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Press kit con link de descarga fotos LAS PAMPAS: ARTE Y CULTURA EN EL SIGLO XIX
Prensa Publicada
Fuente: Clarín
Arte grande y omisiones en la muestra sobre las Pampas en el 19 de Proa.
Por Juan Batalla
En el siglo 19 el territorio pampeano asistió a la consolidación de una cultura interétnica y tribal, cuando grupos de tehuelches, pehuenches y otras etnias adoptaron una lengua franca común, el araucano, e incorporaron a otros grupos venidos de Chile (que huían de la “Guerra a Muerte”), así como a realistas fugitivos, bandoleros, cautivas, artesanos, desertores, entre otros personajes que se adaptaron a la vida y a la cultura de los nativos indígenas. Habitaron en tolderías y ocuparon todo el territorio al sur del Río Salado de la provincia de Buenos Aires, aprovechando que ya desde el 18 el creciente uso del caballo resolvía el problema de las grandes distancias en las llanuras. A mediados del 19 hubo una interesante etapa de relativa paz, cacicatos poderosos, comercio y expansión de esta forma de vida. Pero el entonces muy joven estado argentino planteó a esta cultura diversas etapas de lucha, negociación y combate. El Malón Grande de 1874 provocó la reacción que llevó primero a cavar la Zanja Alsina, en una escalada que culminó con la famosa Campaña del Desierto encargada por el presidente Avellaneda al Gral Roca, la cual resultó en muchísimas víctimas y la rendición araucana.
La exposición que presenta la Fundación Proa examina esta etapa histórica a través de una serie de objetos artísticos que dan cuenta de lo allí sucedido por entonces. La prejuiciosa visión de que en las pampas solo había desierto a ser ocupado por el nuevo estado, es así desafiada por las magníficas piezas que evidencian, primero belleza, y luego un tipo de conocimiento y sensibilidad singulares. Ante la magnificencia de esta producción artística no se puede sino lamentar la evidente incapacidad de los hombres de entonces para integrar a estos otros habitantes del suelo argentino.
Pero algo más nos perturba luego de visitar Proa: es la sensación de que una oportunidad de exhibición muy valiosa ha sido parcialmente malograda. Pese a haber aquí reunidas muchas piezas de enorme calidad e importancia, una serie de factores atentan contra la posibilidad de una gran muestra.
"Las Pampas, arte y cultura" se desarrolla en cuatro salas. La primera aborda los adornos y el lugar de la mujer en la organización social. Encontramos una variedad de joyas de uso personal, y aunque las hay también realizadas con cuentas de vidrio de diversos colores y otros materiales, son principalmente de plata. El de la platería pampa es un fenómeno que tuvo su auge en el tiempo que enfoca esta muestra. Llegado el metal a las llanuras a partir del comercio con los criollos, y también como botín de los malones, los caciques contaron con plateros propios que tomaban estilos por entonces en boga pero los simplificaban y volvían su arte más austero, acaso más minimalista, influenciados por un modo chileno. La plata, aún más opaca que la criolla, siempre representó a la luna, y resaltó aspectos de una cosmovisión tanto como señaló jerarquías: las mujeres honradas por sus hombres con estos adornos eran distinguidas y señaladas en su posición social.
Pero es aquí donde el diseño expositivo de Luis F. Benedit empieza a revelar excesos arquitectónicos y ensimismamiento, que vuelven a las piezas incapaces de desplegar toda su retórica. Contando tanto esta como las demás salas con muy buen metraje para desplegar los objetos, el espacio se vuelve en contra al abigarrarse los conjuntos de manequíes que representan a mujeres enjoyadas, algo que se hace extensivo a muchas instancias de la muestra, en las que las vitrinas y los diferentes despliegues no permiten que cada pieza reverbere con singularidad. Y la luz tenue, bajísima, así como resulta adecuada en los subsiguientes despliegues de textiles debido a las necesidades de conservación que estos conllevan, es una elección menos feliz cuando se trata de exhibir platería.
En la sala 2 los problemas se agudizan: no se hace foco en las piezas importantísimas que aquí se encuentran. Hay un par de tremendos mantos tehuelches pintados sobre cuero de guanaco. Famosísimos, presentes en muchos catálogos y libros internacionales, nos topamos con quizá el más interesante del que se tiene conocimiento, parte de la colección del Museo Quai Branly. Una maravilla de 163 x 145 cm., con dibujos repletos de simbolos mayormente abstractos y una fluidez estupefaciente en el trazo. Vale, por supuesto, la visita a Proa solo para ver estas piezas únicas. Hay también un círculo de manequíes que lucen ponchos pampas. Es la reproducción de un lonco, reunión delibertativa de caciques y capitanejos, dentro de esta fase dedicada a pensar la organización social y política de los cacicatos. Mientras que, en la siguiente etapa, la sala 3 despliega una vasta variedad de aperos pampas. Aunque el diseño expositivo de Benedit vuelve a incurrir en la acumulación desmedida de piezas en espacios reducidos de exhibición (vitrinas) que impiden individualizar correctamente cada obra, no se puede sino admirar la riqueza de las colecciones públicas y privadas aquí reunidas. Enseguida evocamos la famosa Vuelta al malón de Della Valle, la carrera altiva de retorno a las tolderías. La imagen del caballo pampa engalanado, insólitamente dócil al hombre como lo pinta la literatura de aquel entonces. Y, ciertamente, se sale de Proa con ganas de volver a la Excursión a los indios ranqueles, de Lucio V. Mansilla, libro irreemplazable para comprender el mestizaje y el tipo de relaciones que se desarrollaron.
Claro, los admiradores de don Lucio V. experimentaremos en la sala 4 la intensidad de la presencia de los ponchos de tres figuras cruciales decimonónicas: el suyo propio, que el cacique Mariano Rosas le regalara para sellar una hermandad y ponerlo a resguardo de sus propios hombres, junto a los del Gral. San Martín y Calfucurá. Un lujo hallarse frente a estas piezas reunidas aquí, provenientes del Museo Histórico Nacional y del Ricardo Güiraldes, de Areco.
Muchos ponchos más se exhiben en la sala. La variedad enorme en los ornamentos, los diseños , los lenguajes cifrados en la lana, apabullan y descubren un mundo de sensibilidad exquisita. Cada grupo que habitó esta suerte de confederación de pueblos indígenas desarrolló un estilo propio y la exhibición lo evidencia con certeza. A pesar de la notoria falta de epígrafes claros para muchas piezas, otra cuestionable decisión en la puesta. Probablemente este lugar autónomo de Benedit con respecto al guión, ocurre debido a la ausencia de una curaduría sólida que tome las riendas de Las Pampas: arte y cultura. Fue organizada por Claudia Caraballo de Quentin, conocedora y coleccionista. Pero otras voces discurren también, según los distintos ángulos que la muestra abarca. Lo mismo ocurre en el libro editado especialmente para la ocasión, organizado por Caraballo, que contiene un estupendo catálogo de piezas de las distintas colecciones que aportaron a la muestra. En él encontramos varios textos sólidos, pero acaso el más interesante venga de la mano de la sapientísima Ruth Corcuera. Pero aún así, se evidencia como un proyecto que partió de la existencia de piezas a las que se forzó a encajar en un diseño expositivo y en un guión limitados.
Esta ausencia de un desarrollo intelectual entusiasta termina por dejar baches como el borramiento de toda huella de espiritualidad y cosmovisión trascendente en los pueblos pampas. Una omisión imperdonable, ya que niega una estructura, un complejo filosófico al que es necesario asomarse si se desea entender los procesos históricos o artísticos. Al tomar la visita guiada, las responsables nos señalan que el proyecto se propone ceñirse al revelado de un proceso histórico, evitando tanto esteticismos como impulsos interpretativos de este momento distante. No hay propósito de indagar en los mitos, en el universo simbólico. Parecemos hallarnos ya muy lejos y haberse clausurado con candado el posible conocimiento sobre una cultura muy diferente. Lo cual es inexplicable, y aquí se revela la mayor de las falencias de esta muestra. El siglo 19 no tuvo lugar hace 3000 años, los mapuches siguen vivos e integran sus comunidades destacados intelectuales, cuyas voces hubiesen resultado sumamente útiles para que no quede ese siglo con su producción artística aislado y desolado, repitiendo y actualizando en el presente el espejismo del desierto del que la muestra pretendía librarnos. Los videos y proyecciones también resultan operativos a esa visión falsa, ya que muestran el paisaje, el entorno natural, y nunca la continuidad de personas que llevan aún hoy esa cultura adelante. En una de las proyecciones, sí vemos a los araucanos del siglo 19, en la representación de los dibujantes blancos. Pero no hay voces actuales, y pienso en videastas como Jeanette Paillán, poetas como Lionel Lienlaf, y otros tantos artistas y académicos mapuches que viven en Chile, en Argentina y en otras partes del mundo. Por supuesto, no es que resistamos la idea de una muestra que se enfoca en un período determinado. Es que la falta de un diálogo fructífero con el presente, que aparece en aspectos como la omisiones que señalábamos, entre otros, vuelve necesario este acercamiento a un pensamiento que es el que impregnó el corpus artístico exhibido en Proa. El desierto resurge pavoroso.
