus ideas y de los artistas que defiende. Inventor de la llamada Transvanguardia, hoy ya reconocida como movimiento histórico, con igual mérito que el Nouveau Realisme, Surrealismo, Dadaísmo, Expresionismo y otros ismos contemporáneos, los artistas de este movimiento han alcanzado una notoriedad internacional que divide a la crítica, y a los cuales siguen ahora nuevas figuras sostenidas por ABO, sea en artículos publicados en revistas de arte de todo el mundo, sea en libros o en exposiciones que él mismo organiza en Europa y América.

Si los componentes de la primera ola de la Transvanguardia, como Clemente, Chia, Paladino, Cucchi y De Maria, con pronunciadas diferencias entre ellos, aparecen hoy día en precoz declive a causa de un rápido consumo y éxito comercial, los nuevos artistas que propone el crítico italiano no son menos discutibles. Es necesario subrayar, sin embargo, que bajo la fuerte influencia de la transvanguardia italiana y de la estética teorizada por ABO, todo el mundo del arte internacional ha sido embestido por una ola de pintura neo-expresionista, con particular vigor en el ámbito creativo alemán, cuna reconocida del expresionismo histórico, posterior a la primera guerra mundial.

Artistas como Penck, Baselitz, Docoupil, Immendorf, Kiefer, Salomé y otros, conforman un movimiento de renovación profundamente alemán que, si bien independientemente de los enunciados de ABO, cae sin lugar a dudas dentro del espacio teórico instaurado por el crítico italiano. Igual fenómeno se puede observar, aunque sin los acusados rasgos del movimiento alemán, o del italiano, en casi toda la pintura internacional europea y americana de la última década. Sólo más recientemente, a partir de 1985, el significado de la Transvanguardia comienza a ser digerido por el espectador occidental, por una parte, y por los artistas de las nuevas generaciones, por la otra, los cuales inauguran una nueva resistencia al imperio neo-expresionista de ABO y compañía.

La entrevista que sigue es la primera de una breve serie que el autor y el crítico proponen realizar sobre el tema incandescente del arte actual, en la que serán tocados todos los puntos que se juzguen necesarios para la comprensión del fenómeno visual en curso. A las preguntas que el autor dirige aquí al crítico seguirán otras generadas por sus propias respuestas que, repito, esperamos contribuyan al esclarecimiento del momento creativo actual.


La Transvanguardia en la historia

JEE.— A unos diez años de distancia de los primeros éxitos de la Transvanguardia, por ti sostenida, ¿qué piensas hoy de su rol histórico, si ya lo consideras tal?
ABO.— Antes que nada, tendría que subrayar cuál ha sido el rol histórico de la teoría de la Transvanguardia, que yo mismo represento, y que hoy constituye un substratum indispensable sobre el que se apoyan los nuevos artistas, aun aquellos que utilizan códigos lingüísticos diferentes, puesto que, después de la Transvanguardia, se podría decir que el acto de pintar ya no es el mismo. He aquí, en resumen, el núcleo de dicha teoría, conformada por las siguientes ideas: la idea del nomadismo cultural, la idea del eclecticismo estilístico, la idea del hedonismo cromático, aun dentro de una pintura de tipo investigativo y post-conceptual. Se podría decir que el arte ha recuperado su más suntuoso ropaje y, por debajo del mismo, su propio cuerpo, en contraposición a la castidad puritana, protestante, del arte conceptual de los años 60.

 

JEE.— Y después del auge de la Transvanguardia ¿cómo ves el futuro de la pintura y el arte de los años 90?
ABO.— A esta pregunta creo haber respondido de dos maneras: la primera con un libro publicado hace tres años y que lleva por título Proggetto dolce (que se podría traducir aproximadamente como Proyecto suave) en el que documento la presencia en Italia de un grupo de artistas sucesivos a la Transvanguardia, y que yo sigo desde los años 70. Estos pintores (Bianchi, Ceccobelli, Gallo, Nunzio, Dessi, Pizzi Cannella) desarrollan una actividad pictórica no programática, obedeciendo a una suerte de método intuitivo, no exento de una precisa estructura formal. La segunda respuesta a esta pregunta la estoy dando con la muestra, ahora abierta en Roma, que he organizado bajo el título «Europa / América», en la que propicio una dialéctica entre el arte europeo y el americano, o más bien norteamericano. Esta dialéctica es posible hoy gracias a la Transvanguardia, pues, como tú sabes, hasta mediados de los años 70 existía un seudolenguaje internacional de la vanguardia, instaurado por el modelo fuerte americano, que amenazaba con anular la expresión individual y la pluralidad de la cultura. En la actualidad, con el resurgimiento del individuo, la recuperación del cuerpo pictórico y la afirmación del genius loci, cada artista propone, a su manera, un escenario autónomo que le permita una confrontación dialéctica rica de fermentos ancestrales y, al mismo tiempo, absolutamente actual. En lo que respecta a las recíprocas influencias europeo-americanas, te debo señalar que, en los últimos años la situación se ha invertido, ya que varios de los mayores artistas norteamericanos tienen ahora como principal referente el modelo europeo, con resultados más que satisfactorios.

 

Mercado y sistema del arte

JEE.— En ese sentido creo que tu verdadero aporte ha sido el de transformar en teoría y proponer como metodología una actitud que fue siempre intrínseca a toda gran obra, a todo gran artista. Con o sin el genius loci, la pintura no podía morir, y tú has contribuido a su renacimiento, independientemente del talento individual de los componentes de la Transvanguardia. Pero, ahora me gustaría saber qué cosa piensas de un fenómeno paralelo, provocado por el éxito de la «nueva pintura». Me refiero a la preocupante scalation del mercado de arte en la sociedad capitalista avanzada, sobre todo en los Estados Unidos.
ABO.— Ante todo, yo creo que hoy, en nuestra sociedad, no se puede hablar de arte tout court, sino más bien de «sistema del arte». Es decir, de un grupo de factores específicos, representados por la obra crítica, el mercado, el coleccionismo, el museo y el público. Dentro de este sistema, el mercado distribuye cultura a través de la economía, puesto que lo espectacular del mercado es la economía. En ese sentido, existe una gran diferencia entre el sistema europeo y el norteamericano puesto que en los Estados Unidos es el mercado (es decir, las galerías) el que filtra y propone nuevos valores, arriesgando su propio dinero y su trabajo. Y esto lo hace antes de que intervenga la crítica, como sucede en Europa, en donde la actividad del crítico precede a la del galerista. De allí que el mercado americano sea más dinámico y vital (aunque ésta no es la única razón obviamente) y, a fin de cuentas, más estimulante para la producción de la obra de arte.

