PHOTOGRAPHY ARGENTINA 1850-2010 - CONTRADICTION AND CONTINUITY

Fisuras (FRAGMENTOS)


Rodrigo Alonso

La fotografía documental como práctica inadecuada
 

En la serie Intervalos intermitentes (1998-2004), RES ensaya una forma voluntariamente opuesta de registrar un acontecimiento crucial en la vida de una persona. En lugar de apuntar su cámara hacia el mencionado suceso, detectar el instante decisivo que lo plasmaría y retratar a su protagonista antes y después del hecho. Los dípticos que resultan de este procedimiento suelen ir acompañados con datos y reflexiones de los fotografiados. Algunas piezas de la serie son particularmente famosas: la del cirujano antes y después de una operación de corazón (Jorge Trainini, cardiocirujano, 2002), la del boxeador antes y después de una pelea (Raúl Balbi, 1999), y la del propio RES que, tras la muerte de su padre, hace entallar una de las camisas de éste para llevarlo sobre su propio cuerpo (La camisa de Jorge Stolkiner, 2002-2009). 

Uno de estos dípticos de Alejandro Dardik, La visita del emigrado (1999-2000) llama especialmente la atención. En él se ve a un hombre registrado dos veces en la misma pose frontal, con algunas modificaciones en el peinado, pero sin mayores diferencias en su presentación general. Usa la misma camisa, la misma barba, y se enfrenta a la cámara con la misma actitud desafiante. Debajo de las dos fotografías se transcribe la siguiente frase:

 

Con el tiempo… la distancia es mayor. Alejandro Dardik: emigrado.

 

¿Cómo se fotografía el exilio? ¿Cómo se plasma en imágenes una distancia que no es sólo geográfica, sino también temporal y emocional?

La fotografía contemporánea es particularmente afecta a registrar situaciones complejas: eventos que se despliegan más allá de las apariencias, que se fundan en mecanismos socioculturales profundos, que exigen atravesar la superficie de las imágenes. Sus productos son un documento de nuestra sociedad, de sus valores y conflictos, aunque muchas veces su objetivo no sea mostrar estas cosas de manera inmediata; lo importante puede no siempre estar a la vista. Y esto hace que el espectador deba complementar las imágenes con una información contextual que a veces es difícil de obtener o que exige ciertos conocimientos más allá de los estrictamente fotográficos. Por este motivo, es muy común que los ensayos fotográficos actuales vayan acompañados de textos, descripciones y todo tipo de informaciones anexas. Los títulos suelen tener una importancia fundamental, en la medida en que son capaces de completar datos que no surgen de la mera observación. En este sentido, muchos proyectos son especialmente discursivos o narrativos, funcionan en una relación complementaria con la palabra y acuden a ella con frecuencia de las maneras más diversas. 

Otra consecuencia inevitable de este proceso es la creciente desconfianza en las imágenes. Si la superficie de la realidad ya no posee la elocuencia que solía tener, si ya no es posible encontrar en ella todas las claves para comprenderla, entonces su captura sobre el soporte fotográfico no parece ser una tarea urgente o necesaria. ¿Pero podría la fotografía prescindir de la producción de imágenes? Para muchos artistas, la fotografía pareciera ser más que nada una manera de señalar la relatividad de lo que se exhibe, o su precariedad. Las imágenes ya no poseen un poder incontestable o la certeza de la evidencia, sino que generan dudas, desconfianza e incluso sospechas.

Otros artistas escenifican las situaciones que quieren retratar, recurriendo a lo que se conoce como fotografía construida. De esta forma, eliminan toda sospecha sobre las imágenes, en la medida en que se sabe desde el comienzo que lo que en ellas aparece ha sido erigido exclusivamente para la mirada del espectador. Pero esta mirada ha dejado de ser el producto de la simple observación, ya que sabemos que lo que se exhibe en las fotografías escenificadas es artificial. Debe ser, por fuerza, una mirada reflexiva, un acto analítico que exige tomar a aquello que vemos como el punto de partida para una consideración meditada sobre la realidad hacia la cual esas fotografías simplemente apuntan.
 

Hi & Low: Una historia a la argentina

Tras el complejo y traumático retorno a la democracia, la Argentina se apresta a adoptar el camino del neoliberalismo. La década de 1980, signada por los esfuerzos del presidente Raúl Alfonsín (1983-1989) por fortalecer a las instituciones públicas, exorcizar los horrores de la dictadura y estimular la confianza en el futuro sin descuidar la memoria, encuentra sus límites en la incapacidad gubernamental para estabilizar la economía. La solución pareciera venir de la mano de Carlos Saúl Menem (1989-1999), quien implanta una política económica anudada a la moneda norteamericana, sosteniendo la paridad 1 peso argentino = 1 dólar, a través de la venta de las empresas y los recursos del Estado. La ansiada estabilidad financiera viene de la mano de la dilapidación de los bienes públicos, aunque esto sólo demostrará sus consecuencias más trágicas algunos años más tarde, cuando se desate la crisis económico-financiera de diciembre del 2001 que prácticamente lleva a la quiebra al país. 

En cuanto a su composición social, la Argentina se caracteriza por la fortaleza de su clase media trabajadora. Pero durante los noventa, florece la especulación financiera, las industrias merman y se restringen muchos derechos laborales. Como consecuencia se produce una brecha entre una clase acomodada de fortuna relativamente reciente –nuevos ricos – y una clase trabajadora pauperizada, con crecientes dificultades para sostener un estado de bienestar, y ni hablar para mejorarlo. Diferentes marcas sociales y culturales dan cuenta de esta transformación. La aparición de los barrios privados o countries es una de ellas. Estos distritos exclusivos, destinados a una población de altos recursos, que ofrecen seguridad e intimidad lejos de las amenazas de las grandes ciudades, se multiplican rápidamente en las zonas aledañas. En su interior, la vida transcurre en medio de las comodidades que puede asegurar el dinero.

Mara Facchin señala el carácter artificial de estos barrios en su serie Countries (1998). Utilizando programas de diseño arquitectónico, construye imágenes idealizadas de estos lugares con precisión hiperreal. El resultado pone de manifiesto hasta qué punto ese deseo de protección y simpleza descansa sobre fachadas engañosas y estructuras vacías. En A puertas cerradas (2012), el Colectivo Sub explora la intimidad de los habitantes de uno de estos barrios privados. Sus vidas cotidianas –junto a sus sirvientes y al personal de servicio del establecimiento– desfilan ante las cámaras de los fotógrafos configurando escenas que son, al mismo tiempo, exclusivas y banales. Con el estilo neutro y publicitario de las revistas dedicadas a las celebridades, las imágenes exhiben acontecimientos en gran medida anecdóticos, acompañadas por descripciones que le confieren un carácter narrativo y las aproximan al terreno de la ficción. 