El diseño de exposición fallido, la falta de profundización en una cultura aún viva, generan un artificio, un travesti cultural que no refleja la irradiación de un pueblo que hoy se expresa con extraordinaria vigencia y fuerza, aquí desaprovechadas. La idea de que Occidente no puede pensar simbólica y conceptualmente en empatía con otra cultura, desmorona la posibilidad que habilitaba la calidad y cantidad de obras de arte. Aunque, en definitiva, sigue resultando muy recomendable visitar la muestra dada la importancia superlativa de algunas de ellas, a las que es estupendo conocer o reencontrar.
Un panorama del contexto social, político e histórico de las pampas en el siglo XIX
El sábado 20 de noviembre, el ciclo Encuentros y diálogos en la exhibición Las Pampas contará con el historiador y docente Raúl Mandrini, un destacado especialista en las culturas de las poblaciones originarias en el territorio pampeano.
Mandrini brindará un panorama sobre el contexto social, político e histórico que posibilitó la producción de las comunidades de las pampas en el siglo XIX. El público podrá recorrer la muestra junto a este destacado especialista y compartir con él sus impresiones.
Las próximas semanas, los encuentros estarán dirigidos por Daniel Molina, Luis González, Teresa Pereda y Luis Pincén.
Raúl Mandrini es profesor de historia por la Universidad de Buenos Aires. Es docente titular en la Universidad Nacional del Centro de la Provincia de Buenos Aires e investigador del Instituto de Estudios Histórico-Sociales. Sus trabajos se han concentrado en la historia de las poblaciones originarias de la región pampeana y sus adyacencias. Además de artículos en revistas y libros, es autor de Volver al país de los araucanos (con S. Ortelli, 1992) y Los indígenas de la Argentina. La visión del “otro” (2004).
Muestra en la Fundación Proa : Las Pampas, el arte y la cultura en el siglo XIX.
Por primera vez se reúnen en una exhibición histórica piezas pertenecientes a la tradición de la pampa y a la Patagonia argentina y chilena. Más de 500 trabajos de platería, ponchos, joyas y objetos de uso cotidiano.
La pampa, esa manera de definir al vértigo horizontal, ha sido descripta muchas veces como un paisaje repetido e igual a sí mismo. Como el vacío fundamental sobre el que se erigió la arquitectura de la patria. Sin embargo, esas visiones olvidan rescatar no sólo la vida social que se desarrollaba antes, durante y después de la llegada de los españoles, sino que niega sus aportes a la cultura. La muestra que se exhibe en la Fundación Proa, en el marco de las actividades del Bicentenario, plantea una resignificación de una geografía que fue, históricamente, un espacio esencial para la creación literaria y política. Basta recordar que los primeros versos de La cautiva, de Esteban Echeverría, se ocupan de describirla: “...el desierto, / inconmesurable, abierto / y misterioso a sus pies / se extiende; triste el semblante / solitario y taciturno / como el mar...”.
“No son artesanías –define Claudia Caraballo, encargada de la dirección general de la muestra–, esa condición implicaría la repetición en serie de un objeto. Esta exposición ofrece obras únicas.” Se refiere a los ponchos, joyas, boleadoras, adornos, rebenques, cuchillos, estribos y cabezadas que componen un mapa de la producción que caracterizó al siglo XIX en Tierra Adentro, que es como se llamaba al territorio que excedía las fronteras militares de la “civilización”. Una región que, con la invasión española, también encontró una manera de afianzar sus costumbres y productos, claro que antes del exterminio. El caballo y las tecnologías funcionaron para reorganizar las emanaciones culturales de ese vasto desierto. No por nada la muestra se llama Las pampas: arte y cultura en el siglo XIX, un señalamiento, no sólo del carácter único que resalta Caraballo, sino un reconocimiento del aura con que los objetos se exhiben al visitante, que se ve transportado a un espacio del que todo lo que se conoce es debido a los pocos testimonios de los extranjeros y criollos –cautivos y visitantes– que sobrevivieron a la oralidad y al tiempo.
Unos maniquíes negros resaltan el esplendor de las joyas que adornaban las ropas y las cabelleras de las mujeres mapuches, esposas de los caciques. Monedas de plata fundida por los hombres que se convertían en símbolos, no sólo de la jerarquía que esas mujeres ocupaban, sino de la cosmovisión de un pueblo. Los pájaros sagrados, los puntos cardinales, el espacio mismo se expresan a través del cincelamiento que se dibuja en las joyas, pero que también se percibe en el material con que fueron realizadas: la plata reproduce el resplandor del sol y origina, según la mapuche, la conexión con el Universo y con lo divino. Joyas que también originaban un particular sonido ante el movimiento de quienes las portaban.
El rol de la mujer se detalla en los utensilios que poblaban las tiendas donde habitaban estos pueblos nómades –aunque luego se fueron asentando al desarrollar la ganadería–. Ollas, cucharas, telares y mantas muestran el rol en la división del trabajo que ocupaban. Dos mantas tehuelches, una de cuero de caballo y otra de oveja, de las únicas cinco en el mundo que se conservan, se muestran en una vitrina y ofrecen una visión del rigor laborioso que empeñaban esas mujeres en la elaboración de las prendas.
Si la mujer era la que se adornaba con plata refulgente y era ama en el hogar, el hombre se ocupaba de la provisión de lo necesario para la vida y de la guerra. Las boleadoras servían para cazar ñandúes, ciervos y pájaros, y para cada animal existía un tamaño de bola y una consistencia. El caballo se incorporó a la vida india a tal punto que hubo jinetes expertos que usaban sus habilidades como un modo de defensa y también para el ataque: para asegurar el triunfo del malón, que proveía de víveres y armas, pero también de cautivas, y era signo de la amenaza del indio”, así como su fortaleza y su valor. A tal fiel acompañante los caciques dedicaban grandes ornamentos en forma de espuelas, rebenques, monturas, estribos, cabezadas hechas en plata. En época de guerra, el caballo era montado por jinetes expertos que no sólo eran diestros en su manejo, sino que podían llevar arrastrando lanzas de más de cuatro metros, como las que se muestran en Proa. Lanzas que, con fuerza y puntería extraordinarias, se tiraban al enemigo que, después de un vuelo tembloroso pero firme, se cargaban una víctima. El caballo era tan apreciado que, al fallecimiento del cacique, era sacrificado y enterrado junto a su dueño, para que lo acompañe más allá la muerte, junto a las joyas y objetos preferidos (también eran sacrificadas las varias mujeres del jefe tribal para que no se perdiera el lazo que los unía aquí en la tierra).
La organización social en Tierra Adentro también implicaba una división política que tenía su propio parlamento. En esas reuniones, el cacique tenía la voz principal, pero de la capacidad oratoria y el convencimiento, que se producía en rondas de discusión que podían durar días, daban cuenta de los problemas y soluciones de la vida en sociedad. El “parlamentar”, forma elevada del ritual de la oratoria, también se activaba a la hora de negociar con el Estado. Lucio V. Mansilla (ver aparte) cuenta en Ranqueles que el parlamento con Mariano Rozas, realizado a través de lenguaraces (intérpretes) duró más de nueve horas. En la exhibición, un círculo de maniquíes emponchados representa al parlamento indio que escucha a su cacique.
Los ponchos forman parte esencial de la exposición. Ponchos pampas, mapuches y, más complejos, los que se elaboraban al otro lado de la cordillera. Ponchos manufaturados y artesanales. Ponchos de telar y ponchos de máquina. Ponchos históricos. Cada diseño es único. “El mapa que las mujeres dibujaban en sus telares es impresionante –destaca Caraballo–: cada línea de color implica cálculos matemáticos infernales que estas mujeres, que carecían de grafía, de estudios y de luz, resolvían para realizar cada prenda.” Algunos ponchos parecen anticipar la moda hippie, dibujados con un estilo que bien podría confundirse con el batik. Los ponchos ingleses, que proveían del producto no sólo a los hombres de campo argentinos, sino que los exportaban desde sus talleres de Manchester y Liverpool a toda América, descollan por una elegancia sin igual, con cuellos que destilan un aire modernísimo. El poncho con el que San Martín cruzó los Andes, el que llevaba puesto (y que conserva el rastro de las batallas) el mítico cacique Cafulcurá. El poncho que le regaló Mariano Rozas a Mansilla acompañándolo con las siguientes palabras: “Si alguna vez no hay paces, mis indios no lo han de matar, hermano, viendo ese poncho.”
El cuadro La vuelta del malón, de Ángel Della Valle –que se expone en el Museo Nacional de Bellas Artes– muestra la imagen de un malón regresando victorioso a tierra adentro, llevando consigo su botín, entre el cual se ve, una blanca cautiva desvanecida. Los signos de la obra son los que marcarían esa dicotomía fundante de la Argentina, la que marca las diferencias entre la civilización o barbarie, división que aún hoy marca los escenarios históricos que transcurrimos. La muestra de Proa propone una excursión a los supuestos territorios de lo indómito, que luego fueron arrasados por el exterminio. Sirve para pensar una región con sus propios elementos civilizatorios y, también, barbáricos. Y para suponer que la dicotomía es falsa porque, lo demuestra nuestra historia, la consigna “Civilización o barbarie” sería correcta si se cambiara la conjunción disyuntiva “o” por la copulativa “y”.<
Ignoradas, olvidadas o desconocidas durante décadas, han sobrevivido hasta nuestros días una cantidad importante de piezas de las culturas indígenas de la frontera pampeana. Los significados de los colores en los ponchos, el idioma de la plata repujada, los símbolos que identificaban a cada cacique, el rito en sus instrumentos musicales y varios enigmas esperan ser interpretados en ellos. Claudia Caraballo de Quentin, sutil y perspicaz coleccionista desde hace años, ha comenzado con ayuda de amigos, historiadores y antropólogos, la delicada tarea de entenderlos. La muestra Las Pampas: arte y cultura en el siglo XIX, de la que es directora general y que se inauguró ayer en Proa, expone objetos de caciques como Namuncurá, Catriel, Foyel, próceres como San Martín y Rosas, plateros, cautivas, mestizos, Lucio V. Mansilla, y la sombra de una economía informal de trueque, regalo y robo durante la guerra entre los blancos y los indios.