 

JEE.— Para su producción, sí, de acuerdo. La creación de una obra de arte es otra cosa. A este respecto, ¿no crees que la consciente presión del mercado condicione negativamente, y de manera no siempre fácil de discernir, la misma creatividad del artista?
ABO.— Pues, te diré, la verdad es que desde la segunda postguerra hasta hoy el mercado no se ha equivocado. Digamos que a partir de la Action painting, pasando por el Arte Pop, el Minimalismo y el Arte Conceptual, hasta la Transvanguardia, cada uno de esos movimientos o tendencias ha sido justamente valorizado y absorbido por el mercado. Es verdad también que, en algunos casos, el mercado se convierte en un condicionamiento dramático y castrante que, usando la manera fuerte, por exceso de lucro, descuida a algunos auténticos artistas y tritura a otros. Pero éste es un riesgo que no se puede atribuir tan sólo al mercado. Cuántas veces la crítica ha cometido errores colosales, y cuántas veces los museos han comprado obras insignificantes, pasando por alto personalidades que luego se han demostrado determinantes para la historia del arte, ya sea en América como en Europa. Ni qué decir del público y del coleccionista privado que, sin la ayuda de la crítica y del mercado, no sabría como orientarse. Para mí, en cambio, el verdadero problema es otro: es el artista quien no debería acceder a la tentación comercial. Porque el mercado pide, y si el artista responde siempre, es claro que la calidad de su trabajo desmerece. Debería, por lo tanto, establecer una suerte de resistencia, un movimiento dialéctico entre su propia actividad y las exigencias del mercado, para conquistarse un estándar existencial, un estatus correspondiente a sus necesidades creativas. Esto muy pocos lo realizan, y cuando lo realizan lo pagan generosamente, si bien con la inmensa satisfacción de poder trabajar en las mejores condiciones.

 

El verdadero artista es un antipático

JEE.— O en las peores, según los casos. Pero continuemos, tocando otro punto estrechamente relacionado con este problema. Es éste: si admitimos que el arte contemporáneo —según tus propias ideas— no posee ninguna función determinada, como en cambio la tenía en las antiguas civilizaciones, o en las actuales sociedades así llamadas «primitivas» ¿cuál crees que debería ser el verdadero rol, o por lo menos el rol central del aritsta en la sociedad post-industrial de nuestros días?
ABO.— Bueno, la pregunta es importante y no se puede responder a la ligera ni con la simple habilidad del crítico. En realidad, hoy en día la única función del artista es la de complicar la vida. (Risas). En ese sentido, hay que distinguir entre los que en Italia llamamos creativos (cartelonistas, designers, estilistas de moda, dibujantes de comics, y otras derivaciones) que dan una respuesta creativa a exigencias de orden sicosocial, y los verdaderos artistas, que más bien cuestionan la realidad, produciendo una suerte de desestructuración de la misma. En mi último libro, Antipatía, creo haber dado una respuesta bastante amplia a esta cuestión.

 

JEE.— Justamente. Me gustaría que definieras tu concepto de antipatía en relación con el rol del artista en el mundo contemporáneo.
ABO.— La palabra antipatía define algo que, en la práctica habitual de la sociedad de consumo, se prefiere ignorar o marginar, puesto que todo se desenvuelve, o se hipnotiza, sobre el plano tácito de la simpatía. Sin embargo, desde el siglo XVI hasta nuestros días, desde el Manierismo hasta la Transvanguardia, es decir desde el momento en que se interrumpe el contacto entre la sociedad y el artista, todo el arte, así como sus propios autores, han sido considerados como entidades antipáticas, o sea en precaria o ninguna sintonía con la sociedad de su tiempo. Desde entonces, hasta el clamoroso escándalo de la vanguardia histórica, hasta el reciente escándalo de la Transvanguardia, el artista no ha hecho sino crear anticuerpos en una sociedad tendente a la nivelación y el aplanamiento.

 

JEE.— En tu libro, tú citas la bella expresión de Blumenfield «catástrofe con espectador» para definir la asocialidad del artista contemporáneo en un contexto que, aunque sintiendo una profunda necesidad del mismo, ya no le asigna ningún rol social. La pregunta es ésta: ¿no es posible que el artista contemporáneo se haya convertido en un hábil manipulador de estilos y técnicas ya conocidas y que, por lo tanto, instintivamente no despierte la simpatía de la gente, la cual se limita a usar sus obras como simples objetos ornamentales, valores comerciales o de estatus? Los defensores de la corriente postmoderna, cínicamente, asumen esta eventualidad, comprendido todo el espectro de interpretaciones reaccionarias que esto determina. Hans George Gadamer, por su parte, lo atribuye a una sensible disminución de la creatividad, no concediendo al arte actual sino un mínimo porcentaje de invención y de sorpresa (¡exactamente el 5% según él!), puesto que, a su manera de ver, todo lo demás ha sido ya inventado en el curso de la historia.
ABO.— Sin lugar a dudas existe una escasa atención y comprensión por ciertas obras de arte que, injustamente, se ven retrocedidas de su posición original de modelo estético, a objeto de decoración y hasta de inversión comercial. Desgraciadamente, es uno de los riesgos que debe atravesar la obra de arte antes de ser considerada plenamente como tal, pues si bien es el artista, y sólo él, quien adjudica a su obra una identidad personal, estilística, en seguida es el sistema del arte el que le confiere una definitiva identidad cultural. Si la opinión de Gadamer fuera exacta, no podríamos hablar de antipatía (en su acepción de antipatía filosófica, se entiende), sino de indiferencia de la sociedad con respecto al artista. Cosa que no sucede con los verdaderos creadores. Tomemos el caso de Picasso, antipático por excelencia, dada la dificultad de su obra. O del mismo Warhol que, aun trabajando en el límite de la frialdad y el anonimato (la reproducción de estereotipos gráficos), no era ciertamente indiferente, sino más bien profundamente antipático a un público que llegó hasta el punto de agredirlo físicamente. En este sentido, se podría decir que el artista es antipático cuando es auténtico y es auténtico cuando perturba o destruye los códigos establecidos para instaurar otros, y así poner en marcha la locomotora de la historia, que de otra manera se quedaría siempre inmóvil, como sería el deseo de mucha gente. Es en este incesante movimiento dialéctico entre destrucción-construcción que sobrevive y palpita la obra de arte, conforme lo postulaba Nietzche.


