RUFINO TAMAYO

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Su plataforma estética

por Raquel Tibol

Desde los años 20 Rufino Tamayo se definió por un nuevo tipo de pintura, alejada del purismo postcubista, de un surrealismo simplemente intuitivo, del folklorismo y del realismo social. No quería imitar la realidad, quería comprenderla, escudriñar todos los horizontes para depurar los procesos y llegar a la esencia de los seres y de todo lo viviente. Creyó en el trabajo de cada día y muchas horas. Sabía que el dominio técnico no se obtiene por inspiración; por eso sentenció: “Para ser pintor hay que pintar". Pero el pintar no lo entendió como un mero ejercicio manual. En su tarea fluía una honda y muy personalizada meditación estética. Fue hombre de pocas palabras, inclusive reconocía haber prescindido de ellas. Para imaginar y transfigurar Tamayo miraba: “Miro, miro todo el tiempo", decía, y se le podía creer por cuanto su obra tiene de relectura de lo visible y lo invisible, del macro y microcosmos, de la vida como una palpitación universal.

Tamayo vivió ensimismado y de las fuentes más secretas de su espíritu surgieron alegorías sobre el terror, la locura, la incredulidad, el desconcierto, la agresividad, la incomunicación,  lo terráqueo y lo celeste, el amor corpóreo y el incorpóreo, la repulsión por las consuetudinarias interdependencias, el desprecio por lo vano y lo frágil,  el apego a lo perdurable (sol, luna, montaña, instinto, pirámides, canción). Los signos que desplegó en sus telas son vagamente  descifrables, pues las alusiones,  siendo elocuentes, carecen de narrativa. En su sistema de enigmas hay una sorprendente familiaridad con el arte Prehispánico y una reafirmación existencial como sólo pudo darse en el siglo XX.

Apenas pasado el periodo formativo, Tamayo dio las primeras batallas para obtener un espacio profesional. En un artículo previo a su primera exposición individual (en un local de la céntrica avenida Madero de la ciudad de México, que acababa de ser desocupado por una armería) el pintor y crítico Carlos Mérida revelaba “los esfuerzos inauditos" de Tamayo "para poder mostrar el conjunto de sus últimas obras": veinte óleos. (1)

El pequeño catálogo fue presentado por el poeta y crítico de arte Xavier Villaurrutia: “Rufino Tamayo es de Oaxaca - selva fruta, trópico -, por consiguiente todo aquello que toque se llenará de sol. Directa sensualidad de indio y de primitivo, que tendrá que vaciarse en una pintura lírica, libre, cálida". En muchos sentidos sus palabras fueron premonitorias.

Una numerosa y calificada concurrencia asistía aquella tarde de 1926 al acto inaugural. La conformaban, sobre todo, escritores y artistas plásticos, lo cual significó un oportuno respaldo para aquel primer gran esfuerzo. Los escritores fueron atraídos prontamente por la pintura de Tamayo, al punto de que su segunda exposición en México, presentada en 1929 en la sala de arte moderno del Teatro Nacional (hoy Palacio de Bellas Artes), fue organizada por el grupo de la revista literaria Contemporáneos.

Como los integrantes de ese grupo, Tamayo opinaba que el mexicanismo era un problema aún no resuelto en la pintura, pues según él se había expresado con folklorismo y arqueologismo, pero no de manera esencial. Oportunamente los directores de la sala (Carlos Mérida y Carlos Orozco Romero) señalaban en el catálogo: “Su obra es de un mexicanismo amplio y universal".

Pero he aquí que por su modo diferente de pintar y por su credo estético fue calificado tempranamente, como “europeísta", según consignó el escritor Celestino Gorostiza.(2)

Esa calificación la había expresado antes que nadie José de Jesús Ibarra, quien había sido en 1911 dirigente principal de una muy sonada huelga de estudiantes de la Escuela Nacional de Bellas Artes, que tuvo por finalidad, y lo logró, renovar métodos de enseñanza. Su calificación no fue peyorativa, al contrario; saludaba con simpatía la juvenil actitud rebelde de Tamayo contra los viejos y los nuevos academismos, así como contra las teorías y las escuelas “rebañistas".