Por Maria Moreno
Ni el Parlamento de Budapest con sus cuarenta y cinco kilos de oro en revestimientos, ni la iglesia de Santa Prisca en Taxco con más cantidad aún y sus columnas decoradas con granadas y conchas, ni la cueva de Alí Babá tienen la magnificencia de la última muestra de Proa: Las Pampas: arte y cultura en el siglo XIX. La lata del dato precisa: “más de quinientos trabajos de platería, ponchos y objetos de uso cotidiano pertenecientes a la tradición de las pampas y la Patagonia argentina y chilena de hace dos siglos”. No podía haber estado en mejor lugar, nada de museos especializados, sino un Centro de Arte Contemporáneo, porque lo que la muestra prueba es que hubo una especie de Bauhaus de los pajonales que nunca se vio, como ahora, toda junta. No creo que ninguna otra muestra, ni allí, ni en ninguna otra parte, la emparde, al menos, durante este año.
Leer en esta muestra una mera historia de vencedores y vencidos, sin sus matices, sus negociaciones, sus esencias rotas, sería equivalente a leer Operación Masacre como un policial. La dirección general es de Claudia Caraballo de Quentin (Luigi) y el diseño expositivo de Luis Fernando Benedit. Desde su oficina de la calle Libertador –piso sugestivamente 19 aunque no escrito XIX–, a Claudia Caraballo le gusta explayarse sobre esta patriada de patrimonios sobre cuyo espacio Adriana Rosemberg, la directora de Proa, no dudó un segundo. Para memorizar la muestra, que se inauguró el jueves, usa de machete sus dos libros, Arte de las pampas en el siglo XIX y Platería de las pampas (Ediciones La Rivière); al primero lo editó, al segundo lo coordinó, pero los dos tienen muchos especialistas invitados. Claudia es nieta de Alfredo Hirsch, presidente de Bunge y Born y fundador del Otto Krause –según ella un coleccionista ecléctico, mientras todos compraban sólo impresionistas– y que mereció una sala (la primera a la izquierda) en el Museo de Bellas Artes. También fue el tipo que se le plantó al general Roca para decirle: “Acá hay que hacer elevadores de granos para exportar”. “Pero usted ¿qué edad tiene?”, preguntó el autor de la Campaña al Desierto. “Veintitrés”, dijo el esteta-empresario.
–Además, yo tenía un tío que era coleccionista de cosas criollas. El me regalaba siempre algo: una fusta, un cuchillito. Cuando tuve más o menos 16 años conocí a John Walter Maguire. Era muy amiga de la hija y con ella formábamos parte de un grupo de esos que siempre se juntan los sábados. Y este señor, coleccionista, tenía un cuartito y yo lo veía que estaba siempre haciendo algo. No sabía qué. Un día me invitó a entrar. Fue la primera vez que yo vi cosas que eran muy diferentes a las coloniales. Me acuerdo de unos calzoncillos cribados. Tenía muchas piezas de soga de tendón de avestruz. Fue muy amoroso. Me dedicó su libro Loncagüé sobre la vida y el arte en la llanura: “Para Claudia, de este admirador, para que Loncagüé la acompañe para siempre”.
En las cuatro salas que ocupa la muestra hay series ordenadas de joyas y adornos de mujer, platería y objetos ecuestres, escenas de hogar y del comercio con sus puestas austeras de sillitas, morteros y bateas. Las vitrinas dejan bajarse a tomar agua –como diría el finado Miguel Briante a quien seguramente le gustaría Las Pampas...– en el espacio vacío entre piezas.
–Fijate que hay muchísimos objetos y no dan sensación de abigarramiento –dice el historiador Raúl Mandrini, que colaboró en los libros y la muestra, mientras relojea un mate de plata con tres patas de cobre–. Ya me lo quisiera para mí. Pero a esas bombillas no las usaban todos, eh. En un texto de Armagna, el médico militar francés que anduvo por las pampas y que visitó a Catriel, en las tolderías de Cipriano, dice algo así: “El último día de nguillatun, los caciques y los invitados especiales tomamos mate con bombillas de plata, los demás indios con bombillas de latón”.
La reconstrucción del parlamento podía sugerir un coloquio entre maniquíes o de espantapájaros, pero nada de eso. La luz baja sobre esos soportes antropomorfos de lana negra, de perfil bajísimo tras el lujo de los ponchos –lujo de diseño pero también de símbolos–, no sugiere la cita fashion de una derrota sino la de una conspiración, como la de 1874, en que Namuncurá, Pincén, Baigorrita y Juan José Catriel armaron “el malón grande”.
“Pensé: ¿hacemos una carpa o un toldo? No. Eso es un cacherío. Patricio López Méndez respetó exactamente el diseño de Tato Benedit”, Claudia Caraballo siente que eligió bien.
Es una pegada que a la primera sala la abra un piquete arty de mujeres con lloven ngutroe y tupu (imposible tentar un artículo determinante o indeterminante). Prefiero el que la ficha detalla como “lloven ngutroe: tocado de lana de oveja tejida y bordada, recubierta parcialmente por cupulitas de plata cosidas de factura mapuche; tupu: aguja de plata con disco de círculos concéntricos y centro floral de ocho pétalos”. Le hubiera quedado bien a Victoria Ocampo, que tenía algún rasgo de su antepasada, la india Agueda. Y hubiera matado de envidia a Coco Chanel.
LAS PISTAS DE LOS CACIQUES
Sobre la mesa de mármol grande como una pista, Claudia Caraballo manipula los dos libracos lujosos en donde ha sugerido, coordinado, propuesto, reclamado con esa obsesión de los fanáticos benignos que se disgusta por una mínima manchita y entonces hay que organizar una comisión para convencerlos de que es una cosa de nada, que el resto es monumental. Señala las fotografías y va contando los indicios.
–Yo descubrí que en la platería pampa, sobre todo en la parte del sur del río Colorado, en cosas de mapuches, tehuelches y pehuenches, la presencia del triángulos y la semiesfera repujada. Entonces lo llamé a Aldunate (Carlos Aldunate del Solar, director del Museo Chileno de Arte Precolombino) y le dije: “Carlos, yo necesito entender el kultrum” (el instrumento de percusión mapuche). Entonces, divino, me indicó un artículo sobre el kultrum sin decir que era de él. El triángulo está muy presente porque la parte de arriba del kultrum se forma con cuatro triángulos. Yo no afirmo nunca nada: siempre digo “posiblemente”. Luego empecé a obsesionarme mirando las semiesferas repujadas. Diez días antes de cerrar este libro, me iluminé: ¡si es la parte convexa del kultrum! Acá adentro (señala la imagen de un tamborcito ritual) ellos ponían dos pepitas de oro, dos de plata, dos de trigo, dos de maíz –a mí me dijeron que eran dos, yo nunca abrí ninguno, por Dios que nunca lo hice–: eran signos para que no falte la comida, que no falte el dinero. La platería es muy abstracta, entonces representaron el kultrum en esta semiesfera. Yo digo posiblemente sea. ¿Ves en la agarradera de ese cuchillo los puntos del kultrum?
No, no los miro, me obsesiona la pava de plata batida y burilada (en la muestra y en el libro), tan de entrecasa y de almacén de ramos generales, apenas arañada y con el asa y la perilla de una madera que parece no haber sido sobada hace mucho.
–¿Esta pava? La compré en Saráchaga por cien dólares. Fui con mi marido y dije ¡esto es pehuenche! En todo el borde hay un pequeño puntilleo, ¿ves? No bien tuve mis primeras piezas empecé a hacer comparaciones. Hasta les pedí a mis amigos que me prestasen las suyas para poder estudiar. Todos dicen: “Esta es la colección de Claudia”. ¡No! Tengo amigos sumamente generosos porque me han dejado las piezas por un largo tiempo.
Lo que hacés es empírico. Y por ahora no tenés quién te refute.
–A mí me llamó la atención que nadie me haya escrito para decirme: “Esto no es así”. ¿Cómo empiezo el descubrimiento de estas piezas? Agarré las cuatro cabezadas de Maguire que he visto en lo de él y pensé: “Si Maguire dice que ésta le perteneció a Ramón Platero, ésta a Mariano Rosas, ésta a Vicente Pincén y ésta a Nahuel Payún, y las cadenas y los detalles son diferentes, quiere decir que cada cacique tiene sus diseños: un Nahuel Payún no se va a poner cosas que no sean propias. Porque cada uno tenía un platero o retrafe. Estaba Manuel Virhué, que trabajó para Calfucurá; Ramón Cabral, que también era cacique. Entonces empecé a agrupar los distintos tipos de eslabones (señala una cabezada hecha de semiesferas planas unidas por una argolla) para identificarlos.
La diferencia está en los eslabones.
–Y cada eslabón no se encuentra en piezas de ningún otro.
Entonces el eslabón es el logo. Esa es tu hipótesis.