Periferia versus metrópoli

JEE.— Y ahora pasemos a un argumento algo diverso, relacionado con América Latina, continente en el que nací y cuyos problemas, obviamente, me tocan muy de cerca. Mi primera pregunta es ésta: ¿por qué los artistas latinoamericanos casi nunca son invitados, o lo son de manera mínima, a las grandes manifestaciones internacionales, como la última Documenta, por ejemplo?
ABO.— No creo necesario recordarte que hoy más que nunca la investigación artística se ha concentrado en los grandes centros metropolitanos como Nueva York, París, Londres, Roma, Berlín, etc., y que los países y las ciudades situadas en la periferia del sistema del arte no pueden gozar, aunque sólo fuera por razones geográficas, de la misma atención que las grandes metrópolis. Esta situación es agravada por el subdesarrollo de esos países debido a factores políticos, históricos, económicos y sociales, muchas veces dramáticos, y que obligan a sus artistas, hombres de ciencia, escritores e investigadores de todo tipo, a viajar, permanecer, o por lo menos pasar un período de confrontación y estudio en las grandes ciudades europeas o norteamericanas, para enseguida poder elaborar su propio lenguaje y aporte personal.

 

JEE.— Esto es muy cierto. Pero, los escritores latinoamericanos, o por lo menos varios de ellos, han conseguido la notoriedad y la difusión en escala planetaria. ¿Por qué no sucede lo mismo con los pintores, si se excluye a Matta?
ABO.— Bueno, aquí hay que hacer una distinción. Antes que nada, Matta es un gran artista y por lo tanto escapa a cualquier delimitación geográfica o cultural. Otro como él no aparecerá fácilmente en ninguna parte, ni siquiera en Europa. Su importancia es tal que aún hoy, creo yo, no nos damos cuenta de la vastedad de su aporte. Baste decir que su influencia ha sido decisiva para la elaboración de la Action painting norteamericana, sin olvidar la que ejerció en el área surrealista y la que incluso sigue ejerciendo en nuestros días, cuando se advierte más claramente el peso de su obra. La exposición de Beaubourg de 1986 ha sido para muchos una verdadera revelación. En cuanto a los escritores latinoamericanos, debo confesarte que no amo mucho la literatura del Boom. A la inversa de tantas obras de arte perfectamente reconocidas en su época (los maestros del Renacimiento; Goya, Velásquez, los flamencos, el mismo Picasso), la buena literatura nunca se ha vendido ni se venderá con tanta facilidad. Los best-sellers me parecen siempre bastante dudosos. Lo que sucede, tal vez, es que ella ha conquistado un público internacional ávido de novedad literaria y sensibilizado por una retórica tercermundista que nada agrega a la verdadera creación literaria. Sin negar a dichos escritores indudable ingenio, seriedad y compromiso social, otros son los autores latinoamericanos que admiro y frecuento, como por ejemplo Borges, Paz, Pessoa, Lispector, Lezama Lima, que trabajan dentro de una línea que considero más universal, rigurosa e inventiva y que, a la postre, interpretan con mayor madurez artística, y sin trazas de folklore, la esencia misma de un continente y una cultura.

 

JEE.— En cuanto a preferencias literarias, estoy de acuerdo contigo, en líneas generales. Pero es imposible subestimar la importancia de los narradores del Boom, gracias a los cuales toda la literatura latinoamericana ha adquirido una identidad y carta de ciudadanía internacional. Sucede un poco como con la Transvanguardia que tú defiendes: quizás sus autores no son los artistas que personalmente preferimos, pero son ellos los que han abierto las puertas a una forma de expresión, pictórica o literaria, que con el tiempo podrá dar frutos cada vez más maduros. Se podría decir que esos escritores latinoamericanos conforman la única Transvanguardia literaria internacional, puesto que poseen los requisitos por ti señalados: nomadismo cultural, hedonismo verbal, genius loci, unas gotas de folklore y de Kitsch, es cierto, y, sobre todo, éxito, ingrediente este último que es parte constitutiva de estas formas de arte, amplificado por la civilización multimedial en que vivimos.
ABO.— Ciertamente. Pero volviendo a la materia que me concierne más directamente, o sea a las artes plásticas, con excepción de Matta, como tú mismo me lo señalas (que ha vivido siempre entre Europa y los Estados Unidos), no he encontrado entre los artistas latinoamericanos, por mí examinados en tres bienales de París y dos de Venecia (salvo rarísimos casos que, obviamente, prefiero no mencionar aquí) una identidad artística suficiente ni un lenguaje realmente libre de los modelos europeos o norteamericanos. Pero este fenómeno no es sólo latinoamericano. No te digo nada nuevo si afirmo que los buenos artistas son escasos en todas partes. Tanto más escasos lo serán en lugares en donde la existencia misma es un problema. Dicho esto, tengo que reconocer que, a pesar de algunos viajes por México, Brasil y Argentina, no conozco a fondo la situación artística de ninguno de estos países y temo mucho, además, que mis códigos culturales sean diferentes a los de la cultura latinoamericana.


Europa y todo lo demás

JEE.— La matriz cultural —heredada a través de la lengua española y de modelos artísticos europeos— es la misma de toda Europa occidental. Como dice Octavio Paz: «Somos una porción excéntrica de Occidente». Sólo el hábitat y nuestro patrimonio cultural indígena —sobre todo en México y los países andinos, como el Perú— modifican esta herencia, dándole carácter único. Sin embargo, artistas grandísimos como Picasso, Klee o Miró no tuvieron nunca ningún problema de códigos y supieron no solamente leer y gozar plenamente del arte primitivo y precolombino, sino que estas expresiones constituyeron para ellos las más altas fuentes de inspiración en el proceso de renovación del arte europeo, iniciado por ellos mismos. Aun hoy día, el citado Gadamer, aclara que no es de las sociedades avanzadas, como los Estados Unidos (el Japón, es un caso aparte), que surgirán nuevas energías para el arte, sino, precisamente de algunos países marginales, pero de antigua identidad cultural. Es posible que sea así nuevamente. Pero volvamos a nuestro presente. ¿Qué cosa piensas de un artista como Soto hoy día, pasado el auge del movimiento cinético?
ABO.— Soto queda sin duda como el más vigoroso y personal representante del movimiento cinético internacional. Lástima que la hermosa utopía del arte programada se haya revelado tan frágil y de escasa duración, aun si ese movimiento hunde sus raíces en la matriz constructivista europea, que los artistas uruguayos, argentinos, brasileños y venezolanos supieron desarrollar, a veces brillantemente como es el caso de Soto, y mucho antes que él, el de Torres-García. O como lo hicieron también los escritores de la poesía concreta brasileña del grupo Noigandres de Sao Paulo.