Por otro lado, según consignó en un artículo Chano Urueta, se acusaba a Tamayo de copiar a Orozco, a Siqueiros, al Aduanero Rousseau, a de Chirico, Picasso, Braque, Joan Miró. Pero como el mismo Urueta señalaba, si existía influencia había sido inteligentemente asimilada y singularmente aprovechada por alguien que no podía entender lo mexicano como una fórmula resuelta con “nopales, sombrero ancho, pies descalzos".(3)

En 1935 correspondió al crítico Luis Cardoza y Aragón, en un pequeño librito editado por Publicaciones del Palacio de Bellas Artes en su serie Galería de Artistas Mexicanos Contemporáneos, precisar: “En Tamayo es en quien se oye mejor el timbre de voz de México más claramente perceptible por sus plásticas simpatías populares y la delicada utilización que hace de ellas. Todos los barros policromados, las tierras aceitosas y mojadas, los frutos y vegetaciones intensas, las ingenuidades equívocas de la provincia, la gracia rústica e inteligente, se manifiestan en su obra, con su molicie, con su pasión contenida. El fotógrafo ambulante, la pintura de retablos y pulquerías, la pintura de las carpas, de las lecherías, la juguetería popular, las calles de las  barriadas de México con sus sorprendentes y purísimos colores logrados con cal, se precipitan al fondo de Tamayo y sobre ese sedimento edifica su obra".

Todavía en 1948, en su amplio ensayo sobre el pintor, Xavier Villaurrutia creyó indispensable rebatir las repetidas cuan erróneas aseveraciones sobre su antimexicanismo: “Por sus viajes y por su vida en Nueva York se le ha acusado de ser un pintor desarraigado de su patria. Nada más torpe e injusto. Si las ramas del espíritu de Rufino Tamayo han estado voluntariamente expuestas a cambios de climas intelectuales y físicos, las raíces más profundas y más secretas de su espíritu y de su arte siguen siendo las mismas, mexicanísimas. Y es justamente este elemento de fidelidad a lo más recóndito de su raza y de su espíritu lo que llamó y llama la atención en la pintura de Tamayo, y lo que hace de él, al mismo tiempo que un pintor universal que puede alternar con los pintores europeos más avanzados  - como de hecho sus exposiciones han alternado en Nueva York con las de los pintores más significativos, atrevidos y modernos -, un pintor dueño de cualidades irreductibles, que por su espíritu se expresa, de modo atrevido pero también refinado, su raza".(4)En 1944, poco después de terminar un mural en la Hillyer Art Library del Smith College, en Northampton, Massachusetts, Tamayo reafirma su convicción sobre la necesidad de un nuevo tipo de pintura, pues considera que la trayectoria estética de la pintura mexicana ha sufrido desviaciones y errores lamentables. “Se ha llegado a creer que pintura mexicana es cuestión simplemente pintoresca, de colores chillantes, de groseras y poco expresivas figuras de indios, de jacales y nopaleras", le dice a un reportero mexicano.(5) Está convencido de que hay que originar en México un nuevo tipo de pintura de alcance universal.

Muchos fueron los que discreparon entonces y su número aumentó a medida que Tamayo comenzó a atacar las posiciones de los chauvinistas. Para irritación de muchos, su actitud como productor de arte, incluso su actitud gremial, fue la de un rebelde, la de un iconoclasta.

La obra de Rufino Tamayo - resumió el poeta Octavio Paz - nace y se despliega frente a los muralistas y su estética. El pintor oaxaqueño no sólo se negó a seguir a Rivera, Orozco y Siqueiros, sino que criticó vivamente sus ideas y su pintura. Denunció lo que a él le parecía una confusión entre pintura e ideología política, se negó a pintar en los muros oficiales versiones oficiales de la historia de México, como Rivera y Siqueiros (o heterodoxas como Orozco) y se opuso a ver en la pintura un vehículo de ideas revolucionarias, fuesen las del realismo socialista o las de alguna de sus variaciones y sucedáneos. Pero la pintura de Tamayo no fue solamente negación y ruptura; también nos reveló en muchas telas admirables, una  visión de la realidad en la que el rigor plástico se alía a un poderoso sentimiento, alternativamente solar y nocturno, de la existencia. Su obra es muy moderna y muy antigua, popular y cosmopolita. En sus mejores momentos es un pacto de las fuerzas contradictorias que nos habitan".(6)

Tamayo polemizó con  los integrantes de la Escuela Mexicana, principalmente con David Alfaro Siqueiros, a cuyos planteamientos se opuso de manera tajante y aún ríspida. No sólo rechazó con máxima molestia el enunciado “no hay más ruta que la nuestra", sino con argumentos de peso rebatió planteamientos referidos a la integración plástica y a la decoración en el exterior de los edificios. Tamayo vio en la exaltación romántica de Siqueiros una contradictoria inclinación por la religiosidad y señaló, no sin sarcasmos, como anacrónico e inconsecuente el uso de ciertos símbolos.

Así como hubo un choque de personalidades y de posiciones estéticas entre José Clemente Orozco y Diego Rivera, también se dio con similar intensidad entre Siqueiros y Tamayo. En la confrontación de tendencias el oponente pocas veces nombrado pero tácitamente presente es Siqueiros. El choque se agravó a partir de 1950 cuando los “cuatro grandes" (Orozco, Rivera, Siqueiros, Tamayo) fueron presentados con buen despliegue en el pabellón mexicano de la XXV Bienal de Venecia.