La década del noventa es, asimismo, el período en el que surgen y se multiplican las revistas dedicadas a mostrar la vida de los ricos y famosos. En este marco, Alejandro Kuropatwa presenta en 1997 la exposición Familia en el Centro Cultural Ricardo Rojas. En ella toma a la pareja compuesta por el futbolista Alberto Tarantini y la modelo Pata Villanueva, junto a sus hijos, como eje de una reflexión sobre los lazos familiares –y por extensión, de los vínculos sociales– en los tiempos de mediación del capital. En todas las fotos, la familia aparece fragmentada y el foco de atención se orienta hacia unos billetes que suelen asomar. Al respecto, el artista declara: “Para mí Familia no es un estudio sobre la frivolidad sino sobre la desesperanza”. 

Aunque no se suele identificar a los noventas con una producción de rasgos distintivamente políticos. lo cierto es que éstos no están en absoluto ausentes en el trabajo de los artistas de este periodo. Y quizás sea en la fotografía donde aparecen de manera más clara. Para la instalación de 1993 Imagen pública, altas esferas , Liliana Maresca y Marcos López construyen un dispositivo visual en el cual la primera posa desnuda sobre las efigies de los personajes mediáticos del momento. El frágil cuerpo de la artista contrasta con la potencia de las imágenes que la rodean, entre las cuales se encuentran un militar acusado de torturas, una funcionaria corrupta y un cuestionado empresario de los medios de comunicación. Helen Zout recoge otras imágenes conflictivas que involucran al cuerpo en su serie Las máscaras (1989-2000), en la cual retrata a niños que viven con el virus HIV. La misma lleva ese título debido a los diferentes elementos que obturan los rostros de los fotografiados, cuya exhibición pública se encuentra prohibida. 

El proyecto Buena memoria (1997), de Marcelo Brodsky, dirige su mirada hacia el cuerpo social. A partir de una fotografía de sus compañeros de la escuela secundaria, el artista emprende una investigación sobre el destino de los retratados que lo lleva a vincularse con uno de los momentos más oscuros de la historia del país. Brodsky fue alumno del Colegio Nacional de Buenos Aires, uno de los más prestigiosos de la Argentina, del cual han surgido grandes intelectuales y personalidades vinculadas a la política. Su generación fue una de las más golpeadas por las persecuciones y los desmanes de la dictadura militar. De este punto de partida, el proyecto aborda las desapariciones, las muertes y los exilios desde una perspectiva al mismo tiempo personal e histórica, exaltando la espesura y emotividad que laten en lo profundo de un documento.

 

Las huellas y los rastros de un país

A la presidencia de Carlos Saúl Menem sigue un gobierno de la oposición liderado por Fernando de la Rúa (1999-2001), que no logra terminar su mandato. A pesar del deterioro constante de las reservas del país, De la Rúa pretende sostener la paridad de la moneda local con el dólar, con el fin de prolongar los aparentes logros económicos del gobierno anterior. La situación se hace insostenible, y en diciembre de 2001 el ministro de Economía Domingo Cavallo anuncia la retención de todos los ahorros en dólares que se encuentran depositados en los bancos, la elevación del precio de esta moneda a 3 pesos argentinos y la conversión automática de los mencionados ahorros, que pierden las dos terceras partes de su valor. La medida genera una de las crisis económicas más profundas en la historia de la Argentina y protestas masivas en las calles, que son reprimidas por la policía dejando un saldo de 39 muertos (entre ellos, nueve menores de edad). También produce saqueos en negocios, sublevación política, desesperanza y violencia civil. Como consecuencia de estos hechos, el presidente de la Nación abandona su cargo, y al conflicto económico le sigue uno institucional que deja al país en la zozobra. 

En las noches de los saqueos del 11 y 12 de diciembre de 2001, Gabriel Valansi recorre las calles registrando las huellas de estos acontecimientos con un dispositivo militar de visión nocturna. Sus espectrales imágenes, casi en los límites de la abstracción, ofrecen una lúgubre semblanza de esos días, aunque prácticamente en las antípodas de aquellas que, explícitas y violentas, se repiten sin cesar en los medios de comunicación. 

Nuna Mangiante dirige su mirada hacia las instituciones bancarias, que son el blanco de los ahorristas estafados. En los días siguientes a los anuncios económicos, las personas que tenían depósitos en dólares atacan con piedras y otros objetos contundentes las fachadas de los bancos que se han quedado con sus patrimonios. Éstos construyen murallas metálicas para protegerse. Pero las murallas son además un símbolo de la indiferencia y el desprecio hacia los ciudadanos y sus conflictos. Mangiante elimina esas murallas en sus fotografías cubriéndolas por completo con grafito. al hacerlo, genera un vacío que horada a las entidades financieras, poniendo de manifiesto la nulidad que representan ahora en la mirada de la gente. 

Algunos años más tarde, la serie Bruma (2007), de Santiago Porter, reflexiona sobre las instituciones, su historia y su monumentalidad. A través de las fachadas de un conjunto de edificios públicos emblemáticos (el Ministerio de Economía, la Casa de la Moneda, un gremio, una escuela, un hospital, entre otros), el autor llama la atención sobre el espacio físico, social y simbólico que estas estructuras gubernamentales representan, y que pareciera deteriorarse al mismo tiempo que su infraestructura envejece. La frialdad de las tomas y la ausencia de personas otorga una atmósfera impasible y silenciosa a las imágenes. La contundencia de las arquitecturas se conmueve ante la evidente fragilidad de los valores que ellas encarnan. 

Este proyecto encuentra un eco, quizás, en otro iniciado por Esteban Pastorino casi una década antes: Salamone (1998-2001). En él, el artista retrata una veintena de edificios públicos monumentales, de influencia art-decó, creados por el arquitecto Francisco Salamone para albergar municipalidades, mataderos y cementerios del interior de la provincia de Buenos Aires. Las tomas están realizadas por el procedimiento de la goma bicromatada, que produce imágenes monocromas, en tonos de grises arratonados. Las edificaciones, distribuidas por toda la pampa, son testigos silenciosos de un pasado pujante que ha quedado atrás; hoy subsisten prácticamente abandonadas y olvidadas por la posteridad a la que estaban destinadas a impresionar. Para Pastorino, el proyecto representa “el fracaso de una utopía de país […] un fracaso que abre una grieta entre la ficción en la que todavía creemos y la realidad que no nos decidimos a aceptar”. Las fotografías poseen una potente carga alegórica. El procedimiento técnico elegido –antiguo y olvidado también– refuerza sus conexiones con ese pasado desdeñado.