Por una crítica en estado de poesía

JEE.— Bien, de la América Latina pasemos ahora a una cuestión más personal y específica de la crítica de arte. ¿Podrías decirme si, para ti, escribir sobre arte es una forma de creación independiente, o tan sólo una alternativa, una substitución, un simulacro, como diría Baudrillard, de la imagen, de la obra visual?
ABO.— He organizado más de 60 exposiciones en varios lugares del mundo. He publicado 15 libros sobre cuestiones de arte. Las exposiciones siempre las he entendido como una suerte de escritura proyectada en el espacio físico a través de la obra de los artistas. En los libros, es la palabra la que ocupa el espacio mental dentro de los márgenes de mi propia teoría sobre el arte contemporáneo.
Del encuentro entre estas dos formas de expresión nace lo que llamo la crítica creativa que, con su evidente autonomía, irrita y escandaliza a muchas personas acostumbradas a la rutinaria imagen del crítico-parásito del artista.

 

JEE.— Pero ¿en qué medida tu pasión crítica, tu participación crítica es anterior o posterior a la obra de arte visual?
ABO.— Yo diría que tratándose de una obra igualmente autónoma, mi trabajo crítico acompaña o, si quieres, es paralelo a la obra del artista.

 

JEE.— Tú eres también un escritor de prestigio; has formado parte del histórico Grupo 63; has escrito poesía visual en el curso de los años 60. ¿Qué cosa es actualmente la poesía para ti?
ABO.— La poesía, para mí, es lo específico de la obra de arte, sea ella una pintura, un poema, una composición musical o teatral, una danza. Mi experiencia literaria me ha deparado una suerte de orgullo de la escritura, que ahora pongo al servicio de la crítica de arte, ya que una escritura que trate de aprehender el fenómeno artístico alto no puede ser, a su vez, sino de una altura más o menos digna de tales obras.

 

JEE.— En eso concuerdo plenamente contigo. Es lo que, a mi manera, intento en mis escasos textos críticos. Creo firmemente que ésta es la única aproximación válida al fenómeno artístico de calidad.
ABO.— Ciertamente. La mayor parte de la crítica, en cambio, no realiza sino una descripción, o transcripción, más o menos subjetiva o, peor aún, filológica, notarial, del evento creativo, colocando así a la obra de arte en un nivel verbal que la disminuye.

 

JEE.— De todos modos, si me permites la insistencia, aparte de la innegable eficacia de una escritura creativa, poética (lo cual no le impide ser también precisa, digamos científicamente pertinente), necesaria para efectuar una exploración más profunda de la obra de arte; quisiera que me resumieras, en la medida de lo posible, qué cosa es hoy la poesía para ti, sea ella verbal o transverbal.
ABO.— Puesto que se trata de una pregunta sumamente amplia, limitándome al ámbito pictórico, yo te diría que la poesía es ese fuego absoluto que se enciende en el centro de la obra, capaz de catalizar todas mis energías y mi máxima atención, procurándome a la vez una intensa felicidad y una gran turbación. Se trata, desgraciada o felizmente, de situaciones excepcionales, pues, como tú sabes, el crítico es un poco como el cirujano que, a fuerza de operaciones, ya no tiembla ni se emociona ante la sangre. Tales situaciones, repito, son cada vez más raras, pero no imposibles, y ésta es, a mi manera de ver, una de las principales razones que mueve al crítico —por lo menos ése es mi caso— a perseverar en la búsqueda de dicha situación, necesariamente prehermenéutica, y tan importante para la salud síquica, espiritual, de la humanidad.

 

JEE.— La poesía es, entonces, en el ámbito pictórico, pero también en cualquier otra forma de arte, esa pequeña catástrofe organizada al interior del lenguaje, esa saludable destrucción de los códigos habituales, con el fin de instaurar otros, conductores, a su vez, de un contenido nuevo o diferente.
ABO.— Exactamente. Y la poesía es también mi propia participación de voyeur en el evento artístico, función si quieres obscena pero indispensable, para lo cual se necesita un ojo humilde y orgulloso, franciscano y heroico a la vez, capaz de captar a una velocidad inconmensurable el instante mismo de la creación. A este respecto, no puedo olvidar una frase de Alberto Savinio (el pintor, escritor y compositor, hermano de Giorgio De Chirico) cuando dice que «todo nombre es un destino», lo cual significa simplemente que en toda obra creativa, comprendida la crítica de arte, el elemento autobiográfico no sólo es inevitable sino imprescindible. Por ejemplo, ahora estoy escribiendo un libro sobre arte contemporáneo que llevará por título El talón de Aquiles, puesto que Aquiles (en español) es mi nombre de pila. En efecto, Aquiles, que es la velocidad, como sabes, muy bien, es también la vulnerabilidad, y justamente en el único punto mortal de su cuerpo, es decir en el talón. Por otra parte, si examinamos la palabra pie (del griego pódos), nos remontamos a otro personaje homérico, o sea a Edipo y a su mítica cojera. Es, pues, entre estos dos tiempos, uno fuerte, apolíneo (Aquiles), y otro débil, dionisiaco (Edipo), que oscila la crítica de arte en su afanosa marcha hacia la inmortalidad, al lado del artista (Patroclo), siempre perseguida por la flecha mortal de la realidad circundante.

JEE.— Sin olvidar, claro está, en este brillante paradigma, la famosa ceguera de Edipo, elemento tantas veces presen
te en la crítica de arte...
ABO.— ¡Pues, claro! Y que es parte inevitable de la natural antipatía del crítico. (Risas).
Oiga, 418 (1989

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La transvanguardia italiana
por Achille Bonito Oliva

La euforia política de los años sesenta había empujado el arte hacia una impersonalidad de la expresión que no podía conjugar el yo, en posición siempre apostada tras la pulsión creativa de la imagen.