Después los ánimos se caldearon con demasiada frecuencia como para mantener la “sana discusión" y la “crítica constructiva" deseada por Tamayo. El mismo se sitúa en una posición límite y prefirió definirse como un destructor - constructor, preocupado por comprender la realidad, pero no imitarla. Para asumir conjuntamente la contemporaneidad, él esperaba que los otros hicieran ciertas rectificaciones que consideraba indispensables. Le irritaban los dogmatismos y denunció como artísticamente retrógrada la “perezosa incondicionalidad", pensando seguramente en la “crítica amiga", la “crítica compañera" reclamada cuando no exigida por Siqueiros.

A pesar de todo Siqueiros no pudo dejar de reconocer la original mexicanidad del color de Tamayo, la refinada calidad de sus texturas, aunque le reclamaba una demasiado visible influencia de la escuela de París. Correspondió al prestigiado crítico francés Raymond Cogniat rebatir con buenas razones la extendida opinión sobre el afrancesamiento de la pintura de Tamayo. “Me es imposible considerar a Tamayo como uno de los nuestros - escribió en 1951, al comentar una exposición de Tamayo en París-; su construcción no lo puede asemejar al cubismo cuya serenidad no tiene; la intensidad de su paleta no tiene nada que ver con las teorías del fauvismo referentes al color puro y a los acordes complementarios; el arte abstracto pierde sus derechos ante su voluntad de crear no signos sino seres vivos. Su violencia no tiene ninguna semejanza con aquella del impresionismo y su exasperación no es del mismo orden. Por más instintivo que sea, nunca se le puede considerar como ingenuo y ante él la naturaleza pierde sus derechos al realismo. Quizás únicamente el surrealismo pudiera pretender una cierta filiación".(7)

Pero Tamayo no rompió de manera tajante con los iniciadores del muralismo; prefirió conservar los débiles nexos del “enemigo-amigo". Desaparecidos José Clemente Orozco y Diego Rivera (en 1949 y en 1957, respectivamente) les dará sin reticencias el grado de “capitanes de nuestro movimiento".

Tamayo insistía una y otra vez en que el arte ha de ser polifacético, universal, poético, libre, siempre joven; el arte debía escudriñar en todos los horizontes, someterse constantemente a un proceso de depuración hasta llegar a la esencia; al artista le correspondía abrir caminos e inventar nuevas formas.

Consustancial para Tamayo era la educación y la meditación estética; pero nunca estableció una teoría en torno a su producción. Correspondió al crítico Justino Fernández seguir su pensamiento y detectar los temas trocales y recurrentes en sus especulaciones verbales(8):

El propio Tamayo describió su método: “En general trabajo directamente sobre la tela, sin hacer notas previas, y procediendo inmediatamente a la transposición de las formas reales que motivan el cuadro. Comienzo mi trabajo diseñando la estructura general del cuadro y sobre ella construyo con la pintura. Nunca he trabajado con luz artificial, pues considero que sólo la luz natural da a los colores su justo valor tonal. Aunque he pintado sobre toda clase de materiales, creo que la tela, por su extraordinaria textura, es el material que ofrece más posibilidades para el manejo de la materia pictórica. Mi paleta es lo más limitada posible, pues creo que el secreto del color no está en la utilización de todos los colores existentes, sino por el contrario, en el manejo de unos cuantos, extrayendo todas sus posibilidades tonales. Pinto utilizando toda clase de instrumentos de trabajo, pues cada uno de ellos produce una textura diferente, logrando así una mayor riqueza de la materia pictórica. Uso  las telas preparadas de mejor calidad que se pueden obtener en el mercado. Creo que son realmente buenas, y se pueden obtener de la textura y grado de absorción que uno desee. Por lo que respecta a los colores, como en muchos casos los que se compran ya manufacturados no tienen suficiente cuerpo, preparo los míos al punto conveniente".(9)

El capítulo correspondiente al laboratorio pictórico deberá ampliarse siempre con cuestiones muy concretas expresadas por Tamayo en torno a su quehacer gráfico, que él mismo colocó en un segundo término, pero en el panorama general de la estampa contemporánea de México alcanza un nivel de excelencia técnica y artística. Otra ampliación debe hacerse en el específico campo del dibujo, poco practicado por Tamayo como género particular y más como bocetos para cuadros o murales, para diseños teatrales y también para ilustraciones y viñetas. Cultivó estas últimas con inventativa, versatilidad y elegancia, aunque haya accedido a ellas de manera casual, casi siempre a solicitud de escritores, actores, galeristas, promotores culturales o sociales.