Gallos Ciegos, 1988

Graciela Sacco. Bocanada, 1997

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Bruma II. Santiago Porter, 2008

Eva Perón. Annemarie Heinrich

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Procesos de modernización en la fotografía Argentina 1930-1960 (FRAGMENTOS)


Valeria González

La fotografía ingresó en su edad moderna a través de un proceso revolucionario que tuvo lugar principalmente en la Europa de entreguerras. Si durante el siglo XIX los fotógrafos habían supeditado sus pretensiones artísticas a la imitación de modelos pictóricos conservadores, después de la Primera Guerra Mundial se abocaron a experimentar creativamente con los recursos distintivos de la fotografía. Este auto-descubrimiento se materializó en modalidades muy diversas, que abarcan desde las aspiraciones artísticas del fotorreportaje (Cartier Bresson) hasta las innovaciones que tensaban los límites del medio (Moholy Nagy). Dicha revolución no se limitó a la emergencia de nuevos lenguajes fotográficos. De la mano de vanguardias utópicas como la Bauhaus o el surrealismo, la fotografía mutaba radicalmente su función social: ya no quedaría reducida a reflejar las condiciones dadas sino a develarle a los hombres aspectos insospechados de su realidad. Este proceso cuadra a su vez en un discurso típicamente moderno que expresa la concepción de una drástica superación del pasado inmediato, concepción progresiva de la historia que tiende a implicar a su vez una dinámica geopolítica que fluye desde los centros hacia las periferias.

La modernización de la fotografía argentina implicó la absorción de las innovaciones internacionales, a saber, el modernismo europeo. Eso ocurrió a través de una sucesión de fenómenos socioculturales diversos, a través de un lento y complejo proceso acumulativo que rebasa aquel parámetro unívoco emanado de la historiografía de la modernidad europea. No obstante, un relato de ese tipo —cuyo argumento central es la aparición repentina y certera de una fotografía moderna en la Argentina merced al conocimiento directo de la experiencia europea— tuvo lugar en 1935 y continúa funcionando hoy como un auténtico mito de origen. Actualmente, contamos con las herramientas conceptuales para poder precisar las condiciones y los límites de este fenómeno específico y contrastarlo con otras modalidades en las que las prácticas fotográficas argentinas elaboraron sus vínculos con los lenguajes modernos.

1.

En 1935 el fotógrafo argentino Horacio Coppola regresó al país de su segundo viaje de formación a Europa, ya casado con la fotógrafa alemana Grete Stern. Se radicarían de modo permanente en Buenos Aires. Coppola ya formaba parte, desde muy joven, de un círculo selecto de relaciones que incluía figuras de la talla de Jorge Luis Borges y Victoria Ocampo, directora de la emblemática revista Sur, que aglutinaba los intereses de la vanguardia artística y literaria. La llegada del matrimonio, que había tomado contacto con la fotografía vanguardista alemana antes de que sucumbiera bajo el nazismo, fue bienvenida con la inmediata organización de una exposición de sus trabajos recientes en una sala de la editorial. En el número 13 de la revista, publicado por entonces, Jorge Romero Brest celebró la “extraordinaria importancia” de la muestra, a la que calificó como “la primera manifestación seria de arte fotográfico que nos es dado ver”.

Es necesario precisar los límites socioculturales concretos dentro de los cuales una afirmación de este tipo resulta verdadera. La súbita irrupción de una fotografía moderna constituyó un acontecimiento al interior de una élite ilustrada y cosmopolita que carecía de todo contacto con los ámbitos locales en que se practicaba una fotografía artística aún fuertemente anclada en los cánones pictorialistas originados en el siglo XIX. El historiador de la fotografía Luis Príamo afirma que la total desconexión con ese ambiente conservador le ahorró a Horacio Coppola perder tiempo con “influencias desencaminadas”2. Es interesante señalar que a diferencia del caso europeo, la modernización de la fotografía no cobró la forma de un antagonismo consciente hacia ciertos valores establecidos. La muestra en la redacción de Sur no se planteaba en contra de nada. Y, de hecho, más que provocar, pasó mayormente inadvertida por los círculos fotográficos locales. 

En 1936, con motivo de una publicación encargada por el gobierno, Coppola se vio de pronto convertido en el fotógrafo de Buenos Aires y de este modo su trabajo se volvió crecientemente popular, pero a expensas de las aristas más vanguardistas de su trabajo. Sus tempranas tomas de apariencia abstracta (1928), así como las composiciones con objetos que había ensayado junto al profesor Walter Peterhans de la Bauhaus, los cortometrajes experimentales realizados en Europa, o las tomas urbanas altamente fragmentadas y dinámicas publicadas en la revista Sur en 1931-32, demoraron décadas en difundirse, hasta ser plenamente incorporadas en los estudios más recientes sobre el artista. 

El intendente y el secretario de cultura del entonces presidente Agustín P. Justo asistieron a la exposición de 1935 y, sin demora, le solicitaron oficialmente a Coppola un extenso relevamiento fotográfico de Buenos Aires. Evidentemente, la inusitada modernidad de sus cityscapes de las urbes europeas fue percibida como un medio eficaz para difundir una visión progresista de la ciudad y de la obra pública del gobierno (en ese momento estaba por inaugurarse el famoso Obelisco con motivo de la celebración del cuarto centenario de la fundación de Buenos Aires). Ese objetivo propagandístico determinaba la elección de una modernidad dosificada/desafilada, que excluyó programáticamente cualquier imagen donde la investigación formal complicara el significado. 

Esas fueron las condiciones históricas y políticas mediante las cuales aquella irrupción de lo moderno predicada por Romero Brest salió fuera del radio selecto de la élite ilustrada. En una escala más amplia, la década de 1930 marcaría la etapa final del apogeo de aquella élite cultural y su misión modernizadora de corte europeizante. A la larga, enraizado en la dicotomía sarmientina entre “civilización” y “barbarie”, ese ideal cosmopolita se había fraguado de la mano de un modelo económico agroexportador y del liderazgo político de las clases terratenientes3. Dependiente de las coyunturas del mercado mundial, dicho proyecto económico entró en crisis luego del crack de 1929, y el Estado argentino se vio obligado a encarar una política proteccionista de industrialización por sustitución de importaciones. A partir de 1945, con el peronismo en el poder, el impulso industrialista se intensificó en el marco de una política “nacional y popular”. Resulta sintomático, como ha señalado Gabriel Pérez Barreiro, que las vanguardias concretas rioplatenses que emergieron en la posguerra marcaran un cambio sociocultural: aun tratándose de círculos minoritarios que poco tenían que ver con la cultura oficial del peronismo, estos artistas de clase media prescindían, por primera vez, del “obligado” viaje a Europa. 