–Puede que el cacique y los capitanejos usen la misma figura como una camisa de Gap. Pero te quiero contar cómo llego a descubrir que esta cabezada es realmente de Mariano Rosas. Vi ese adorno del capullo de rosa, una flor que no está en la fauna autóctona, como el cardo santo, por ejemplo, que usan mucho. ¿Cómo era posible una rosa? De repente me di cuenta. Una amiga mía, la mujer del embajador Carlos Ortiz de Rosas, tenía un anillo con las armas de familia de los Rosas y aparece la misma rosa que está en la platería. Porque Mariano había sido raptado por Rosas en su niñez, pasó tiempo con él y después se volvió a los toldos, siendo su ahijado.
Una rosa que viene de “Rosas” y no de “las rosas”.
–Y mirá esta flecha para abajo (señala un estribo, unos aros, un cuchillo), es de Pincén. El otro día vino Luis Pincén, si vieras la emoción que sintió.
En una testera hay un rostro de mujer con tocado de plumas de ñandú. Las cadenas van formando v cortas. Claudia Caraballo –que ya no es la chica de 16 años que espiaba los calzoncillos cribados en el cuarto de Maguire– le discute al maestro que sean rayos estilizados, para ella son aves en vuelo, esa recurrencia de la pampa. La cabezada es de Ramón Platero posiblemente.
–Yo veía esta carita acá y me preguntaba ¿va a ir un cacique a la guerra con la imagen de una mujer en la cabezada? Entonces pensé: “Esta debe ser la cabezada que él le hace a la mujer y tiene un tocado de plumas como para decir “blanca”.
Entonces, ¡es Fermina Zárate, la de Una excusión a los indios ranqueles!
Fermina Zárate (cautiva del cacique Ramón el Platero) se quedó en los toldos a causa de sus hijos mestizos, sin culpar a Dios de que la hubieran agarrado los indios, sino a los cristianos que no cuidaban a sus mujeres.
–Mirá esto: ¿dónde hay huevos periformes? Los de ñancul (buteo polyosoma), uno de los pájaros que adoraban. Me di cuenta.
Cada vez que asocia, Claudia Caraballo pone la cara de ¡Eureka! que Sherlock Holmes se negaba a poner –era flemático– cuando deducía por unas huellas en un piso en el que se había volcado creosota que el asesino era rengo.
LA EVIDENCIA ESTA EN LOS PONCHOS
Las imagino montadas de a tres, a lo dama y sobre la misma yegua –mujer principal, hermana, una cautiva– levantando en el galope un humo rosado como en aquella película de Solanas (efecto crepúsculo en la pampa), lloven ngutroe en tirabuzones de plata y tupu tamaño cd de estrellita central, chinas como las que venían zalameras a justificar ante Mansilla las vueltas de los principales de la tribu para mostrarse. Pero hubo también caperas tehuelches que hacían capas de chulengo nonato y las pintaban para cada uno –había de joven, de casada, de viuda, de solterona, de caballo, de perros–, para todos “un nombre dibujo” según el código descubierto por Sergio Caviglia (“animal-pelo-hacia afuera”, “hombre-pelo-hacia adentro”). Y tejedoras mapuches que, entre el corral y el toldo, desarrollaban técnicas más propias del matemático y del geómetra que de la tejedora que no escarda sino que va retorciendo la lana virgen con un palito: el ikat (se hacen ataduras en la urdimbre, hasta 1600, según cálculo para las guardas escalonadas y se cubren con greda que, después de teñir, se quita) y el plangit (se pellizca un poco de la urdimbre y se ata la base fuerte antes de teñir, luego se desata).
¿Cómo calculaban si siempre teñían antes de tejer? ¿A ojo sabio o con regla comprada? La escolástica del poncho habla de “teñido por reserva”. La experta Graciela Suárez menciona tramas múltiples alternadas y secuenciales múltiples, toda una ingeniería en blando. Fui a releer lo que alguna vez me dijo el músico Juan Namuncurá:
–¿Tecnología huinca? No conozco muchas obras occidentales que sean como las de Machu Picchu. En la civilización incaica no hubo artesanos: hubo ingenieros, arquitectos, diseñadores. Pero, claro, el indígena no sabe. Al indígena hay que ayudarlo: “Tome esta beca y haga canastitas”. Pero si vamos a hacer revisionismo, el indígena al que todos consideran un simple artesano está así porque ha habido no sólo un robo de la tierra sino una destrucción en el plano artístico, cultural y científico. Yo siempre voy a comparar con otras culturas que han tenido continuidad, mientras la de nosotros ha sido destruida. Cuando los incas se reunieron para hacer la Puerta del Sol, indudablemente tienen que haber participado un astrónomo, un matemático, un físico... ¿Quién la hizo? ¿Quién la talló? ¿De dónde se trajeron las piedras? Para que toda esa gente se haya puesto a hacer eso de la noche a la mañana tiene que haber habido una escuela, una transmisión de esos conocimientos, que le dieron un formato académico a la usanza indígena. Pero ésa es la gente que fue asesinada: desde ideólogos hasta científicos. Con lo que nos ha quedado estamos empujando para salir adelante de nuevo. Pero durante mucho tiempo era mejor una copa soplada en Venecia que un cerámico de un horno aymará.
Estas comunidades ágrafas de la pampa juntan en sus diseños estética, identidad, amenaza y fe, pero nunca gratuidad. Cada poncho habla como si escribiera pero el código es difícil de interpretar.
–Así como para los caciques la plata no era una riqueza en sí misma sino un elemento de prestigio y cada pieza no sólo es de una gran habilidad técnica sino simbólica, el poncho tenía funciones que excedían lo meramente utilitario –dice Mandrini–. Era expresivo. Significaba poder y protección. Por eso Mariano Rosas le regaló un poncho a Mansilla diciéndole que mientras lo usara, aún en guerra, nadie lo iba a tocar. Para los distintos grupos de la pampa, es un código de adscripción en donde, si bien hay una tecnología común, hay pequeñas diferencias.
El catálogo indica que el poncho de Mansilla está en la sala de arriba junto a uno de San Martín y otro de Calfucurá. No lo creo. En el nº 4 de la revista Las ranas, la mansillista Adriana Amante ha hecho un dossier sobre el general en donde figura una crónica de Miguel Angel Cárcano en que se cuenta que a ese poncho se lo ha comido la polilla. Este debe ser falso, me encocoro, me contagio el arte de la asociación de Claudia Caraballo y, antes de visitar la muestra, consulto la revista. Leo la crónica de Cárcano: “¡Mónica, Mónica! Traéme el poncho de Mariano Rozas”. “¡Miguel Angel!, has de creer que es el único objeto que me queda de aquella gran amistad y extraordinaria empresa (...).” “¡Mónica, Mónica!, traéme el poncho de mi compadre.” “Es la prenda que más quiero, Miguel Angel.”
Mónica aparece en la puerta del escritorio con una caja de cartón atada con cintas de seda blanca. El general se apresura a colocarla sobre el escritorio y desata los moños rápidamente. El poncho está dormido ante tanto papel que lo envuelve. El general lo despierta, lo acaricia, lo toma con ambas manos y levantándolo frente a la ventana va desdoblándolo con cuidado. De pronto vuela de sus pliegues una polilla, después otra, son muchas las que revolotean doradas en los rayos del sol. El poncho suspendido contra la luz aparece cubierto de agujeros luminosos. El general lo estruja entre sus manos. Vuelan las últimas polillas. Hace de él un envoltorio y lo tira sobre el sofá.
–Mónica, Mónica, ¿qué has hecho de mi poncho? ¡El único recuerdo que aún me quedaba de mis pasadas hazañas está destruido!
¡Proa, te agarré! ¡Este poncho no puede ser el legítimo! Camino a la muestra y voy paladeando mi triunfo, pero me detengo en los ponchos ingleses de tejido industrial con tramas de William Morris, en los Poncho Patria que también eran ingleses y usaban los blandengues.
Ni miro el poncho que Mariano Rosas le regaló al general Mansilla. Leo: “Poncho con laboreo realizado en faz de urdimbre. Actualmente carece de flecos, y no se puede determinar si los tuvo porque en el borde de urdimbre se le ha cosido un ribete de una cinta de algodón. El borde de la boca también presenta un ribete cosido. Según documentación, podrían ser ribetes de protección adornado por el propio Mansilla, aunque la calidad de las cintas utilizadas es diferente. Se han realizado numerosas reparaciones, incluyendo retejidos” (las itálicas son mías) .¡Ah, bueno! ¡Es él! Todo coincide. Sigo leyendo: “Estos últimos (los retejidos) se hicieron por el derecho de la prenda (éste está claramente determinado por las terminaciones trenzadas del llancal) dejando allí bordes e hilos sueltos, lo que nos indicaría que fueron realizados por una persona que ignoraba las convenciones de uso de la pieza”. ¡¡¡¡Mónica, Mónica!!!!
LA PLATA DE ABAJO
Dice Mandrini que cada pieza ha sido comprada, conseguida, regalada o robada. Que el comercio con la Araucaria era fluido, que de ahí venían monedas, plata en barra y chafalonías que se cambiaban por ganado. La frontera era tutti frutti. Ramón Cabral (El Platero) era hijo de cautiva, Panguithruz Güor se hizo Mariano Rosas y gaucho de lujo. La tecnología huinca llegó hasta las mismas trutrukas, esos instrumentos de sonido tristísimo que acompañan la densidad monótona del kultrum en las rogativas: si antes eran de caña calentada, ahora son de manguera revestida con lana de colores. ¿En dónde terminan ellos? ¿En dónde terminamos nosotros?