Si Rivera miraba dibujando es evidente que Tamayo miraba imaginando y transfigurando. No era el parecido sino la sensibilidad y la invención lo que él manifestaba a través del trazo. Quería, y así lo hizo, interpretar el entorno y el universo a su manera. Esto lo percibió el crítico estadounidense Stanton L. Catlin cuando pudo ver en retrospectiva la obra de Tamayo en el Museo Guggenheim de Nueva York en 1979. Entonces escribió que en el mundo de Tamayo, donde las fuerzas interactúan, el hombre está colocado en el centro de un conflicto entre la naturaleza terrestre y la naturaleza del universo, ese espacio contemporáneo astrofísico, mundo de Tamayo donde se oyen voces místicas originadas en un instinto muy antiguo. Dentro de este espacio cósmico tamayano, las tensiones y sensaciones nerviosas llegan a extremos de placer y de dolor. Catlin reconoció en Tamayo un esfuerzo máximo por hacer comprensible el entorno humano, pero dejando un margen muy amplio para la contradicción y el conflicto sin fin, porque nada ha sido resuelto definitivamente.(10) Y así lo entendía Tamayo cuando afirmaba: “La cultura ha rebasado los límites del espacio, está rebasando los del espíritu. Gracias a ello el hombre es hoy más humano".

 

RELACIÓN CON LAS FUENTES
Cuando en 1921 Tamayo entró a trabajar como dibujante en el Museo Nacional de Arqueología, Historia y Etnografía, los estilos más cultivados por quienes se consideraban artísticamente actualizados eran el impresionismo y un decorativismo art nouveau muy mexicanizado en las ornamentaciones con motivos vegetales y animales que se utilizaban desde antiguo y profusamente en el amplísimo repertorio de las artes populares y la orfebrería. Hacia el impresionismo y el decorativismo eran orientados los alumnos de pintura en la Escuela Nacional de Bellas Artes, así como los planes de iniciación artística auspiciados por los organismos gubernamentales. No todos estaban de acuerdo y ya habían comenzado a surgir focos de inconformidad contra las tendencias anacrónicas.

En el único número de la revista Vida Americana  que logró editar en Barcelona, España, justamente en mayo de 1921, David Alfaro Siqueiros clamaba contra la perjudicial influencia del “art nouveau"; llamaba a interesarse por las teorías enriquecedoras de Cézanne, el cubismo, el futurismo y Dadá, y advertía que si para los europeos el arte negro y el arte primitivo habían obrado como reorientadores, esa función sería cumplida para los latinoamericanos por el vigor constructivo del arte de los pueblos aborígenes como los mayas, los aztecas, los incas, aunque deberían evitarse arqueologismos a la moda.(11) Siqueiros pondría en práctica su teoría en los personajes del mural al fresco El entierro del obrero sacrificado, pintado en 1923 con voluntaria asimilación del sentido del bulto cerrado propio de la escultura olmeca.

Coincidentemente en 1921, al regresar a México tras quince años de estancia en España y Francia, Diego Rivera declaró que se proponía estudiar las asombrosas ruinas, así como el arte maya, azteca y tolteca, “con objeto de cristalizar algunas ideas de arte que darán un nuevo y amplio sentido a mi obra".(12) Poco después, en el primer artículo que dedicó a una exposición en la Escuela Nacional de Bellas Artes, Rivera exaltó “la maravillosa arquitectura de Teotihuacán, Mitla, Chichén, y la escultura antigua más pura y sólidamente plástica del mundo", tanto por el trabajo de conjunto como de bloque y la grandiosidad de las pirámides. Rivera redescubrió México y exclamó: “Felizmente, este pueblo mexicano tiene desarrollado, a un grado increíble, el sentido plástico; todo lo producido por él tiene el sello de un arte superior, simple y refinado a la vez, en todo hay sentido de belleza".(13) En ese artículo Rivera expresó por primera vez una opinión sobre Tamayo. Lo hizo como pie de grabado en la reproducción de Una capilla de Oaxaca, pequeña tela impresionista de 1920: “Tamayo, presteza en la notación, sensibilidad y buena comprensión de los planos, muy pintor".

Empujado primero por Rivera y después por las inquietudes que permearon a su generación, así como por experiencias en museos y galerías de Nueva York, Tamayo pasó del impresionismo al cultivo de tendencias más recientes del arte europeo: fauvismo, futurismo, pintura metafísica, surrealismo. Simultáneamente desarrollaba una abundante producción a la manera de la Escuela Mexicana, o sea, figuras y escenas de la vida rural indígena o mestiza. En este capítulo no se le puede catalogar en el riverismo, no fue un “dieguito" más, como algunos de sus contemporáneos. En general Tamayo no ha sido hombre de remedos, de imitaciones. Su cultivo de tal o cual tendencia está marcado por un sentido muy propio del color, del dibujo, la composición y la poética visual. Su entendimiento de la Escuela Mexicana osciló entre el extremo refinamiento de un dibujo elegante y un color tímbricamente delicado, y un arte primitivista de contornos rudos, colores sordos y texturas  pétreas.