Sin embargo, en la segunda mitad de los años setenta el arte de la transvanguardia, practicado en Italia por Chia, Clemente, Cucchi, De Maria y Paladino halló de nuevo el placer de una manualidad no separada del impulso conceptual. La manualidad significa capacidad de fijar el trabajo del arte en las inmediaciones de una subjetividad, que utiliza todos los instrumentos expresivos y todos los lenguajes posibles.

La subjetividad se afirma precisamente a través de su desintegración; es una afirmación a través de la accidentalidad de la imagen, nunca propuesta como momento unitario y totalizador sino siempre como visión precaria que no capta, ni pretende tampoco hacerlo, el sentido del mundo ni la idea del infinito que lo acompaña. Acá, la imagen se convierte en el depósito de una potencialidad, apenas insinuada, expresada en los modos del arte, o sea en los de la gracia y el furor.

De la subjetividad, los artistas de la transvanguardia transmiten a la obra no tanto el momento autobiográfico y privado como los elementos estructurales que la caracterizan: la mutabilidad, la provisionalidad, la contradicción y el amor por el detalle. Una sensibilidad activa y no agresiva, ligada a una perspectiva de placer, impregna el trabajo de los artistas, relacionada con la idea de una garantía interna completa del arte, la de conseguir fundar la realidad minoritaria puesto que está ligada a la pulsión individual de una imagen personal.

La mutabilidad es fruto del carácter transitorio del estilo, nunca garantizado por la idea de continuidad y de estabilidad. En efecto, Chia, Clemente, Cucchi, De Maria y Paladino usan lenguajes diferentes y diferenciados, referencias a culturas lejanas en el tiempo y también cercanas a la contemporaneidad. Una sensibilidad desplegada en abanico promueve imágenes que se suplantan entre ellas y se alejan del criterio de la poética y de una tradicional fidelidad a ésta. Naturalmente, la imagen corre entre lo figurativo y lo abstracto, entre la referencia a una representación redundante y la equilibrada reticencia del motivo abstracto y decorativo.

La provisionalidad reside en la hechura de la obra, que no se demora nunca en un perfeccionismo académico, sino que se encuentra siempre en tránsito entre la pulsión del hacer y la estabilidad del resultado. Además, la imagen capta siempre sensaciones móviles, como ocurrencias en la obra de Chia, el sentido de la materia en la de Cucchi, la suspensión del tiempo en Clemente, la música del color en De Maria y la polivalencia de los motivos en Paladino. El tiempo como flujo imparable se convierte en el momento afirmativo de una obra que contiene en sí misma los síntomas de su superación.

La contradicción surge, precisamente, del deseo de no dejarse encerrar en la geometría de una coherencia ligada a una idea del mundo fijo, inmovilizada por la ideología. Las imágenes son los síntomas de un depósito inagotable que, en su manifestación no se deja sujetar por un lenguaje unívoco. Imágenes irónicas y dramáticas, signos  llamativos y neutros, transitan continuamente por la superficie de la obra, sin nunca connotar ni definir lo que quiere permanecer móvil y abierto.

El amor por el detalle responde a la exigencia de captar pequeñas sensaciones y pequeños conceptos. Estos artistas oponen la idea de la concentración a la idea monumental y heroica que impregna todo el trabajo de los años sesenta. El detalle es el anclaje de la provisionalidad, el punto de apoyo de un arte que obra en el plano inclinado de la sensibilidad y del estado de gracia. La humilde pericia de la técnica definida también como un comportamiento antiheroico e irónicamente doméstico. En estos artistas, no es casual el recurso continuo al dibujo, que les permite una expresión estilizada y huidiza, dinámica y fluida. El dibujo permite captar el tránsito rápido de la sensibilidad, su devanado más allá del obstáculo de la materia y de la pintura. El signo no encuentra obstáculos, por el contrario permite crear imágenes que no dramatizan la propia aparición sino que la agilizan y le dan cordialidad. El dibujo permite ser alusivos sin ser perentorios, permite la afirmación del estado de ánimo incluso mental, sin necesidad de recurrir a la descripción definitiva y categórica.

El dibujo en las obras de Chia, Clemente, Cucchi, De Maria y Paladino es signo, tachón, imagen, efigie, línea, esbozo, arabesco, paisaje, planta, diagrama, perfil, silueta, viñeta, ilustración, figura, escorzo, impresión, escena, boceto, calco, caricatura, claroscuro, pintada, grabado, mapa, litografía, pastel, grabado al agua fuerte, xilografía. Los instrumentos pueden ser: carboncillo, lápiz, bolígrafo, pincel, mina, compás, tiralíneas, escuadra, pantógrafo, regla de cálculo, regla, papel secante, chapa. El proceso puede ser: arabesquear, calcar, componer, copiar, cancelar, corregir, abrillantar, inventar. El resultado: campo, contorno, sombra, ornato, perspectiva, plumeado.

En estos artistas, el dibujo suele producir signos íntimos y emblemáticos, obra a través de la sombra y la degradación, tiende a captar una segunda alma en las cosas, a sospechar visiones inasibles e imprevisibles bajo la aparente visión de un elemento diario que parece cerrado y unívoco. Por otra parte, tiende siempre a darse como huella de una imagen más amplia y concreta, de una imagen que escoge permanecer en un estado voluntario de incertidumbre. La incertidumbre nace no solamente del recurso a la sombra o a la degradación, sino también de la mínima ocupación de espacio y tiempo en lo que se refiere a la ejecución.

El dibujo parece siempre poner al descubierto el asalto del espacio inmaculado del folio cometido por el artista. Acá, público y privado coinciden: el umbral de la expresión empieza ya antes de cualquier signo introducido en la obra, empieza ya en el momento de elaboración mental de la imagen, en el movimiento y en el temblor de la mano sobre el folio.

El arte finalmente regresa a sus motivos internos, a las razones constitutivas de su obra, a su lugar por excelencia que es el laberinto, entendido como “trabajo dentro”, como excavación continua dentro de la substancia de la pintura. La idea del arte, a finales de la década de los setenta, era la de hallar de nuevo en sí mismo el placer y el peligro de ocuparse, rigurosamente, de la materia del imaginario, hecha de derivas y esfuerzos, de aproximaciones y nunca de metas definitivas. La obra se convierte en un mapa del nomadismo, del cambio progresivo practicado fuera de toda dirección preconstituida por parte de artistas que son ciegos - videntes, que se alegran en torno al placer de un arte que se no reprime ante nada, ni tan siquiera ante la historia.