Entretanto, también aquella Europa que había sido la meca de la cultura moderna dejaba de existir. Con el ascenso de gobiernos totalitarios, las vanguardias artísticas sucumbían bajo la represión política o la manipulación propagandística. Entre los campos de exterminio y el estallido de la Segunda Guerra Mundial, el Viejo Continente, más que recibir, expulsaría oleadas de emigrados hacia el otro lado del océano. 
 

2.

Entre los inmigrantes que huyeron de Europa y llegaron a la Argentina en busca de un nuevo horizonte de vida había varios fotógrafos. Ellos formaron parte de otro proceso de modernización, que entre los años 30 y los 50 se desplegó a un ritmo menos intenso pero más extenso que el descripto anteriormente. Para comprenderlo es importante recordar que en este país el desarrollo de un arte fotográfico venía dándose sin ningún respaldo institucional, y prácticamente sin ningún conocimiento acerca de los avances de la fotografía internacional.

El crecimiento del circuito fotográfico local a partir de los años 30 estuvo enmarcado por la conformación de una red de prácticas y de ideas que hoy conocemos como fotoclubismo. En 1936 se fundó el Foto Club Argentino, la primera agrupación independiente surgida con el objetivo especifico de nuclear los intereses por una fotografía artística. Hacia 1938 ya existía un organismo federativo para agrupar las abundantes entidades diseminadas en todo el país y en 1945 se creó el Foto Club Buenos Aires. Cuando surgieron, los foto-clubes fueron un fenómeno muy importante, pues en la Argentina la fotografía artística no tenía ningún respaldo oficial, ni tampoco existían lugares formales dónde aprenderla. Estas entidades autogestionadas respondieron —y de algún modo suplieron— dicho vacío institucional. Junto al desarrollo de algunos medios especializados (en 1938 la nueva revista Fotocámara se sumó al ya existente Correo Fotográfico Sudamericano) estimularon la difusión de herramientas técnicas y estéticas para el desenvolvimiento autodidacta de la profesión. Este circuito en formación propiciaba la conservación de los cánones pictorialistas que habían tenido su apogeo en Europa y Norteamérica hacia 1900. Ya en los años 30, dicha concepción del arte fotográfico corría el peligro de tornarse cada vez más anacrónica e ingenua, en un contexto marcado por fuertes transformaciones sociales y por la creciente masificación del consumo de bienes y de imágenes. A la larga, sin embargo, es probable que esa línea estética que reconocemos bajo la categoría genérica de fotoclubismo haya hecho más por paralizar el gusto popular del público en general que por alentarlo a abrazar los desarrollos vanguardistas que se estaban produciendo en ese mismo momento en la fotografía moderna argentina. 

Es por haber despertado las inquietudes modernas desde el interior de este ambiente conservador que hoy reconocemos la trascendencia de los fotógrafos que en 1952 fundaron el grupo La Carpeta de los 10. En efecto, a diferencia de Horacio Coppola, quien antes de viajar a Europa no había tenido ningún tipo de contacto con el ambiente de la fotografía local, ellos ya estaban insertos en el medio cuando en 1952 decidieron formar aquel primer grupo independiente de espíritu crítico. El despegue del letargo de la fotografía argentina no fue producto de un impacto revolucionario como quería Romero Brest, sino de la paciente acumulación de fricciones entre tradición y modernidad provocadas por las obras, las palabras y las acciones de un puñado de protagonistas.

La biografía de la mayoría de los integrantes de La carpeta de los 10 evidencia rasgos identitarios comunes. Muchos de ellos de familias judías, habían emigrado hacia Argentina desde Alemania (Annemarie Heinrich, Max Jacoby), Rusia (Anatole Saderman), Hungría (Georges Friedman, Alex Klein), Polonia (Boleslaw Senderowicz) o Austria (Fred Schiffer), en fechas cercanas al ascenso del nazismo o la Segunda Guerra Mundial. No formaron parte de la elite intelectual argentina. Tanto ellos como los integrantes nativos o de ascendencia italiana que también formaron parte del grupo (Eduardo Colombo, Pinélides Fusco, Juan Di Sandro) eran profesionales de clase media y necesitaban trabajar para vivir. Por esa razón se integraron rápidamente a los circuitos de la fotografía local. 

Algunos de ellos se dedicaron al fotoperiodismo, como Juan Di Sandro, que trabajó hasta 1976 para el diario La Nación, o Eduardo Colombo, colaborador de revistas como Vea y Lea y O Cruzeiro Internacional, que siguiendo el nuevo modelo de la norteamericana Life, otorgaban a la imagen fotográfica un lugar protagónico. Otros establecieron estudios orientados a la fotografía publicitaria (como Boleslaw Senderowicz) o destinados a satisfacer la demanda privada de un género siempre lucrativo: el retrato.

La trayectoria de Annemarie Heinrich ilustra a la perfección la dinámica de esta modernización que se fue filtrando lentamente al interior de los géneros tradicionales, porque, de todos, probablemente haya sido el retrato el que más fuertemente atado estaba a los convencionalismos. Obedeciendo más al imperativo de pertenencia sociocultural de sus clientelas que a la inquietud artística, las transformaciones en el retrato seguían el pulso de la moda. En la década de 1930, cuando Heinrich comenzaba a trabajar en estudios comerciales, los códigos de pose y de puesta en escena y los recursos de postproducción estaban fuertemente influidos por el estilo glamour popularizado en las revistas de cine. Ella se convertiría en la maestra del género, al lograr purificar, con firmeza y sobriedad compositivas, un lenguaje que, en otras manos, resultaba fláccido o empalagoso. 

En efecto, para promocionar la fotografía como un arte moderno y desterrar los resabios retrógrados del pictorialismo, la principal batalla debía ser librada contra los asentados estudios de ventas de retratos, contra aquellos que, satisfechos por su ingreso económico, dejaban dormir su creatividad. En su manera de pensar y trabajar, aquel grupo de fotógrafos confiaba en que, en manos de los artistas, los avances en la fotografía “por encargo” y las investigaciones personales eran parte del mismo proceso de modernización. En última instancia, latía aquí todavía la convicción ideológica más importante de vanguardias como la Bauhaus, que buscaron barrer con las jerarquías estéticas y éticas que separaban al arte de la función social.