Reviendo la obra desarrollada por Tamayo a lo largo de casi quince lustros, se puede comprobar que ni las tareas gráficas en la sección de etnografía del Museo Nacional resonaron de inmediato en su producción pictórica, ni tampoco salió a flote precozmente su ascendencia zapoteca. Tamayo asume el arte prehispánico de manera muy consciente aunque tangencial en la etapa de espléndida madurez que sobreviene tras de haber cumplido los cuarenta años de edad, cobijado por una mayor estabilidad profesional y económica, pero afectado en su sensibilidad profunda por la tragedia universal de la segunda guerra y por graves perturbaciones en su vida íntima. En carta enviada desde Nueva York, el 22 de noviembre de 1942, al poeta Carlos Pellicer, relataba Tamayo: “Como usted sabe, mi mujer está sumamente enferma, tanto que empiezo a creer que la he perdido para siempre, a no ser que se realice un milagro. Ahora bien, los gastos que me ocasiona su atención médica son tan crecidos que sólo trabajando en este país me es posible atenderlos. Estando en México, ningún sueldo de los que yo podría ganar me sería suficiente para cubrir esta urgente necesidad. Tengo, pues, que permanecer aquí a toda costa. Esta circunstancia, como usted sabe, me pone en el inminente peligro de ser llamado al servicio militar. Ese peligro será mucho mayor durante el año próximo, que es en el que se hará la invasión de Europa por el fantástico ejército que este país está organizando y al cual ingresarán todos los individuos casados hasta la edad de cuarenta y cinco años, clasificación que es precisamente a la que pertenezco".

De tiempo atrás había decidido abstenerse de cualquier militancia o definición política. También se había alejado por completo de la religión (de la misa y de la mística).

Un paso fugaz por terrenos ideológicos tuvo lugar en 1936, cuando aceptó integrarse a la delegación mexicana que asistió al American Artist's Congress, junto a José Clemente Orozco, Siqueiros y otros, y hasta llegó a pronunciar un discurso en la cena que les ofreció la Mutualista Obrera Mexicana de Nueva York. El llamamiento para el Congreso fue firmado por 114 escritores y artistas de los Estados Unidos. En él señalaban la necesidad de preservar y desarrollar la herencia cultural y denunciaban problemas profesionales concretos. Entre los más afectados por la crisis mundial se contaban los artistas; los galeristas, los museos y los clientes privados habían cesado de proporcionar la ayuda que en otros tiempos habían dado; la escala de salarios para los proyectos de arte patrocinados por el gobierno estaba por debajo del nivel de subsistencia; los artistas se enfrentaban a constantes ataques a la libertad de expresión; el fascismo avanzaba también dentro de los Estados Unidos y pedía se promulgaran decretos contra las libertades civiles. En el American Artist's Congress se abordaron, entre otros temas: el encarcelamiento de artistas y escritores revolucionarios, el decreto federal de arte, las escuelas de arte durante la crisis, el programa de acción de los museos en tiempo de depresión, los tópicos artísticos y las tendencias estéticas, la relación del contenido artístico con los medios y materiales, la crítica de arte. El congreso se inauguró el 14 de febrero de 1936 en el Town Hall. Las sesiones se desarrollaron el 15 y 16 en la New School for Social Research.

A Tamayo las angustias de la segunda guerra mundial lo sobrecogieron sin dios y sin partido. Para sobrellevarlas se ensimismó y buscó refugio en lo más antiguo de sus raíces; entonces volvió a toparse con el arte prehispánico, el cual había comenzado a coleccionar tan pronto los desahogos económicos se lo habían permitido. La convivencia con esculturas, enseres rituales o domésticos e instrumentos de la antigüedad ya no tendría para él connotaciones pedagógicas o burocráticas; su nueva percepción de la antigüedad mexicana sería íntima, desinteresada, selectiva y estética, despreocupada de precisiones arqueológicas.

Realista en su esencia, pero no en su apariencia, el arte prehispánico no describe, interpreta. La serpiente, el jaguar, el águila, la calavera, la máscara, se repetían como términos de una clave poética en la que preponderaban las ideas de movimiento, fuerza, vuelo, transformación, perfeccionamiento. Las representaciones se liberaban de datos naturalistas para llegar, con simplificación y fuerza, a expresiones anímicas.