En los años sesenta, el arte poseía una connotación moralista, incluso el de vanguardia: la fórmula del arte pobre perseguía en su diseño crítico una línea de trabajo represiva y masoquista, afortunadamente, rebatida por algunas obras de los artistas. Posteriormente, la práctica creativa echó abajo la censura formal pertinente a la producción artística en favor de una práctica de la opulencia, para reparar una pérdida inicial, mediante la ascención sin por ello significar ascetismo o renuncia sino crecimiento y desarrollo de la capacidad de arraigar, en el límite de una posesión cuestionada continuamente por el movimiento natural de la obra y del artista que, es de desposesión y de superación. La opulencia es la capacidad de invertir en la pérdida inicial, en la condición nocturna de lo diario, el riesgo de la práctica manifiesta del arte. Finalmente, la práctica pictórica es asumida como un movimiento afirmativo, como un gesto y no ya como defensa sino como penetración activa, diurna y fluidificante. El compromiso inicial es el de un arte como producción de catástrofe, de una discontinuidad que rompe los equilibrios tectónicos del lenguaje en favor de una precipitación en la materia del imaginario no como retorno nostálgico, como reflujo sino como flujo que arrastra en sí mismo la sedimentación de numerosas cosas, que superan la sencilla vuelta a lo privado y a lo simbólico.

Desde siempre, la vanguardia, por definición, ha obrado dentro de los esquemas culturales de una tradición idealista con tendencia a configurar el desarrollo del arte como una línea continua, progresiva y rectilínea. La ideología subyacente en dicha mentalidad es el darwinismo lingüístico, de una idea evolucionista del arte, que afirma una tradición del desarrollo lingüístico de los antepasados de la vanguardia histórica hasta las últimas consecuencias de la búsqueda artística. El idealismo de dicha posición reside en la consideración del arte y de su desarrollo fuera de los reveses y de las repercusiones de la historia, como si la producción artística viviese envuelta en la producción más general de la historia.

Hasta los años setenta, el arte de vanguardia conservó dicha mentalidad, obrando siempre dentro del compromiso filosófico del darwinismo lingüístico, de un evolucionismo cultural que respetaba toda genealogía con una meticulosidad purista y puritana. Lo cual comportó una producción artística y crítica, cuidadosa de colocarse en el surco geométrico y cerrado de la continuidad. En definitiva, la neovanguardia intentó salvar la conciencia feliz del artista, basada completamente en la coherencia interna del trabajo, realizada dentro del ámbito experimental del lenguaje, contra la incoherencia negativa del mundo.

Dicho compromiso comporta una coacción a lo nuevo que, distinguió la producción artística de los años sesenta, concebida como actividad circunscrita al lenguaje que promueve la necesidad de experimentar nuevas técnicas y nuevas metodologías respecto a una realidad dinámica y de por sí experimental como capacidad productiva y desarrollo de tendencias del pensamiento.

Los artistas de los años setenta empiezan a trabajar cuando cesa la coacción a lo nuevo, cuando se produce la deceleración productiva de los sistemas económicos, cuando el mundo se ve atrapado por una serie de crisis, que ponen al descubierto la producción vertiginosa de todos los sistemas ideológicos.

Finalmente, se ha hablado y se sigue hablando de crisis del arte. Pero si por crisis entendemos, según el étimo, “punto de ruptura” y “averiguación” entonces podemos emplear dicha palabra como un punto de vista permanente para verificar el verdadero tejido del arte.

Dos son los niveles a los que nos remite la definición de la crisis del arte: la muerte del arte y la crisis de la evolución del arte.

Hegelianamente, por muerte del arte se entiende la superación de las categorías del hacer artístico por parte de la filosofía, en su calidad de ciencia del pensamiento que comprende y absorbe la intuición artística. Más modernamente, la muerte del arte nos remite a la constantación que dicha experiencia ya no consigue mermar los niveles de la realidad. Y, si por una parte, se destaca la impotencia de la superestructura (el arte) respecto a la estructura (la economía, la política), por otra parte se afirma la caída de la producción artística de calidad (valor) a cantidad (mercancía).

Hoy en día, por crisis del arte estrictamente se designa, sin embargo, la crisis sufrida por la evolución de los lenguajes artísticos. La crisis precisamente de la mentalidad darwinista y evolucionista de la vanguardia. La generación artística, a finales de los años setenta, dió un vuelco a dicho momento crítico en términos de nueva operatividad. Y se puso al descubierto la valencia progresiva del arte, demostrando que de cara a la no modificabilidad del mundo, el arte no es progresista sino progresivo respecto a la conciencia de la evolución interna propia y circunscrita.

Entonces el escándalo, paradójicamente, consiste en la ausencia de novedad, en la capacidad del arte de asumir un respiro biológico, a base de aceleraciones y deceleraciones. La novedad es siempre fruto de una demanda del mercado que necesita la misma mercancía pero presentada bajo una forma transformada. En este sentido, en los años sesenta, se quemaron muchas poéticas y las agrupaciones subyacentes. Porque las agrupaciones, mediante las poéticas, permiten constituir aquella noción de gusto que, precisamente por la cantidad de los artistas proyectados en la misma dirección, permite el consumo social y económico del arte.

Por último, las poéticas se alejaron, cada artista obra a través de una búsqueda individual que destruye el gusto social y persigue las finalidades del propio trabajo. El valor de la individualidad, del obrar singularmente, se contrapone a un sistema social y cultural traspasado por sistemas totalitarios dominantes, la ideología política, el psicoanálisis y las ciencias que resuelven internamente en la propia óptica, en el propio sujeto las antinomias y las desviaciones producidas por la realidad en su quehacer. Una cultura de las previsiones limita la vida a un campo de concentración que reduce la expansión y tiende a disminuir el deseo y la producción material fuera de los caminos tortuosos e imprevisibles en los que se forma. El sistema religioso de las ideologías, de la hipótesis psicoanalista, científica, tiende a conferir utilidad a todo lo que es diferente para el sistema, reciclando y convirtiendo en términos de lo funcional y de lo productivo todo lo que, sin embargo, emerge de la práctica de la realidad.