Pero no es lo mismo vender o regalar que haberse quedado en bolas. Ramón el platero fue sacado de Carriló y convertido en teniente coronel de indios; en 1882 formó parte de la expedición que fundó Victorica. Murió en La Blanca, bautizado en rigor mortis, lejos de sus fuelles fabricados con la panza seca de una vaca y cuyos picos estaban hechos con el caño de una carabina recortada. El gran Inacayal, “salvado” por el perito Francisco Moreno, murió en el Museo de La Plata, donde custodiaba las calaveras de otros guerreros de su raza (pasó sus años de cautiverio borracho y saludando al sol con el torso desnudo mientras murmuraba en su lengua y en pena porque sus mujeres eran sirvientas del huinca). Ignacia y Ramona Rosas, sobrinas tataranietas de Mariano, que todavía viven, ¿vendrán a reclamar el poncho? No, si ya era de Mansilla, lo único que le quedaba de sus hazañas.
Claudia Caraballo: “Cabe decir que la mayoría de estas piezas están todavía enterradas. Yo estoy convencida de que sí. Cuando se aran los campos aparecen boleadoras, pero los enterratorios están tres metros más abajo. De vez en cuando aparece alguien y dice: “Yo sé en qué parte de la pampa están... Pero a esto no lo digas”.
La pampa entonces no era esa ausencia de acontecimientos que decía el filósofo Vicente Fatone: es civilización en tesoros que llevan escrito a través de joyas y enseres el nombre en símbolo de la gente de Caulamantu, Nau Payán, Relmo, Pichún, Melideo, Raiman, Jacinto, Cristo, Pichún Gualá, Painé, Namuncurá, Catriel, Foyel y siguen los nombres.
Las Pampas: arte y cultura en el siglo XIX
Fundación Proa (Av. Pedro de Mendoza 1929, La Boca)
Hasta el 4 de enero de 2011
www.proa.org
A partir del 4 de noviembre, Fundación Proa presenta Las Pampas: Arte y Cultura en el Siglo XIX, un conjunto único de piezas reunidas por primera vez en el marco de una histórica exhibición. Más de 500 trabajos de platería, ponchos y objetos de uso cotidiano son apreciados en la exhibición por su extraordinario capital artístico, el valor de la artesanía en plata y los diseños textiles. Bajo la dirección general de Claudia Caraballo de Quentin y con el diseño expositivo de Luis Fernando Benedit, Las Pampas… nos permite comprender la diversidad y riqueza de aquella escena histórica a través de la contemplación de piezas ineludibles en la conformación de una iconografía de las pampas.
Museos públicos y colecciones privadas integran el patrimonio que permite reconstruir los usos y costumbres de una época. La historia, visitada desde la estética del presente, jerarquiza los valores de las culturas desde sus objetos artísticos y de la vida cotidiana.
A partir de los relatos de viajeros e intelectuales –como Lucio V. Mansilla–, la literatura permitió siempre comprender ese período. La exhibición Las Pampas… aporta un nuevo relato: a través de la contemplación de los objetos y de su valor estético, nos atrevemos a imaginar un paisaje poblado por caciques a caballo y mujeres enjoyadas dominando la inmensidad de la llanura.
Las Pampas… está organizada en cuatro salas que representan los diversos temas fundantes de nuestra cultura: la mujer, el caballo, la organización social y política, el cacicato, la orfebrería y el adorno como símbolo de poder, junto al poncho con su riqueza de diseños y alusión a las jerarquías. San Martín, Mansilla y el cacique Calfucurá están presentes con sus prendas. El poncho de San Martín, cedido por el Museo Histórico Nacional, propone al espectador imaginar el cruce de los Andes y los sueños cumplidos del prócer, así como revivir el momento en el que Lucio V. Mansilla protegió su vida gracias al poncho regalado por el cacique.
Desde la escena del arte, Fundación Proa propone revisitar nuestra historia y valorar la riqueza y la creatividad que las diversas culturas produjeron en el pasado. Las piezas presentes son imágenes permanentes de nuestro acervo simbólico.
Las Pampas: Arte y Cultura en el Siglo XIX es posible gracias a museos públicos y colecciones privadas que cedieron sus obras para esta exhibición, y al auspicio de Tenaris – Organización Techint.
Sala 1
Las mujeres, fuerza de trabajo y capital político
A partir de la mujer, sus adornos y el diseño de sus joyas, se inicia la exhibición Las Pampas. Las mujeres de los destacados caciques que poblaban el territorio en el siglo XIX ocupan un lugar de importancia. A través de su ornamentación, sus delicadas y sutiles joyas realizadas en plata, conforman símbolos que dieron cuenta del poder económico y el capital político del cacique.
Las piezas de variado y singular diseño eran creadas por un artesanado altamente profesionalizado, inserto en una economía activa. El platero realizaba joyas imponentes que generaban sonidos a partir del movimiento de la mujer, creando una música que era, simultáneamente, alianza y seducción.
La mujer adornaba con numerosas joyas diferentes zonas de su cuerpo, cabeza, cuello y pecho. Este conjunto presentaba una imagen de lujo y poder, y la zona del cuerpo elegida se destacaba sobre todo arriba del caballo que, en movimiento, producía un sensual sonido. Si bien son principalmente de plata, algunos trabajos se realizaban con monedas, cuentas de vidrio de diferentes colores y dedales de origen industrial horadados, entre otros materiales.
Como señala Carlos Aldunate: “Aunque la posesión de objetos de plata aparece como uno de los elementos comunes a todo ajuar femenino durante el siglo XIX, no hay duda que aquellos se encontraban concentrados en poder de los principales lonko o caciques […]. Los viajeros […] describen las interminables procesiones de mujeres que van detrás del cacique, en ceremonias y actos públicos, cuyos pectorales, prendedores, collares, adornos cefálicos, cintas para las trenzas y campanillas, todas de plata, producen un espectáculo y sonido tal, que hacen decir a un alemán: ‘Eran aquello un chinesco de una banda de música de un regimiento’ (Treutler 1861).
“[…] Hay viajeros que insinúan el uso de ciertas prendas por una mujer, tales como ‘anillos de pla-a anchos de cuatro a seis dedos… en los brazos y piernas abajo de la pantorilla’, como indicadores de virginidad (Treuler 1861).” Las joyas acompañaban a la difunta mujer en su tumba: “Eugenio Robles (1942), relata el funeral de una mujer […] donde ‘una de las parientes avanzó ambas manos sobre la fosa, sosteniendo gran cantidad de joyas de la difunta[...]’”.
Las mujeres, por las que se pagaban bienes cuantiosos, constituían –al igual que las cautivas y los niños– la principal fuerza de trabajo: la labor doméstica, la atención de la familia, el cuidado de los rebaños, el suministro de agua y leña, la recolección, el tejido y el hilado eran sus obligaciones. La mujer curtía cueros, confeccionaba enseres y herramientas en madera y debe acarrear las pertenencias. El cacique tenía muchas mujeres; todas ellas vivían juntas y cuidaban de la casa mientras él recorría las pampas con su caballo.
La costumbre de las mujeres de ornamentarse con sus joyas de plata continúa en la actualidad, sobre todo para las ceremonias.
Sala 2
Espacio social y territorio político
En esta sala un conjunto de piezas y objetos de uso cotidiano dan cuentan de las costumbres de los pueblos originarios en las llamadas pampas. Las piezas, confeccionadas en cuero, madera y piedra, muestran la vida diaria en las tolderías en el siglo XIX.
“La toldería fue [...] el ámbito nuclear de la vida social aborigen [...]. El sostenimiento de la vida de la toldería se apoyaba en una activa economía de carácter doméstico o comunal. Es aquí donde se nota más el impacto del largo contacto con la sociedad criolla y la incorporación de elementos de origen europeo y mapuche. En torno a los toldos, el pastoreo de rebaños en pequeña o mediana escala proveía alimento [...] para consumo familiar y distintas materias primas, principalmente cueros y lana [...]. Las tolderías eran el centro de una importante actividad artesanal que, además de cubrir necesidades internas, dejaba saldos para intercambiar”, apunta Raúl Mandrini en Los pueblos originarios de las regiones meridionales en el siglo XIX.
Un círculo de ponchos ubicado en el centro de la sala emula el modo en que se organizaban las asambleas y parlamentos, espacios de discusión y plataforma política de cada comunidad. Mandrini explica: “La institución tradicional y característica de la vida política indígena eran las asambleas, juntas o parlamentos en los que participaban todos los conas u hombres de lanza. En ellas residía, en principio, el poder supremo y les correspondía decidir los asuntos fundamentales, consagrar a los grandes caciques y resolver cuestiones relacionadas con la guerra o la paz.