Grande fue la afinidad de Tamayo con los objetos creados desde el siglo XIV a. de C. por las culturas que se desarrollaron en las costas mexicanas del océano Pacífico. Por la costumbre que tenían esas comunidades de enterrar a sus muertos acompañándolos de numerosas figurillas que hicieran referencia a lo que había sido y hecho en vida el difunto, han llegado hasta nuestros días infinita cantidad de esculturas en cerámica de hombres, mujeres y niños jugando, amando, descansando, haciendo la guerra o enseñando sus defectos físicos. En las series zoomórficas destacan los perritos cebados que simbolizaban a la deidad de la muerte, y que Tamayo revivió con ferocidad expresionista para que le ladraran a la luna,  pelearan con la serpiente o se midieran con los jaguares.

Aquellas gentes se pintaban el cuerpo, la cara y el cabello con blanco, negro, azul, rojo. Con cuerpos y caras pintados en mosaicos cromáticos caprichosos pintó Tamayo a sus personajes más simbólicos que reales, más espirituales que concretos. Energías en acción o en reposo, finamente teñidas de una corporeidad representada simulando incisiones o de hecho socavada en la materia pictórica.

En las figuras de Tamayo descubrimos con frecuencia rasgos algo negroides, cabezas que adquieren formas de frutos, narices anchas, ojos oblicuos, bocas atigradas con las comisuras hacia abajo, denotan una cierta obsesión felina que nos remite al arte olmeca en su estilo casi geométrico de curvas suaves y rectángulos redondeados; ese arte olmeca que supo inventar seres semihumanos como los hombres-máscara, los hombre-animal (hombre-tigre, hombre-pato, hombre-serpiente-pájaro).

Como coleccionista, Tamayo no dejó de fascinarse con lo refinado y enigmático de unas esculturas de bulto, talladas y esgrafiadas finamente por los habitantes primeros del golfo de México, y que los arqueólogos convencionalmente han denominado “yugos", “palmas", “hachas" y “candados", pues sus formas recuerdan vagamente a los objetos así nombrados en nuestros días. Decorados con grecas muy delicadas, sus funciones se suponen ceremoniales, pero en verdad se desconocen. Tamayo retoma el enigma, lo antropomorfiza con miembros y cabezas desproporcionados, y a las figuras con esa ascendencia le otorga burlonamente funciones de mujeres, hombres, fantasmas o sombras.

 Los zapotecas, que aún subsisten, desarrollaron en los valles centrales de Oaxaca una de las culturas más altas del México antiguo. Creían haber surgido de lo más profundo de la tierra, del corazón de las montañas. Sus cuerpos habían sido primero de piedra y después de carne. Como carne palpitante convivieron con otros pueblos que también se negaron a desaparecer: mixtecos, mazatecos, ixcatecos, chinantecos, mixes, zoques, huaves, chontales, chatinos, popolocas, amuzgos. Gente más bien pacífica, poco guerrera, gustaban de la distinción, el señorío y la suntuosidad. Creían que los seres y las fuerzas de la naturaleza estaban regidos por espíritus tutelares y espíritus maléficos. Fueron sabios en medicina, aritmética y astronomía. Establecieron su calendario, contaron su historia, describieron su geografía. Gustaban de la danza, la música y los juegos. El cromatismo de sus decoraciones estaba constituido por gris, café crema, rojo, negro, blanco. Fueron extraordinarios y audaces arquitectos y urbanistas, como lo demuestra la grandeza del centro ceremonial de Monte Albán, que se alza majestuoso en un gigantesco escenario natural. Para los oaxaqueños de este siglo XX el mestizo Rufino Tamayo fue un gran señor zapoteca, cuya capacidad inventiva celebraron con flores, cantos y multitudinarias ceremonias populares, nombrándolo mayordomo de los mejores frutos de la tierra, con autoridad para bendecir el mezcal, aguardiente muy apreciado que se obtiene del maguey.

También en Oaxaca, en las sierras altas, desarrollaron su cultura los mixtecos, “habitantes del país de las nubes", que se decían descendientes de los árboles ribereños. Creían que una pareja divina había dado origen a sus dioses. Esa pareja estuvo constituida por el dios Culebra de León y la diosa Culebra de Tigre. Los hijos que tuvieron se llamaron Viento de Culebra y Viento de Caverna. Adoraban al sol, al viento y a la serpiente. Construyeron Mitla, gran centro funerario con altares y tumbas decorados con centenares de miles de mosaicos de piedras labradas como para que embonaran sin argamasa. Con los mosaicos formaron grecas romboidales, cruciformes, ondulantes, aserradas, bruñidas en blanco para que resaltara más del fondo rojo. Su refinamiento lo aplicaron también en la preciosa orfebrería de oro con motivos terrenales y estelares, en la construcción de instrumentos musicales de madera, en el tallado de vasos y copas de cristal de roca. En las decoraciones de vasijas y muros y en la elaboración de sus códices usaron, bien combinados, rojo guinda, gris plomizo, naranja, negro, café oscuro, blanco, amarillo. En sus tonalidades brillantes esta guía de colores reaparece en muchos cuadros de Tamayo, como aparecen también el azul turquesa y el verde esmeralda usado por los teotihuacanos para representar a la deidad del agua, Tláloc, y su deleitoso paraíso, el Tlalocan.