Construcciones y deconstrucciones: reconsiderando la fotografía documental en Argentina y más allá(FRAGMENTOS)
Idurre Alonso

Ciudad e infrastructura como modelo de progeso

La llegada de la fotografía a América Latina en 1839 fue seguida en las siguientes décadas por un gran crecimiento y transformación en las ciudades capitales, como Ciudad de México, Buenos Aires y Río de Janeiro. Así, la formulación de un concepto de modernización en la región fue encarnada por los cambios ocurridos en sus entornos urbanos. Hay numerosos ejemplos de producción fotográfica enfocada en las grandes expansiones urbanas en Argentina y en otros lugares de América Latina. Las agencias gubernamentales encargaban álbumes para promover una imagen de progreso propugnadas por sus reformas. Ramón Gutiérrez y Patricia Méndez señalan que “con el propósito de mostrar las ‘modernidades’ que se estaban construyendo en nombre del progreso, los gobiernos de ese entonces encontraron en este formato el más adecuado para ejemplificar gráficamente la realidad que los beneficiaba. Contrataron a fotógrafos conocidos para demostrar su buena gestión. Los fotógrafos se volvieron la mejor promoción de su proyecto político e ideológico”. En 1885, la administración de Torcuato de Alvear, el primer intendente de Buenos Aires, encargó a Emilio Halitzky la documentación de las renovaciones de la ciudad. El álbum fue titulado Mejoras en la capital de la República Argentina. Más tarde, a comienzos del siglo XX, Augusto Malta se transformó en el fotógrafo oficial de Río de Janeiro, nombrado por el alcalde de la ciudad, Francisco Pereira Passos, conocido como “el Barón Haussmann tropical”, el hombre responsable de la impresionante transformación de Río. Las miles de fotografías de Malta tomadas entre 1903 y 1936 destacan los logros de la administración de planeamiento urbano de Río. 

Las nuevas infraestructuras —la construcción de ferrocarriles, puentes, y puertos— se prestaban como ejemplos perfectos para las tempranas imágenes icónicas de progreso. Varios álbumes de imágenes de estos desarrollos fueron encargados por compañías privadas con la intención de usarlos para promover sus logros comerciales. El álbum argentino Ferrocarril Central Entrerriano (1865, imagen 6), de autor desconocido, representa la construcción de tramos específicos de ferrocarril ejecutados por una compañía que pertenecía al gobierno provincial, probablemente entre los ríos Paraná y Uruguay. Oraciones cortas con información técnica y números de kilómetros acompañaban las fotografías de nuevos trenes y puentes rodeados de paisajes llanos y secos. En México, las obras durante el gobierno de Porfirio Díaz (1876-1919) del Puente Metlac, sobre el que pasaban trenes en su camino entre Veracruz y la ciudad capital, se volvieron un símbolo de la modernización del país durante el porfiriato. El puente fue representado innumerables veces a fines del siglo XIX y a comienzos del XX por C.B. Waite (figura 38), Alfred Briquet y Hugo Brehme. En contraste con el álbum argentino, las imágenes del Puente Metlac se acompañan de un paisaje montañoso y jungloso. Sin embargo, en ambos casos el tren simboliza el arribo de la modernidad a las áreas agrestes y aisladas del país.

Las características formales de la fotografía temprana de paisajes urbanos e infraestructura estaban todavía ancladas en las convenciones de la pintura del siglo XVIII y el grabado. La paradoja de producir imágenes de un “país modernizado” sin utilizar un lenguaje visual moderno no será resuelta hasta los años veinte y treinta con la aparición de enfoques modernos y de vanguardia en el medio. Esta compleja y asimétrica llegada de la modernidad a América Latina ha sido analizada por Néstor García Canclini y otros académicos. Canclini acuñó el concepto de “heterogeneidad multitemporal” de la cultura moderna en América Latina, “en el que la modernidad rara vez operaba a través de la sustitución de lo tradicional y lo antiguo”. Por lo general, a comienzos del siglo XX, la producción cultural en América Latina era más avanzada que las estructuras socioeconómicas y políticas, y esa brecha produjo varias contradicciones.

Una vez que la modernidad se estableció entre los fotógrafos de Argentina, la ciudad de Buenos Aires se volvió un tema estético importante, generando la iconografía de la identidad argentina moderna. En 1935 Horacio Coppola, por encargo de la ciudad de Buenos Aires, produjo algunos de los paisajes urbanos más icónicos en América Latina para un libro que fue publicado el año siguiente bajo el título Buenos Aires 1936. Visión Fotográfica (imágenes 85, 86, 95). Coppola fue exhaustivo y sistemático, moviéndose desde el centro a la periferia de la ciudad. Sus fotografías, junto con la película de la construcción del Obelisco realizada en conmemoración del 400 aniversario de la fundación de la ciudad (Así nació el Obelisco, imagen 84), retrataban a Buenos Aires como una capital nueva, vibrante y cosmopolita a la par de las capitales europeas. No obstante, estas imágenes altamente modernas contrastaban con el medio intelectual de la época, que mezclaba de forma despareja ideas de vanguardia con nociones tradicionales.

En contraste con Coppola y sus imágenes celebratorias, se encuentra la fotógrafa Lola Álvarez Bravo y su fotomontaje Anarquía arquitectónica en México (1954, figura 39). A fin de generar esta imagen, Álvarez Bravo trabajó un fotomontaje anterior conocido como La capital de la república mexicana (1946) agregando varios rascacielos, un cielo más oscuro, y una serie de puentes cruzando lava volcánica. La primera fotografía había sido usada en una publicación de 1946 producida por el gobierno de la ciudad, Siete años de actividad nacional. Secretaría de Gobernación, y la segunda versión de Álvarez Bravo apareció en la tapa de una edición de 1955 del periódico de arquitectura, Arquitectura/México, editado por Mario Pani, una de los arquitectos modernos más importantes de México. Estos dos contextos diferentes y el cambio en el título ejemplifican los varios significados que una imagen puede transmitir dependiendo de su contexto específico y descriptivo. La publicación de 1946 era un mensaje auto-congratulatorio de progreso, mientras que la versión de 1954, incluso cuando hasta cierto punto destacaba la planificación urbana moderna de México, asumió una mirada crítica. La connotación peyorativa de la palabra anarquía, el uso mismo de la técnica del fotomontaje y su sensación cacofónica, así como la inclusión de elementos desordenados adicionales, transmiten el aspecto caótico del crecimiento de la ciudad y de algún modo reconocen el fracaso del proyecto modernizador. Así, esta obra anticipaba las miradas críticas de la modernidad desarrolladas más tarde por artistas contemporáneos.

 

CAMINO A LA (DE)CONSTRUCCIÓN

En 1966 Eduardo Costa, Raúl Escari y Roberto Jacoby crearon la obra de arte Happening para un jabalí difunto (figura 40). Esta pieza consistía en enviar a los medios una crónica sobre un happening que nunca había ocurrido. Incluidas en la crónica había trece fotografías de un evento de arte. Siguiendo ideas del periodo relacionadas al arte conceptual, esta acción llevó a un extremo la desmaterialización de una obra de arte: era una pieza conformada desde su propia inexistencia. El happening utilizaba la capacidad de los medios masivos para la amplia diseminación como una herramienta artística, mientras que al mismo tiempo se expresaba críticamente hacia la prensa al subrayar su potencial para producir y distribuir mentiras. Daniel Quiles se refiere a este happening como una “paraficción” con la intención de “llamar la atención sobre la facilidad con la que falsedades pueden (y habían sido) ser circuladas vía ese substrato [los medios]. Aquí la protesta política es sinónimo de arte y crítica de medios”. El componente fotográfico de la pieza era un elemento clave, dada su asociación como “prueba” y “verdad”. Así, la obra claramente apuntaba hacia las fisuras existentes en la aceptación de la fotografía como un espejo inequívoco de la realidad.