[…] A mediados de ese último siglo [XIX], eran ya el centro de la vida política y su autoridad e influencia excedían sus tradicionales funciones guerreras. En efecto, aunque carecían de aparatos formales –como leyes escritas, fuerza pública y un aparato administrativo–, los grandes caciques, cuya creciente autoridad se asentaba en el prestigio de su linaje y en el número de conas que eran capaces de movilizar, ejercían influencia determinante en las decisiones fundamentales y las resoluciones de las asambleas. […] La riqueza concentrada por cada cacique se redistribuía a través de la compra de esposas, que implicaban alianzas políticas con otros linajes; de los repartos de licor y los permanentes banquetes con que se agasajaba a los invitados; de la manutención de los allegados, indígenas o blancos que solían vivir junto con él, desempeñaban distintas tareas y lo acompañaban en los malones y las asambleas. Cuanto más generosos se mostraban los caciques, mayores eran, seguramente, su prestigio y la autoridad sobre sus seguidores, cuyo apoyo era esencial a la hora de tomar decisiones en los parlamentos, donde debían demostrar su poder de convencimiento y su autoridad”.
Sala 3
El caballo. Desplazamiento, comercio y poder
La diversidad y sofisticación de los rebenques, las rastras, los cuchillos, los estribos y las cabezadas definen el protagonismo que el caballo adquirió en tierras pampeanas durante el siglo XIX. Así, el hábito de ornamentar subraya el poder y el desarrollo experimentado por el caballo en un territorio en el que antes de su llegada el habitante caminaba por la vasta planicie.
El coronel Juan Carlos Walther describe en su libro La conquista del desierto (1948): “Antes de la introducción del caballo en las pampas, andaban y combatían a pie, pero cuando adaptaron el cuadrúpedo a sus costumbres, se convirtieron en habilísimos jinetes, transformando a los equinos en valiosos auxiliares para la guerra.
Ello les permitió ganar movilidad y rapidez de acción en sus correrías.[…]” “[…] una cosa es el indio de a pie, ese que conocemos a través de los primeros cronistas, y otra el indio a caballo. El indio de las pampas fue el que más resistió a la conquista. Y la causa no reside sólo en su alma indómita, en su coraje, en su despierta codicia, en su connaturalización con la libertad de la llanura. La causa es material: el indio de las pampas era un indio de a caballo. Era jinete. ¡Y qué jinete y qué caballos!”, relata Alvaro Yunque en el prólogo de Fronteras y Territorios de las Pampas del Sur, de Alvaro Barros.
Lucio V. Mansilla escribió en Una excursión a los indios ranqueles, publicado en 1870: “El caballo indio es único. Está entrenado de tal manera que una combinación de mansedumbre, fortaleza y velocidad lo hacen imbatible [...]. Creemos que las extraordinarias características del animal se debieron, en gran medida, al especial respeto que por él sentía el indio [...]. Era antes que nada su amigo.
Alrededor de él creó una verdadera cultura en la que la utilización de la platería estuvo muy vinculada”.
Esa amistad tipificó una imagen de las pampas y el caballo alcanzó un estatuto propio: “Huesos y dientes de caballos acompañan los ajuares funerarios […] mientras en otras partes de América se vivía ya entre sedas y porcelanas de la China”, anota Ruth Corcuera en Herencia textil andina.
En esta sala se exhiben las piezas de platería que utilizaban los caciques para adornar con lujo sus caballos, realizadas por el mismo orfebre que labraba las joyas de sus mujeres. Los plateros diseñaron diversos estilos, con motivos florales en las llanuras y piezas diseñadas con menor ornamentación en la Patagonia argentina y chilena. El caballo, al igual que la mujer, indicaba –según la ornamentación– el estatus del cacique y su jerarquía. Imaginar en el paisaje de la llanura a un cacique arriba de su caballo lleno de joyas seguido por un numeroso grupo de mujeres, con el sonido y el brillo de su platería, pareciera ser una imagen sorprendente que narraron los cronistas de las pampas.
El caballo y la platería modificaron el paisaje y permitieron el comercio con el mundo criollo. Como refiere Raúl Mandrini en Los pueblos originarios de las regiones meridionales en el siglo XIX: “Las relaciones entre ambas sociedades, que habían conocido momentos de extrema violencia y etapas relativamente pacíficas, habían impactado en la vida de los pueblos aborígenes introduciendo entre ellos nuevos productos y bienes, prácticas económicas, sociales y políticas desconocidas, otras creencias y modos de pensamiento, que fueron pronto incorporados y adaptados a sus intereses y condiciones de vida [...] los aborígenes transformaron su economía, su organización sociopolítica y sus sistemas de ideas y creencias.”
Sala 4
El poncho
José de San Martín, Lucio V. Mansilla y el cacique Calfucurá, tres sujetos históricos y tres ponchos atravesados por el espesor de la historia. Estos ponchos junto a un numeroso conjunto proveniente de colecciones privadas integran esta sala, dedicada al producto más característico de la llanura, con piezas pehuenches, pampas y ranqueles tejidas en lana de oveja y ejemplares del poncho inglés realizados en paño.
El poncho que le regalaron al General San Martín durante el cruce de los Andes, facilitado por el Museo Histórico Nacional; el poncho que le regaló el cacique ranquel Mariano Rosas al general Mansilla –mencionado en Una excursión a los indios ranqueles– y otro, que perteneció al gran cacique Calfucurá, cedido por el Museo Gauchesco Ricardo Güiraldes, enmarcan un recorrido exhaustivo por los colores, motivos y diseños de una prenda fundamental en la dinámica social del siglo XIX.
El poncho, simple y elegante, es una prenda masculina realizada por la mano de la mujer. Capaz de cubrir la necesidad de abrigo y posibilitar, al mismo tiempo, libertad de movimientos, es el permanente y fiel acompañante del habitante de las pampas. Existen notables testimonios de viajeros que describen el poncho. Dom Pernetty, en 1760, relata: “En cuanto al vestir de la gente del pueblo [...] llevan en vez de capa una especie de género rayado, con bandas (listas) de diferentes colores, abierta solamente al medio para pasar la cabeza. Este abrigo cae sobre los hombros y cubre hasta los puños, descendiendo hacia atrás y adelante hasta más abajo de la rodilla, teniendo, además, flecos a su alrededor; se le da el nombre de poncho”. Este testimonio nos habla de ponchos de importante tamaño y de rayas, como fueron los primeros que utilizó el gaucho. El pintor y viajero E. E. Vidal (1820) escribe que en el Perú y en Salta “es famosa la manufactura de ponchos y son hechos de algodón, de gran belleza y alto precio; pero los ejecutados por los humildes indios de las pampas son de lana, tupidos y fuertes como para resistir una lluvia grande, los decorados son curiosos y originales, los colores son sobrios, pero duraderos; aunque tienen tinturas de los colores más brillantes, que emplean para otros fines”.
“A comienzos del siglo XIX, el poncho estuvo presente en la preparación de las campañas libertadoras. Durante la época de la independencia, los ejércitos expedicionarios de Ortiz de Ocampo al Alto Perú, Belgrano al Paraguay (y al norte después), y el de los Andes, a su paso por las poblaciones del interior, reciben donaciones consistentes en reales, caballos, mulas, frazadas, cordobanes y principalmente ponchos”, consigna Ruth Corcuera en Herencia textil andina.
Inglaterra era el gran productor textil de la época y exportaba hilados de algodón, lana y variadas telas para la confección de trajes y vestidos. El poncho inglés era una prenda codiciada, sobre todo por los indios, quienes podían cambiar varios ponchos tejidos a mano, de gran valor artesanal, por solo una de estas piezas industriales, cuyo uso fue muy difundido. Si bien algunos de estos ponchos reproducen diseños florales propios de la época victoriana, la mayor parte presenta motivos ajenos a la tradición inglesa. Fabricados para el mercado local, incluyen una enorme gama de tonos marrones o azules, asociados a los colores de la tierra y de los cielos nocturnos: representaciones estilizadas de plumas de ñandú, mantos de gato montés, soles, estrellas, lunas, rayos, motivos llamados ojo de perdiz, grecas y guardas.
El poncho patria, también confeccionado en Inglaterra, tenía cuello y una abertura que se cerraba con botones en el pecho. Posible adaptación de las capas militares españolas, las autoridades criollas los regalaban a los caciques. Su uso también fue muy popular.
“La mujer tiene la obligación imprescindible de hilar y tejer para vestir al marido, a más de proveer de estas telas a sus hijos”, describe Federico Bárbara en Usos y costumbres de los indios pampas (1856).
Bibliografía:
- Clara M. Abal de Russo, Arte textil incaico, Fund. CEPPA, Buenos Aires, 2010
- Ruth Corcuera, Herencia textil andina, Fund. CEPPA, Buenos Aires, 2010
- Ruth Corcuera, Diseños y colores en la llanura
- Juan Carlos Garavaglia, “El poncho: una historia multiétnica” en Guillaume Boccara (ed.), Colonización, resistencia y mestizaje en las Américas (siglos XVI-XX). IFEA / Abya-Yala, Quito, 2002
- Lucio V. Mansilla, Una excursión a los indios ranqueles, Buenos Aires, 1870. http:// es.wikisource.org/wiki/Una_excursi%C3%B3n_a_los_indios_ranqueles
EDUCACIÓN
El Departamento de Educación creó un programa integral especialmente pensado para la exhibición Las Pampas con visitas guiadas, actividades para escuelas, talleres para familias, material didáctico y una audioguía online en español e inglés que se puede descargar desde el sitio web de Proa.
De martes a viernes a las 17 horas y los fines de semana a las 15 y a las 17 horas, se realizan visitas guiadas para público general. Y de manera permanente, un equipo de educadores se encuentra disponible en las salas para dialogar con los visitantes y acompañarlos en su recorrido por la exhibición.