En los frisos esculpidos y policromados de los toltecas en Tula y otras metrópolis antiguas, entre dioses, sacerdotes, guerreros y animales, se descubre la representación de Venus, de discos solares, de símbolos estelares y volutas de la palabra. Los toltecas habían observado el infinito y representaron lo percibido por medio de signos. Algo supieron, algo supusieron  y todo lo comunicaron. Por intuitiva y por contemporánea la obra de Tamayo establece un enlace entre las remotas concepciones cósmicas y las conquistas espaciales del presente. Así lo entendió el equipo internacional de investigadores científicos y culturales, coordinados por el Groupe de liaison pour l'action culturelle scientifique, que 1986 preparó para Francia, Suiza, España y otros países la magnífica exposición documental La danza del universo. En la interrelación arte-ciencia se concluía el discurso con lo infinitamente pequeño o lo infinitamente grande, ejemplificado con el cuadro de Tamayo Cuerpos celestes. Pero Tamayo no fue un astrónomo ni un físico; fue un artista que percibió con su instinto, sus sentidos y su intuición el constante palpitar del universo.

En el México antiguo, sobre todo entre los aztecas, se practicaban sacrificios humanos que culminaban en la sustracción del corazón o en la destrucción por el fuego. Los hombres - se creía - no hubieran podido existir si los dioses no los hubieran creado,  y éstos a su vez necesitaban que el hombre los mantuviera proporcionándoles como alimento la sustancia mágica, la vida que se encuentra en el cuerpo, en la sangre y el corazón. Debido al total rechazo de los arqueologismos, Tamayo nunca pintó nada que pudiera tomarse como una reconstrucción del pasado. Pero la metáfora implícita en aquellos rituales fue asumida por él como autoinmolación o autosacrificio cuando la guerra mundial se extendía, en el declive final de los imperios, en guerras locales de liberación. Quien se autoinmola está consciente de los motivos de su sacrificio. Y así lo entendió Tamayo cuando declaró: “Me manifiesto en contra de cualquier dictadura y me solidarizo con los pueblos que luchan por conquistar su libertad, ya que su lucha es la más justa de todas".(14)

 

CIMIENTOS DE SUS ESTILOS
Hay que ver y hay que entender en la obra de Tamayo ciertos datos, ciertas parábolas, ciertos recursos plásticos del arte mexicano del remoto pasado adquieren nuevo aliento y vigor. Tanto en lo grotesco como en la belleza trágica es otro el dramatismo, otro el esplendor poético. A Tamayo le gustaban los ángulos duros como a los teotihuacanos, la rigidez como a los toltecas, los sistemas simbólicos como a los zapotecas, las formas plenas y mórbidas como a los mexicas, los detalles exquisitamente naturalistas como a los mayas; pero su discurso visual fue otro porque otro fue el mundo que le tocó vivir.
Durante mucho tiempo Tamayo insistió, y era cierto, que obtenía sus cualidades mediante un proceso de depuración, que usaba los elementos plásticos como tales y no como elementos retóricos.(15) El poeta Xavier Villaurrutia supo señalar con exactitud tales características: “La línea suya personal y moderna se enlaza con la de las más sintéticas y refinadas creaciones de la escultura mexicana antigua”.(16) Dicho de otra manera: la fantasía subjetiva de Tamayo se liberaba al apropiarse de una herencia consustanciada en la idiosincrasia mexicana. Trabajo de minero para construir un vehículo extraterrestre, “para que allí arriba  - como dijera el poeta Benjamín Péret- encuentre el hombre la ruta de los grandes espejos de agua en los que zumban lanzas de la luna".(17)

El proceso de Tamayo fue más intelectual que instintivo, y no pudo haber sido de otra manera porque lo que persiguió fue un nuevo enunciado de la realidad. Esto explica el hecho de que Tamayo rechazara la similitud entre su obra y la del pintor Jean Dubuffet, señalada por varios críticos. A él no le atraía, como al francés, ni lo espontáneo ni lo irreflexivo. Gracias a una severa e intensa disciplina en el trabajo pictórico pudo jerarquizar la realidad a través de un sistema emblemático de signos, apuntalado por el placer sensorial del color y las texturas.

Tamayo fue un artista de un complejo y profundo carácter mexicano que se identificó con algunos colegas de la Escuela de París en factores adjetivos y sentimentales; pero se diferenció de ellos en los factores sustantivos. En Tamayo ni la Academia ni el clasicismo hicieron trasfondo; su pintura no los heredó ni los reconoció como antepasados. Tampoco fue afecto a los orientalismos o los africanismos que tanto alimentaron a los artistas europeos del siglo XX cuando quisieron rebasar las fronteras de su propia cultura y asimilar aquello que fuera calificado con ligereza como exótico.