Tales procesos de desmaterialización y cuestionamientos sociopolíticos y ontológicos estaban presentes en muchas obras de los sesenta y setenta. En las décadas posteriores, los artistas han persistido en la idea de romper con los mensajes oficiales de modernidad a través de generar actitudes críticas y analíticas hacia la realidad. Se pueden señalar numerosos proyectos fotográficos en América Latina enfocados en resaltar las fallas de proyectos políticos nacionales y que enfatizan el fracaso de utopías modernas a través de imágenes deconstruidas. Estas respuestas críticas a los discursos oficiales, que podrían llamarse post-nacionalistas, se volvieron especialmente prevalentes en los años noventa. Los noventa estuvieron marcados por la implementación de políticas neoliberales, como la firma de tratados de libre comercio y la propagación del capitalismo global, que dieron como resultado crisis económicas y la extendida asociación de las elites de poder con la corrupción y la violencia en la mente pública. 

En el caso de Argentina, luego del colapso económico de 2001, en relación directa con las prácticas neoliberales del presidente Carlos Saúl Menem y la resolución legal insatisfactoria de temas que persistían desde el periodo anterior de la dictadura, las imágenes arquitectónicas se transformaron en la base de proyectos creativos enfocados en la crítica de emprendimientos modernizadores del pasado. Como ejemplo, en su serie fotográfica Bruma (2007, placas 182-84), Santiago Porter representa, de manera frontal y en formato grande (recordando las obras de la Escuela de Düsseldorf), edificios federales vacíos como el Ministerio de Economía, un juzgado y la Casa de la Moneda. Estos edificios, construidos durante un periodo pujante entre 1930 y 1950, se revelan aquí en su estado de deterioro presente como metáforas de la decadencia de las instituciones públicas y la relación problemática entre los discursos nacionales grandilocuentes del pasado y el difícil presente. 

Para la serie Bruma II (2008, imagen 103), Porter fotografió la escultura sin cabeza de Evita. A su lado, apenas entrando en el marco, está la figura de Juan Domingo Perón, también decapitado. Perón había encargado la escultura de Evita para que fuese ubicada en su mausoleo, pero en el golpe militar de 1955 que lo removió del poder, la escultura fue incautada, decapitada, y arrojada al Riachuelo. Fue rescatada cuarenta años más tarde, durante la presidencia de Menem, y ubicada en un parque público en San Vicente, el pueblo en el que la pareja solía pasar sus fines de semana. La fotografía de Porter sintetiza los conceptos primarios de la fabricación histórica y nacional al destacar, a través de una doble deconstrucción (tanto iconográfica como conceptual), la compleja historia del peronismo. El subtítulo de la serie Bruma, Fotografía de la Argentina o de una posible relación entre el aspecto de las cosas y su historia, transmite las complicadas lecturas y ficciones que esta imagen encapsula, resaltando —a través del uso de las palabras posible y aspecto— la ambigüedad de los ideales nacionales y la manera en la que se construye la historia. 

El artista venezolano Alexander Apóstol también realizó fotografías en formato grande de edificios en algunas de sus series de los tempranos años 2000, que incluyen Residente Pulido (2001), Residente Pulido: Ranchos (2003), Fontainebleau (2003) y Skeleton Coast (2005). Recordando la obra de Porter, en Residente Pulido, Apóstol retrata edificios modernos en Caracas de una manera que revela su declive (figura 41). En los años cincuenta, bajo la dictadura de Marcos Pérez Jiménez e impulsada por un boom en la producción de petróleo, Caracas experimentó una extensa remodelación, urbanización y modernización; arquitectos como Carlos Raúl Villanueva transformaron la ciudad en una capital moderna principal, en términos arquitectónicos. Estos cambios tuvieron una doble función: promover el poder económico del gobierno y retratar al régimen político como moderno y avanzado, reflejando los cambios que estaban ocurriendo en la ciudad. El proceso creativo de Apóstol invierte la línea oficial; a través de un procedimiento digital borró las puertas y ventanas de los edificios, una acción que, en sus palabras, “anticipa la abrupta impotencia del proyecto idealista que marcó al periodo”. La manipulación le brinda a las construcciones una apariencia misteriosa, monolítica e impenetrable, volviéndolos símbolos del estado actual de decadencia de la sociedad venezolana. Los títulos individuales —Limoges, Royal, Copenhagen, Sevres—, tomados de tipos de porcelana europea, aluden a la fragilidad del proyecto moderno como así también a las clases altas que apoyaron al dictador. 

Tomando un abordaje iconográfico muy distinto, la serie Sobre los monumentos (1998-99) del fotógrafo cubano Manuel Piña retrata espacios vacíos dejados por monumentos que fueron erigidos durante el periodo republicano y destruidos o mutilados por la Revolución Cubana. Esta obra ilustra las luchas de poder por el espacio público en Cuba, apuntando al borrado como otra forma de construcción de discursos nacionales. Los vacíos en estas obras son las deconstrucciones definitivas, la vacuidad reemplaza una representación ideológica para simbolizar a otra, a saber, el poder de la Revolución Cubana. En una obra sin título (circa 1998-99), Piña fotografía las marcas dejadas en el suelo por un monumento removido. Las grietas que indican los puntos donde se sujetaba al objeto simbolizan, como en las obras de Porter y Apóstol, las huellas de una historia pasada, específicamente el estado roto del proceso revolucionario y de la sociedad cubana de modo más amplio. Piña se enfoca “en la investigación de las opciones ideológicas del documento fotográfico. Su aspiración principal parece ser la necesidad de interrumpir un círculo de legitimación mutua entre historia, documento y realidad”, una relación que en el pasado sirvió para autentificar los discursos oficiales de una manera que tenía la intención de ser unívoco e inequívoco. Este socavamiento del valor documental de la fotografía, que ya había comenzado con la producción de obras conceptuales como Happening para un jabalí difunto, está en el centro de numerosas prácticas contemporáneas.