El Programa para escuelas ofrece visitas para estudiantes de los distintos niveles educativos con talleres de producción artística y charlas adaptadas a las necesidades de cada grupo. Además, se organizan encuentros con docentes, visitas e intercambios para dar a conocer la propuesta educativa de Proa.
Todos los martes, los estudiantes y docentes pueden acceder libremente a las salas y cuentan con material en la Librería Proa para profundizar el estudio sobre algunos de los aspectos desarrollados en la muestra.
Las actividades para familias comprenden talleres, actividades didácticas, juegos y espacios de reflexión y creación para chicos y adultos relacionados con los conceptos que xse exponen en Las Pampas...
Para esta exhibición, también se encuentra disponible para descargar desde el sitio web de Proa una audioguía que propone un recorrido interactivo por cada una de las salas, complementando el intercambio que se produce con los educadores.
Consultas: educacion@proa.org / [54 11] 4104 1001
http://proa.org/esp/education.php
Las Pampas: Arte y Cultura en el Siglo XIX
Piezas únicas, provenientes de colecciones públicas y privadas, de gran impacto cultural, representa la cosmovisión de los pueblos originarios que habitaron el territorio argentino. La exhibición se articula alrededor de cuatro ejes temáticos: las mujeres; el espacio social y el territorio político; el caballo, y el poncho.
Entre las piezas destacadas, el poncho de Mansilla, el poncho que los pehuenches le regalaron al general José de San Martín durante el cruce de los Andes, en enero de 1817, y el de factura araucana, que perteneció al gran cacique de las pampas Calfucurá, que encabezó los malones más cruentos en la provincia de Buenos Aires entre mediados del siglo XIX hasta 1872. Los ponchos nombrados son patrimonio del Museo Histórico Nacional y del Museo Ricardo Güiraldes de San Antonio de Areco. La Fundación Proa ofrece visitas para escuelas, familias y público en general.
INFO educacion@proa.org o por teléfono al 4104-1041.
La exposición permanecerá abierta hasta el 4 de enero. PROA, Avenida Pedro de Mendoza 1929, CABA
Son 500 piezas de pueblos originarios asentados en La Pampa, la Patagonia y la región mapuche
En su libro Una excursión a los indios ranqueles , de 1870, el general Lucio V. Mansilla relata cuando el cacique ranquel, Mariano Rosas, le obsequió su poncho pampa, tejido por su principal mujer. Una prenda cuya significación, señala Mansilla en su texto, es para los indios “como el anillo nupcial entre los cristianos”.
Ese histórico poncho se podrá ver en la Fundación Proa, cuando pasado mañana se inaugure la exposición Las Pampas: arte y cultura en el siglo XIX , que reúne 500 trabajos de platería, tejidos y objetos de uso cotidiano, hechos por los pueblos originarios que habitaron La Pampa, la Patagonia y el territorio mapuche, durante el siglo XIX.
Un gran conjunto único de piezas, juntas por primera vez, provenientes de colecciones públicas y privadas, que permite conocer y revalorizar el destacado y complejo patrimonio de estos pueblos.
Se trata de una exposición de “gran impacto tanto histórico como cultural, porque cada pieza es un objeto único, que tiene los signos de la cosmovisión de los pueblos originarios que habitaron el territorio argentino”, señaló a LA NACION Claudia Caraballo de Quentín, directora general de la muestra, en un recorrido previo a su apertura.
La exhibición se articula alrededor de cuatro ejes temáticos: las mujeres; el espacio social y el territorio político; el caballo, y el poncho.
En la primera sala, el público se encontrará con joyas de platería que usaban las mujeres de los caciques, en su mayoría de confección mapuche, que devenían elementos de comunicación simbólica, puesto que revelaban la organización jerárquica y la riqueza de los grandes caciques.
Sigue el núcleo dedicado al espacio social y político, al sur del río Colorado, en el que se despliegan objetos de platería araucana y pehuenche, como otros de uso cotidiano realizados en cuero, madera y piedra. También hay dos mantos tehuelches ceremoniales, de cuero pintado, de los cuales se conocen unos pocos en el mundo.
En la misma sala, además, hallamos un conjunto de ponchos ubicados en círculo que emula la forma en que se organizaban las asambleas.
El diseño expositivo de esta muestra, a cargo del destacado artista argentino Luis Benedit, potencia la riqueza visual y simbólica de las piezas, desde una estética contemporánea.
El recorrido luego se detiene en el caballo y en la riqueza de los diseños de platería pampa y ranquel en rebenques, rastras, estribos, cuchillos y cabezas, que denotan el protagonismo de este animal -que había llegado con la conquista- en tierras pampeanas durante el siglo XIX.
Una de las características de la platería pampa y ranquel son los diseños en torno de la flora y de la fauna.
Cuando llegamos al último núcleo, descubrimos que junto al poncho de Mansilla hay otros dos que compiten en importancia histórica: el poncho que los pehuenches le regalaron al general José de San Martín durante el cruce de los Andes, en enero de 1817, y el de factura araucana, que perteneció al gran cacique de las pampas Calfucurá, que encabezó los malones más cruentos en la provincia de Buenos Aires entre mediados del siglo XIX hasta 1872 cuando fue derrotado por el general Ignacio Rivas en una batalla en la que murieron 200 indios.
Los ponchos de San Martín y Mansilla son patrimonio del Museo Histórico Nacional y, el de Calfucurá, pertenece al Museo Ricardo Güiraldes de San Antonio de Areco.
Pero, además, el público podrá apreciar un impactante conjunto de otras piezas tejidas en lana de oveja, así como ejemplares del poncho inglés. Este último llegó al Río de la Plata a mediados del siglo XIX, especialmente fabricado para el mercado local, y su presencia permite, asimismo, analizar el rol de Inglaterra como potencia exportadora de bienes manufacturados. “Esta agrupación de ponchos es una invitación a los expertos del tejido a investigar sobre el tema”, propuso Caraballo de Quentín.
La Fundación Proa ofrece, además, un programa educativo especialmente pensado para esta exposición, con visitas para escuelas, familias y público en general. Se puede consultar por medio del correo electrónico educacion@proa.org, o por teléfono al 4104-1041.
La exposición permanecerá abierta al público hasta el 4 de enero próximo, en la avenida Pedro de Mendoza 1929.
En su libro Una excursión a los indios ranqueles , de 1870, el general Lucio V. Mansilla relata cuando el cacique ranquel, Mariano Rosas, le obsequió su poncho pampa, tejido por su principal mujer.
Una prenda cuya significación, señala Mansilla en su texto, es para los indios “como el anillo nupcial entre los cristianos”
Ese histórico poncho se podrá ver en la Fundación Proa, cuando pasado mañana se inaugure la exposición Las Pampas: arte y cultura en el siglo XIX , que reúne 500 trabajos de platería, tejidos y objetos de uso cotidiano, hechos por los pueblos originarios que habitaron La Pampa, la Patagonia y el territorio mapuche, durante el siglo XIX.
Un gran conjunto único de piezas, juntas por primera vez, provenientes de colecciones públicas y privadas, que permite conocer y revalorizar el destacado y complejo patrimonio de estos pueblos.
Se trata de una exposición de “gran impacto tanto histórico como cultural, porque cada pieza es un objeto único, que tiene los signos de la cosmovisión de los pueblos originarios que habitaron el territorio argentino”, señaló Claudia Caraballo de Quentín, directora general de la muestra.
4 EJES TEMÁTICOS 4
La exhibición se articula alrededor de cuatro ejes temáticos:
* Las mujeres
* El espacio social y el territorio político
* El caballo
* El poncho
En la primera sala, el público se encontrará con joyas de platería que usaban las mujeres de los caciques, en su mayoría de confección mapuche, que devenían elementos de comunicación simbólica, puesto que revelaban la organización jerárquica y la riqueza de los grandes caciques.
Sigue el núcleo dedicado al espacio social y político, al sur del río Colorado, en el que se despliegan objetos de platería araucana y pehuenche, como otros de uso cotidiano realizados en cuero, madera y piedra.
También hay dos mantos tehuelches ceremoniales, de cuero pintado, de los cuales se conocen unos pocos en el mundo.
En la misma sala, además, hallamos un conjunto de ponchos ubicados en círculo que emula la forma en que se organizaban las asambleas.
El diseño expositivo de esta muestra, a cargo del destacado artista argentino Luis Benedit, potencia la riqueza visual y simbólica de las piezas, desde una estética contemporánea.
El recorrido luego se detiene en el caballo y en la riqueza de los diseños de platería pampa y ranquel en rebenques, rastras, estribos, cuchillos y cabezas, que denotan el protagonismo de este animal – que había llegado con la conquista – en tierras pampeanas durante el siglo XIX.
Una de las características de la platería pampa y ranquel son los diseños en torno de la flora y de la fauna.
Cuando llegamos al último núcleo, descubrimos que junto al poncho de Mansilla hay otros dos que compiten en importancia histórica: el poncho que los pehuenches le regalaron al general José de San Martín durante el cruce de los Andes, en enero de 1817, y el de factura araucana, que perteneció al gran cacique de las pampas Calfucurá, que encabezó los malones más cruentos en la provincia de Buenos Aires entre mediados del siglo XIX hasta 1872 cuando fue derrotado por el general Ignacio Rivas en una batalla en la que murieron 200 indios.
Los ponchos de San Martín y Mansilla son patrimonio del Museo Histórico Nacional y, el de Calfucurá, pertenece al Museo Ricardo Güiraldes de San Antonio de Areco.