Lo que no es reductible a dichos términos es precisamente el arte que no puede confundirse con la vida, por el contrario el arte sirve para impulsar la existencia hacia condiciones de imposibilidad. La imposibilidad, en este caso, es la posibilidad de mantener la creatividad artística anclada en el proyecto de la propia producción. El artista entonces obra en el límite de un lenguaje irreductible respecto a la realidad, bajo el impulso de un deseo que, siendo inmutable, en el sentido de que no se muda nunca más que en su propia apariencia. En este sentido, el arte es producción biológica, actividad aplicada de un deseo que se deja homologar solamente en la propia imagen pero no en la propia motivación. El arte no acepta transiciones, conjuga internamente la necesidad del artista de hacer absoluto el dato relativo de la producción corriente y crear discontinuidad de movimiento, donde existe la austera inmovilidad del concepto productivo.

Entonces el arte no es un comentario introducido por el artista dentro del lugar del lenguaje, que no es nunca doble y especular respecto a la realidad. En este sentido, la producción del arte, por parte de la generación de los años setenta, se mueve por sendas que demandan otra disciplina y otra concentración. Acá, la concentración se convierte en desconcentración, necesidad de catástrofe, ruptura de la necesidad social. La experiencia artística es una experiencia laicamente necesaria que ratifica la imposibilidad de eliminar la ruptura, la insanabilidad de todo conflicto y de toda conciliación con las cosas. Este tipo de arte nace de la concienciación de la irreductibilidad del fragmento, de la imposibilidad de devolver unidad y equilibrio. La obra se convierte en indispensable, al restablecer concretamente rupturas y desequilibrios en el sistema religioso de las ideologías políticas, psicoanalistas y científicas que, de forma optimista tienden, sin embargo, a reconvertir el fragmento en términos de totalidad metafísica.

Solamente el arte puede ser metafísica, porque consigue trasladar el propio fin desde dentro hacia afuera, a través de la posibilidad de imprimir al fragmento de la obra una totalidad que no remite a otro valor externo a la propia apariencia.

Principalmente, el arte halla dentro de sí mismo la fuerza para establecer el depósito del que extraer la energía, necesaria para construir las imágenes, y las mismas imágenes, concebidas como extensiones del imaginario individual, que se eleva a un valor objetivo y palpable mediante la intensidad de la obra. Porque sin intensidad no existe el arte. La intensidad es la calidad de la obra de darse, en la acepción lacaniana, como domamiradas, como capacidad de fascinación y captura del espectador dentro del campo intenso de la obra, dentro del espacio circular y autosuficiente del arte, que funciona según leyes internas, reguladas por la gracia demiúrgica del artista, por una metafísica interna que excluye toda referencia y toda motivación externa.

Regla y motivación del arte es la obra misma que impone la substancia de la propia apariencia, hecha de materia y forma, de pensamiento directamente encarnado en el lugar de la pintura y del signo, no pronunciable más que a través de las gramáticas de la visión:

De esta forma, el arte de finales de los años setenta se presenta positivamente desintegrado, diseminado en numerosas obras, llevando cada una de ellas dentro de sí la intensa presencia de la propia existencia regulada por un impulso circunscrito a la singularidad de la obra creada. De esta forma, se perfila el concepto de catástrofe, entendida como producción de discontinuidad en un tejido cultural sostenido en los años sesenta por el principio de la homologación lingüística. La utopía internacionalista del arte ha distinguido la búsqueda del arte pobre, orientado plenamente a superar los límites nacionales, perdiendo y alienando de esta forma las raíces culturales y antropológicas más profundas.

Al aparente nomadismo del arte pobre y de las experiencias de los años sesenta, basado en el reconocimiento de afinidades metodológicas y técnicas, los artistas de los años setenta oponen un nomadismo diferente y diversificador, reflejado en el cambio progresivo de la sensibilidad y de la separación entre una obra y la otra.

Los desprendimientos imprevistos del imaginario individual presiden la creatividad artística precedentemente mortificada por el carácter de la impersonalidad, sincrónica también respecto al clima político de los años sesenta que predicaban la despersonalización en nombre de una supremacía de lo político. Ahora el arte, sin embargo, tiende a adueñarse de nuevo de la subjetividad del artista, a expresarla mediante las modalidades internas del lenguaje. Lo personal adquiere una valencia antropológica, al participar en llevar de nuevo al individuo, en este caso al artista, al estado de retomar un sentimiento que es el del ego.

La obra se convierte en microcosmos que acoge y funda la capacidad opulenta del arte para permitir el apropiarse de nuevo, volver a ser dueños, de una subjetividad fluida que logra entrar incluso en los recovecos de lo privado, que en cada caso funda en la propia pulsión, y no en otros elementos, el valor y la motivación del propio obrar.

El ideologismo del arte pobre y la tautología del arte conceptual hallan una superación en un nuevo comportamiento que no predica ninguna supremacía más que la del arte y de la flagrancia de la obra que adquiere de nuevo el placer de la propia exhibición, de la propia transcendencia, de la materia de la pintura finalmente libre de encargos ideológicos y de compromisos puramente intelectuales. El arte redescubre la sorpresa de una actividad creativa infinita, abierta también al placer de las propias pulsiones, de una existencia caracterizada por miles de posibilidades, de la figura a la imagen abstracta, de la fulguración de la idea a la suave transcendencia de la materia, que se cruzan y funden contemporáneamente en el carácter instantáneo de la obra, absorta y suspendida en su entrega generosa como visión.

El arte en los años setenta halla en la creatividad nómade el propio movimiento excelente, la posibilidad de transitar libremente dentro de todos los territorios sin ningún obstáculo con reenvíos abiertos en todas las direcciones. Artistas como Chia, Clemente, Cucchi, De Maria y Paladino obran en el campo móvil de la transvanguardia, entendida como cruce de la noción experimental de la vanguardia, según la idea de que cada obra presupone una manualidad experimental, la sorpresa del artista por una obra que ya no se construye según la certeza anticipada de un proyecto y de una ideología, sino que se forma bajo sus ojos y bajo la pulsión de una mano que se hunde en la materia del arte, en un imaginario hecho de una encarnación entre idea y sensibilidad.

La noción del arte como catástrofe, como accidentalidad sin planificar, que diferencia todas las obras entre ellas, permite a los jóvenes una transitabilidad, incluso en el ámbito de la vanguardia y en su tradición, que ya no es lineal sino realizada a base de ahondamientos y superaciones, de retornos y de proyecciones hacia delante, según un movimiento y una peripecia que no son nunca repetitivos pues marcan la geometría sinuosa de la elipsis y de la espiral.

La transvanguardia significa adquisición de una posición nómade que no respeta ningún compromiso definitvo, sin otra ética privilegiada que la de seguir los dictámenes de una temperatura mental y material sincrónica con la instantaneidad de la obra.