La fotografía, y en especial la producción de imágenes “documentales”, ha jugado un rol crucial en el proceso de continua evolución y desarrollo de formar identidades en América Latina. En el caso de Argentina este camino ha tomado numerosas formas, muchas de ellas ilustradas y analizadas en esta publicación: el gaucho como imagen romantizada de lo local, los pueblos indígenas como la encarnación de un pasado barbárico, la ciudad de Buenos Aires como un símbolo de modernidad pujante. En décadas recientes, los artistas han incorporado la fotografía construida en sus prácticas con el propósito de un activismo político que es crítico del establishment; pensemos, por ejemplo, en las imágenes de las Madres de Plaza de Mayo blandiendo fotografías de los “desaparecidos” en los tempranos años ochenta (imágenes 141-45). En el complejo y contradictorio proceso de fabricar identidades nacionales, estas imágenes se han vuelto una parte del discurso nacional. En 2015 el gobierno creó un billete de 100 pesos conmemorativo llevando la imagen distintiva de una Madre de Plaza de Mayo. ¿De qué manera se modifica la construcción iconográfica original de la lucha política con esta apropiación? Al redesplegarlo, ¿el gobierno co-opta y neutraliza su poderosa disidencia para su propia legitimación? ¿Tal vez esta apropiación es el comienzo de nuevas narrativas nacionales en Argentina?

Nicola Costantino. Nicola Alada, 2010

Antonio Pozzo. Cacique Pincén,1878

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Eduardo Vigo. Señalamiento, 1975

Gustavo Di Mario. Malambistas

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PONER EL CUERPO: CAPTURAS DEL GESTO, PERSISTENCIA Y DERIVAS (FRAGMENTOS)
Ana Longoni y Natalia Fortuny

La fotografía —en su captación del instante, de ese aquí y ahora que se resiste y se ofrece a la vez en cada imagen— comparte con el gesto su ligazón a un momento efímero, escurridizo. Sin embargo, mientras el gesto se diluye, la foto intenta persistir reteniendo aquello irrepetible. El gesto es necesariamente instituido por un cuerpo y debe ser percibido (es decir, visto y comprendido) por un otro que le dé sentido y lo signifique, en ocasiones con la cooperación de una cámara fotográfica. Es el caso del gesto mirado y registrado indiciariamente por una fotografía que lo inscribe hacia el futuro. ¿Qué gestos retienen las producciones fotográficas argentinas de las últimas décadas? En muchas ocasiones, lo fotográfico ha funcionado como registro de la acción performática, evocación de lo ausente y herramienta de reclamo de justicia (el brazo en alto empuñando la fotografía de los desaparecidos). También ha funcionado como recurso estético que permite exponer las memorias de un pasado colectivo doloroso (retomando, por ejemplo, imágenes pretéritas para reconstruir fotos imposibles). Se trata, en todos los casos, de gestos (fotográficos) desafiantes que se instalan en una zona de contacto entre la estética y la política. Desde los años sesenta, una serie de prácticas artísticas y políticas tienen en común la puesta en riesgo del cuerpo (del artista, del manifestante, del espectador) . Buscamos pensar las tensiones entre este tipo de acción y su registro, así como el lugar que ha ocupado la fotografía en acciones performáticas (solitarias o multitudinarias) desplegadas fundamentalmente en el ámbito de la calle.  

EL PASAJE A LA ACCIÓN

Un potente estallido de las formas artísticas convencionales ocurrió desde fines de los años cincuenta y a lo largo de los años sesenta. La vanguardia argentina –en simultaneidad a transformaciones ocurridas en otras escenas artísticas contemporáneas— emprendió un camino de rupturas y búsquedas vertiginosas, alejándose de la pintura e indagando en nuevos formatos, materialidades y territorios. Uno de los cambios más radicales fue el pasaje a la acción, que implicó abandonar la noción de obra de arte como objeto terminado y cerrado, para explorar procesos, señalamientos, indagaciones conceptuales y desmaterializadas, que muchas veces ocurrieron fuera de los ámbitos expositivos tradicionales. Al disolverse entonces la condición estable del artefacto artístico en prácticas efímeras, de fronteras inestables e imprecisas, estas acciones plantean hoy un dilema (ético y también estético). Su propia naturaleza por el modo en que pueden ser exhibidas, conservadas en instituciones artísticas e incluso circular en el mercado del arte.

Un caso testigo es el que plantean a principios de los años sesenta los experimentos de Alberto Greco, quien denominó vivo-dito a los señalamientos que realizaba mediante el gesto del dedo o con ayuda de un trazo de tiza o una larga tira de papel, delimitando como obras de arte de su autoría a personas, objetos o situaciones que encontraba en la calle. El acto de señalar y firmar volvía “arte” un instante inevitablemente fugaz. Los vivo-dito amplían la noción del arte a circunstancias cotidianas y a la vez son irrepetibles, efímeros, y desaparecen poco después de que el artista declare su existencia en sus obras. De los muchos vivo-dito que Greco realizó en esos primeros años sesenta, algunos pocos fueron fotografiados por un testigo provisto de una cámara de fotos (que había sido convocado o bien estaba allí por casualidad). El registro fotográfico de la acción es el único resto que nos queda de aquellos actos de Greco. En otros casos, no hubo registro fotográfico y solo queda el relato del propio artista o de sus testigos . Y seguramente otros vivo-dito han quedado olvidados.  

Si el vivo-dito fue una experiencia puntual, localizada en un tiempo y espacio precisos, y por tanto irrepetible, ¿qué carácter conservan sus fotos? ¿Son parte de la obra, el único resto material de un instante fugaz, o un registro —parcial, fragmentario y estático— de una acción inaprensible? Es gracias a una cierta “traición” a la condición efímera del vivo-dito que algunos de ellos, fotografiados en París, Madrid, Piedralaves, Buenos Aires, logran tener llegada a los espectadores contemporáneos. Al mirarlos, queda claro que no estamos frente a “la obra” en sí, sino que esta no ofrece una vía de acceso a lo ocurrido junto a vías de otro orden, como manifiestos y  testimonios).

Emparentado con los vivo-dito, el artista platense Edgardo Antonio Vigo convocó en 1968 a su primer señalamiento, Manojo de semáforos, llamando a detenerse a contemplar una situación cotidiana. Invitó al público a concentrarse en el cruce de las avenidas 1 y 60, un cruce neurálgico en la ciudad de La Plata, y detenerse a observar los semáforos. La función utilitaria del semáforo quedó desplazada, abriendo la posibilidad de encontrar en ese signo urbano el disparador de una “divagación estética” . Como éste, algunos señalamientos fueron convocados en espacios públicos (la calle o una plaza), y otros en el ámbito privado (su casa, su taller, su jardín) como el “Señalamiento IX”.