Pero, además, el público podrá apreciar un impactante conjunto de otras piezas tejidas en lana de oveja, así como ejemplares del poncho inglés.
Este último llegó al Río de la Plata a mediados del siglo XIX, especialmente fabricado para el mercado local, y su presencia permite, asimismo, analizar el rol de Inglaterra como potencia exportadora de bienes manufacturados.
“Esta agrupación de ponchos es una invitación a los expertos del tejido a investigar sobre el tema”, propuso Caraballo de Quentín.
La Fundación Proa ofrece, además, un programa educativo especialmente pensado para esta exposición, con visitas para escuelas, familias y público en general.
Texto de Laura Casanova
LUGAR: Fundación Proa
DIRECCIÓN: Avenida Pedro de Mendoza 1929 / Buenos Aires, Argentina
FECHAS: Octubre 29, 2010- enero 4, 2011
Fuente: lanacion.com.ar / fotos: Fundación Proa en Facebook
La exposición de la Fundación Proa, Las Pampas: arte y cultura en el siglo XIX, reúne 500 piezas de pueblos originarios asentados en La Pampa, la Patagonia y la región mapuche. Cada objeto tiene los signos de la cosmovisión de los pobladores de la época.
En su libro Una excursión a los indios ranqueles , de 1870, el general Lucio V. Mansilla relata cuando el cacique ranquel, Mariano Rosas, le obsequió su poncho pampa, tejido por su principal mujer. Una prenda cuya significación, señala Mansilla en su texto, es para los indios “como el anillo nupcial entre los cristianos”.
Ese histórico poncho se podrá ver en la Fundación Proa, cuando pasado mañana se inaugure la exposición Las Pampas: arte y cultura en el siglo XIX , que reúne 500 trabajos de platería, tejidos y objetos de uso cotidiano, hechos por los pueblos originarios que habitaron La Pampa, la Patagonia y el territorio mapuche, durante el siglo XIX.
Un gran conjunto único de piezas, juntas por primera vez, provenientes de colecciones públicas y privadas, que permite conocer y revalorizar el destacado y complejo patrimonio de estos pueblos.
Se trata de una exposición de “gran impacto tanto histórico como cultural, porque cada pieza es un objeto único, que tiene los signos de la cosmovisión de los pueblos originarios que habitaron el territorio argentino”, señaló a LA NACION Claudia Caraballo de Quentín, directora general de la muestra, en un recorrido previo a su apertura.
La exhibición se articula alrededor de cuatro ejes temáticos: las mujeres; el espacio social y el territorio político; el caballo, y el poncho.
En la primera sala, el público se encontrará con joyas de platería que usaban las mujeres de los caciques, en su mayoría de confección mapuche, que devenían elementos de comunicación simbólica, puesto que revelaban la organización jerárquica y la riqueza de los grandes caciques.
Sigue el núcleo dedicado al espacio social y político, al sur del río Colorado, en el que se despliegan objetos de platería araucana y pehuenche, como otros de uso cotidiano realizados en cuero, madera y piedra. También hay dos mantos tehuelches ceremoniales, de cuero pintado, de los cuales se conocen unos pocos en el mundo.
En la misma sala, además, hallamos un conjunto de ponchos ubicados en círculo que emula la forma en que se organizaban las asambleas.
El diseño expositivo de esta muestra, a cargo del destacado artista argentino Luis Benedit, potencia la riqueza visual y simbólica de las piezas, desde una estética contemporánea.
El recorrido luego se detiene en el caballo y en la riqueza de los diseños de platería pampa y ranquel en rebenques, rastras, estribos, cuchillos y cabezas, que denotan el protagonismo de este animal -que había llegado con la conquista- en tierras pampeanas durante el siglo XIX.
Una de las características de la platería pampa y ranquel son los diseños en torno de la flora y de la fauna.
Cuando llegamos al último núcleo, descubrimos que junto al poncho de Mansilla hay otros dos que compiten en importancia histórica: el poncho que los pehuenches le regalaron al general José de San Martín durante el cruce de los Andes, en enero de 1817, y el de factura araucana, que perteneció al gran cacique de las pampas Calfucurá, que encabezó los malones más cruentos en la provincia de Buenos Aires entre mediados del siglo XIX hasta 1872 cuando fue derrotado por el general Ignacio Rivas en una batalla en la que murieron 200 indios.
Los ponchos de San Martín y Mansilla son patrimonio del Museo Histórico Nacional y, el de Calfucurá, pertenece al Museo Ricardo Güiraldes de San Antonio de Areco.
Pero, además, el público podrá apreciar un impactante conjunto de otras piezas tejidas en lana de oveja, así como ejemplares del poncho inglés. Este último llegó al Río de la Plata a mediados del siglo XIX, especialmente fabricado para el mercado local, y su presencia permite, asimismo, analizar el rol de Inglaterra como potencia exportadora de bienes manufacturados. “Esta agrupación de ponchos es una invitación a los expertos del tejido a investigar sobre el tema”, propuso Caraballo de Quentín.
La Fundación Proa ofrece, además, un programa educativo especialmente pensado para esta exposición, con visitas para escuelas, familias y público en general. Se puede consultar a educacion@proa.org, o por teléfono al 4104-1041.
La exposición permanecerá abierta al público hasta el 4 de enero próximo.
Avenida Pedro de Mendoza 1929
Fuente: Fundación Proa y lanacion.com
En su libro Una excursión a los indios ranqueles , de 1870, el general Lucio V. Mansilla relata cuando el cacique ranquel, Mariano Rosas, le obsequió su poncho pampa, tejido por su principal mujer. Una prenda cuya significación, señala Mansilla en su texto, es para los indios "como el anillo nupcial entre los cristianos".
Ese histórico poncho se podrá ver en la Fundación Proa, cuando pasado mañana se inaugure la exposición Las Pampas: arte y cultura en el siglo XIX, que reúne 500 trabajos de platería, tejidos y objetos de uso cotidiano, hechos por los pueblos originarios que habitaron La Pampa, la Patagonia y el territorio mapuche, durante el siglo XIX.
Un gran conjunto único de piezas, juntas por primera vez, provenientes de colecciones públicas y privadas, que permite conocer y revalorizar el destacado y complejo patrimonio de estos pueblos.
Se trata de una exposición de "gran impacto tanto histórico como cultural, porque cada pieza es un objeto único, que tiene los signos de la cosmovisión de los pueblos originarios que habitaron el territorio argentino", señaló a LA NACION Claudia Caraballo de Quentín, directora general de la muestra, en un recorrido previo a su apertura.
La exhibición se articula alrededor de cuatro ejes temáticos: las mujeres; el espacio social y el territorio político; el caballo, y el poncho.
En la primera sala, el público se encontrará con joyas de platería que usaban las mujeres de los caciques, en su mayoría de confección mapuche, que devenían elementos de comunicación simbólica, puesto que revelaban la organización jerárquica y la riqueza de los grandes caciques.
Sigue el núcleo dedicado al espacio social y político, al sur del río Colorado, en el que se despliegan objetos de platería araucana y pehuenche, como otros de uso cotidiano realizados en cuero, madera y piedra. También hay dos mantos tehuelches ceremoniales, de cuero pintado, de los cuales se conocen unos pocos en el mundo.
En la misma sala, además, hallamos un conjunto de ponchos ubicados en círculo que emula la forma en que se organizaban las asambleas.
El diseño expositivo de esta muestra, a cargo del destacado artista argentino Luis Benedit, potencia la riqueza visual y simbólica de las piezas, desde una estética contemporánea.
El recorrido luego se detiene en el caballo y en la riqueza de los diseños de platería pampa y ranquel en rebenques, rastras, estribos, cuchillos y cabezas, que denotan el protagonismo de este animal -que había llegado con la conquista- en tierras pampeanas durante el siglo XIX.
Una de las características de la platería pampa y ranquel son los diseños en torno de la flora y de la fauna.
Cuando llegamos al último núcleo, descubrimos que junto al poncho de Mansilla hay otros dos que compiten en importancia histórica: el poncho que los pehuenches le regalaron al general José de San Martín durante el cruce de los Andes, en enero de 1817, y el de factura araucana, que perteneció al gran cacique de las pampas Calfucurá, que encabezó los malones más cruentos en la provincia de Buenos Aires entre mediados del siglo XIX hasta 1872 cuando fue derrotado por el general Ignacio Rivas en una batalla en la que murieron 200 indios.
Los ponchos de San Martín y Mansilla son patrimonio del Museo Histórico Nacional y, el de Calfucurá, pertenece al Museo Ricardo Güiraldes de San Antonio de Areco.
Pero, además, el público podrá apreciar un impactante conjunto de otras piezas tejidas en lana de oveja, así como ejemplares del poncho inglés. Este último llegó al Río de la Plata a mediados del siglo XIX, especialmente fabricado para el mercado local, y su presencia permite, asimismo, analizar el rol de Inglaterra como potencia exportadora de bienes manufacturados. "Esta agrupación de ponchos es una invitación a los expertos del tejido a investigar sobre el tema", propuso Caraballo de Quentín.
La Fundación Proa ofrece, además, un programa educativo especialmente pensado para esta exposición, con visitas para escuelas, familias y público en general. Se puede consultar por medio del correo electrónico educacion@proa.org, o por teléfono al 4104-1041.
La exposición permanecerá abierta al público hasta el 4 de enero próximo, en la avenida Pedro de Mendoza 1929.