Transvanguardia significa abertura al fracaso intencional del logocentrismo de la cultura occidental, a un pragmatismo que restituye espacio al instinto de la obra, que no significa comportamiento precientífico, sino tal vez maduración de una posición postcientífica que supera la adaptación fetichista del arte contemporáneo respecto a la ciencia moderna: la obra se convierte en el momento de un funcionamiento energético que halla dentro de sí la fuerza de la aceleración y de la inercia. De esta forma pregunta y respuesta se equiparan en la lucha de la imagen y el arte supera la connotación típica de la producción de la vanguardia, o sea la de constituirse como una interrogación que suplanta la expectativa del espectador para remitir a las causas sociológicas que la han provocado. El arte de vanguardia presupone siempre un malestar y nunca la felicidad del público, obligado a salirse del campo de la obra para comprender su pleno valor.

Los artistas de finales de los años setenta, aquellos que, yo llamo de la transvanguardia, redescubren la posibilidad de dar transparencia a la obra mediante la presentación de una imagen que contemporáneamente es enigma y solución. El arte, de esta forma, pierde su lado nocturno y problemático, de la pura interrogación, en favor de una claridad visual que significa la posibilidad de realizar obras hechas a arte, en las que la obra funciona veramente como domamiradas, en el sentido de que doma la mirada inquieta del espectador, acostumbrado por la vanguardia a la obra abierta, a un arte proyectado incompleto, que requiere la intervención perfeccionadora del espectador.

El arte en los años setenta tiende a devolver la obra al lugar de una contemplación satisfactoria, donde el alejamiento místico, la distancia de la contemplación, se carga de erotismo y de energía toda procedente de la intensidad de la obra y de su metafísica interna.

La transvanguardia se despliega en abanico con una torsión de la sensibilidad que permite al arte ejecutar un movimiento en todas las direcciones, incluidas en las del pasado. “Zaratustra no quiere perder ningún pasado de la humanidad, quiere arrojarlo todo en el molde” (F. Nietzsche). Lo cual significa no sentir nostalgia por nada, ya que todo se puede alcanzar continuamente, abandonando categorías temporales y jerarquías de presente y pasado, típicas de la vanguardia que siempre vivió dejándose atrás el tiempo como arqueología y de todas formas considerándolo como un hallazgo que reanimar.

Sandro Chia obra a través de un abanico de estilos, respaldado siempre por una pericia técnica y por una idea del arte que busca dentro de sí los motivos de la propia existencia. Dichos motivos consisten en el placer de una pintura finalmente sustraída a la tiranía de la novedad y más bien confiada a la capacidad de utilizar diferentes “maneras” para llegar a la imagen. Los puntos de referencia son innumerables, sin ninguna exclusión, desde Chagall a Picasso, desde Cézanne a De Chirico, desde Carrà futurista a Carrà metafísico y novecentista. Pero la referencia estilística es reabsorbida inmediatamente por la calidad de los resultados, en el cruce entre pericia técnica y estado de gracia. La pintura se convierte en el campo en el que la manualidad y el concepto encuentran finalmente un equilibrio. En Chia, la imagen es siempre sostenida por la necesidad del título, de una leyenda o de una pequeña poesía pintada directamente en el cuadro, que sirve para desvelar su mecanismo interno. El placer de la pintura está acompañado por el placer de ocurrencias, por la capacidad de integrar el furor de la hechura del cuadro con el previo desapego de la ironía.

La obra se convierte en un circuito móvil de referencias internas y externas, todas ellas al servicio de una imagen ofrecida a la mirada con una doble valencia: como substancia pictórica y como forma mental. En el primer caso, la imagen se colma con la materia que la constituye; en el segundo caso, ésta se propone como demostración asombrosa de una idea: una idea en el arte existe solamente cuando encarna el tejido del lenguaje. En Chia la imagen es siempre clara.

Francesco Clemente obra en el cambio progresivo del estilo, en el uso indiferenciado de muchas técnicas. Al trabajo acompaña y respalda una idea del arte, en absoluto dramática, que consigue encontrar en el nomadismo de la ligereza la posibilidad de una imagen en donde convergen repetición y diferencia. La repetición nace del uso intencionado de estereotipos, de referencias y estilizaciones que permiten trasladar también la idea de la convencionalidad al arte.

Aunque dicha convencionalidad es solamente aparente, ya que la reproducción de la imagen no se produce nunca de forma mecánica ni literal. Por el contrario, tiende a realizar siempre variaciones sutiles e imprevisibles que crean en la imagen reproducida un cambio. El cambio, la idea de una suspensión temporal, que nace de un estado de distensión, llevan a un resultado concentrado en imperceptibles diferencias; dicha posibilidad es dada por el hecho de que Clemente trabaja en la transición del significante, en una cadena de asonancias, de analogías visuales que liberan la imagen de toda obligación y referencia.

Todo esto crea un nuevo estado contemplativo de la imagen, una especie de quietud, ya que ésta ha sido sustraída al revuelo de sus tradicionales referencias y llevada a la posición de una orientación diferente, explícita y falsamente convencional. La extrema explicitación tiende a producir una imagen que no descubre ningún esfuerzo ni ningún apuro por las combinaciones dentro de las que vive. Como impregnada de una disciplina oriental, la nueva imagen no revela emociones sino un natural estado de calma.

Enzo Cucchi radicaliza la práctica pictórica, asumiendo el cuadro como un instrumento y no como un fin. La pintura se convierte en un proceso de agregación de varios elementos, figurativos y abstractos, mentales y orgánicos, explícitos y alusivos, combinados entre ellos sin una solución de continuidad. Materia pictórica y extrapictórica convergen en la superficie del cuadro. Todo responde a una dinámica, a un movimiento imparable que arrastra figuras pintadas y líneas de color fuera de cualquier ley de la gravedad. El cuadro es un depósito provisional de energías que suscitan imágenes, volúmenes de materia pictórica y extensiones de cerámica fuera del tradicional soporte de la tela. La raíz de dicho trabajo halla sus ascendencias en el tejido de un pintura voluntariamente menor, ligada a un territorio antropológico y cultural estrictamente italiano. En el plano del lenguaje visual, Scipione y Licini parecen ser los puntos de referencia de la pintura de Cucchi. Éste retoma el uso del color como mancha del primer artista.

Con Licini hallamos de nuevo el sentido dinámico del espacio, de la libertad de colocar los elementos de la figura

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