La fotografía devino en este caso en huella imprescindible de la existencia de la acción, que consistió en dos secuencias de acciones, realizadas ante apenas dos testigos. Uno era el fotógrafo Juan José Esteves, quien registró en secuencia el señalamiento mediante un relato en imágenes. Se puede pensar que este señalamiento de Vigo está realizado casi exclusivamente para ser registrado por la cámara, es decir, para circular y ser visto en un soporte fotográfico. Este rasgo emparenta la obra al Antihapening (1966), la obra inaugural del Grupo Arte de los Medios, que aspiraba a constituir un acontecimiento a partir de su circulación exclusivamente mediática . La acción de Vigo tuvo —sin embargo— un carácter más secreto que masivo, y el acto fotográfico, una dimensión de prueba notarial, más que un alcance periodístico o publicitario. La primera parte del “Señalamiento IX” ocurrió el 28 de diciembre de 1971, día de los Santos Inocentes (cuando se admiten los engaños y las bromas pesadas). Vigo indicó un sitio preciso con una banderola y una flecha, realizó un pozo con una pala y enterró un taco de madera. Luego redactó un acta con su firma y la de los testigos dando fe de lo ocurrido y comprometiéndose a desenterrar el objeto exactamente un año después. La segunda parte se realizó el 28 de diciembre de 1972, a la misma hora, dejando constancia en una nueva acta certificada ante escribano. La doble acción de enterrar y desenterrar un taco de madera —lúdica, absurda e inútil— pone en evidencia la ampulosa lógica de los protocolos legales.  A la vez, anticipa de manera inquietante una estrategia de supervivencia ante la represión desatada en los años siguientes: enterrar libros u objetos para esconderlos de la persecución política e impedir que fuesen destruidos.

En 1972 el artista Carlos Ginzburg inició su primer trayecto (a dedo) desde La Plata (Argentina) a Medellín (Colombia) como artista-viajero. Iba a participar de la Bienal Coltejer con una obra de crítica institucional que proponía develar los mecanismos de legitimidad de la institución artística. Desde entonces y durante más de diez años, no paró de moverse por todo el mundo, documentando en cuadernos cada uno de sus viajes. Dejaba estampada aquí y allá la siguiente inscripción hecha con un sello de goma: “GAUGUIN: ARTISTE PEINTRE ET ARTISTE VOYAGEUR. GINZBURG: ARTISTE VOYAGEUR EXCLUSIVEMENT”. Como referencia perturbadora a un hito de la modernidad europea, el pintor viajero, cuya mirada exotista y fascinada con “lo primitivo”, o mejor aún, con “las primitivas”, fundó en alguna medida un modo de ver desde el centro hacia los márgenes. En cambio, Ginzburg renunciaba a la pintura: su trabajo artístico era la deriva errante. En los muchos álbumes que documentan sus viajes desde México hasta Katmandú, con todos sus puntos intermedios, se encuentran imágenes típicas de cualquier viaje turístico: ruinas, monumentos, rarezas, exotismo. Adoptando una posición cínica y el idioma de la “colonialidad artística” por excelencia, personas y lugares fueron retratados junto al viajero, rematadas con la leyenda Je rigole des pauvres (“Me rio de los pobres”). En varias fotos tomadas en Marruecos, antepone una dentadura postiza de vampiro (“Le Dentier Occidental”) junto a un alfabeto latino manuscrito —a la manera de ejercicio escolar—, mediante un cartel que impone una suerte de decodificador o subtitulado a las fotografías que registran su tour.

También recurre a los alfabetos el artista, poeta y editor experimental Leandro Katz, quien luego de un extenso viaje por América Latina, se instala en Nueva York  en 1965, donde empieza a componer sus primeros códigos emulando a los astrónomos mayas. Los alfabetos arbitrarios que emprende Katz construyen equivalencias entre los fonemas latinos y distintos hallazgos, colecciones o constelaciones de objetos meticulosamente fotografiados por él mismo, se trate de fases de la luna, molinos de viento, caracoles Achatinella. Al respecto, señala Lerner:

Si bien todo alfabeto es necesariamente arbitrario (no hay nada inherentemente lineal vertical en el sonido “l”, ni nada sinuoso en el sonido “s”, por ejemplo), el alfabeto lunar, probablemente a diferencia de todos los demás, deriva de una secuencia temporal. Debido a la secuencia arbitraria de los fonemas que conocemos como el abecedario, Katz usa el ciclo lunar mensual como base para reinscribir esos sonidos dentro de serie celeste. (Lerner, 2013, 129)  

En 1972, a pocos días de la masacre de Trelew y en medio de un convulsionado clima social, se realizó en la Plaza Roberto Arlt, en pleno microcentro porteño, la exposición colectiva “Arte e ideología. CAYC al aire libre”  . Entre muchas obras que aludían explícitamente a la creciente violencia política, Luis Pazos emplazó tres lápidas, bajo el título “Monumento al prisionero político desaparecido”, y “sin que lo hubiera previsto, se acostaron tres jóvenes que visitaban la exposición, ocupando los lugares de los cuerpos ausentes” . Ese mismo año, Pazos empieza su serie “Transformaciones de masas en vivo”, fotografías de acciones que circulan como postales. Estas esculturas vivientes, realizadas en colaboración con un grupo de estudiantes secundarios que pusieron el cuerpo para ser fotografiados por Carlos Mendiburu Eliçabe, componían colectivamente las figuras (por ejemplo la V y la P que condensaban la popular consigna “Perón Vence”, un arco y flecha, cuerpos amontonados o desperdigados) como segmentos de un signo en construcción. Juan Carlos Romero inició en los primeros años setenta una serie de experiencias que exploraban la escala cartográfica y su contrapunto con el registro fotográfico de los lugares y recorridos marcados en el mapa. La primera de estas obras fue “Segmento de línea recta A-B= 53.000 metros” (1971), una recta virtual entre el Museo de Arte Moderno de Buenos Aires y el Museo Provincial de Bellas Artes de La Plata, las dos ciudades que transitaba cotidianamente dado que en una vivía y en la otra daba clases. Romero trazó esa línea recta sobre un mapa y la dividió en 10 segmentos iguales, indicando los puntos equidistantes en el trayecto que iban a ser fotografiados. Se exhibió al mismo tiempo en ambos museos, literales puntos de inicio y finalización del itinerario, pero también los sitios reales donde se exhibía y el registro fotográfico propuesto. En 1972 realizó una obra similar, seleccionando cuatro lugares significativos (para él, y potencialmente para el espectador) en sus recorridos urbanos: la empresa de teléfonos donde trabajaba, el Museo de Arte Moderno, el Centro de Arte y Comunicación y el buque Granaderos, empleado por la dictadura como prisión política. Su múltiple inscripción como trabajador, artista y militante aparecía encriptada en ese mapa .

En estas y otras prácticas artísticas ubicadas en los inicios del conceptualismo argentino, el pasaje a la acción supone recurrir a la fotografía en tanto aliada crucial un recurso que permite inscribir una huella persistente (parcial, estática y por ello mismo traicionera) de experiencias condenadas a desvanecerse apenas ocurridas.