El subjetivismo, la fantasía y la inclinación a lo metafísico acercan a Tamayo al surrealismo, del que nunca podrá ser considerado un ortodoxo por su imposibilidad de desprenderse de la naturaleza pensada como macro y microcosmos. Hay detalles en algunos cuadros suyos que parecen inspirados en vistas del microscopio, mientras que uno de sus temas predilectos desde mediados de los años cuarenta es el cosmos, las galaxias, el asombro y a veces el terror del hombre al saberse criatura voladora en los espacios finitos e infinitos.

En Tamayo la primitiva unidad artista-artesano no sólo no se había roto, sino que siempre estuvo dispuesto a cultivarla con  la intensidad de quien desea o necesita rescatar o restaurar un valor esencial. Buscó y encontró el refinamiento de las texturas, y en las transparencias exhibió virtuosismo y complejidad. Jugó al riesgo calculado del contraste insólito, se jactó de integrar lo cerámico a lo pictórico, sin que la pintura dejara en ningún momento de ser eso: pintura.

No fueron pocos los murales realizados por Tamayo; pero nunca creyó que decorar las paredes de un sitio público fuera más importante que ejecutar un cuadro de caballete. No le atrajo glosar asuntos cívicos o históricos, ni hacer predica ideológica por medio de imágenes. Se esforzó, sí, por comprender las más íntimas conmociones de los seres humanos de su tiempo. Quiso ser de manera plena un contemporáneo de sus contemporáneos. Su repertorio temático abarcó hechos o situaciones que interesan o afectan al individuo de este tiempo como ser individual, aunque inserto a la vez en  situaciones sociales, científicas, filosóficas y aún políticas, las cuales con frecuencia lo rebasan. En consecuencia, dentro de un tejido de apariencias exclusivamente poéticas, muchos de sus cuadros expresan y revelan contenidos éticos.

Con un lenguaje visual que transita libremente por el expresionismo, el surrealismo, el nuevo realismo y la nueva figuración, Tamayo muestra personajes inmersos en las preocupaciones y las conductas de la era atómica, de la cosmonáutica y la robotización,  aunque no hay anécdotas ni comentarios a circunstancias precisas. Tampoco se propuso Tamayo embelesar al espectador. Prefirió saltos de acróbata ante el precipicio de lo grotesco y hasta de lo vulgar, para caer de pie en composiciones armónicas y elegantes.

Tamayo se empeñó en gran parte de su trabajo porque todo ocurriera en el plano, evitando efectos de perspectiva. Como en la pintura y la escultura barrocas, se descubre muchas veces en su obra un sentido melódico; debido a ello la percepción visual de sus imágenes se prolonga en reacciones acústicas para el espectador. Junto a piezas frondosas y perturbadoras, abundan las reducidas con gran eficacia a elementos muy simples. Hay toda una veta que evidencia una vigilante preocupación por eliminar lo superfluo, ejercida con disciplina ordenadora y depuradora. Emily Genauer, en su estudio sobre Tamayo, se refiere justamente a ese empeño esencializador: “Reduce sus figuras a conos, cilindros y cuñas, que organiza en grandes ritmos movidos y de cierta solemnidad, de modo que, aunque propiamente pierden toda semejanza con seres humanos, nos impresionan como profundamente humanas, aunque enigmáticas. Sus figuras humanas parecen desolladas, desolladas por un mundo que ellas mismas hicieron, y allí están, ya totalmente vulnerables, despojadas de su substancia y su carne, vibrando como máquinas en un espacio impregnado de hostilidad."(18)

Mas no todo en las imágenes de Tamayo es angustia y alienación. Hay que saber mirar su propensión al humor y a los chistes equívocos de vena popular. Las ironías sutiles y las bromas crueles no le impidieron llegar al pasmo filosófico. Por un lado, con síntesis certera, fustigó lo negativo y, por el otro, exaltó los rasgos más entrañables de la condición humana: la comunicación entre las personas, el amor de la pareja, la cohesión del núcleo familiar. Prefirió no ser didáctico y creyó en la fuerza de los símbolos y de la sensorialidad. Su tarea mayor consistió en penetrar en zonas misteriosas de la vida para dar, según su entendimiento y su intuición, equivalencias visuales por medio de paisajes terrenales o estelares, o por medio de personajes erizados de irrealidad, no contaminados ni de sucesos ni de contingencias. Una y otra vez quiso recordar al público que ni la sensualidad, ni la alegría o la humorada son renunciables o secundarias. Gracias a ello sus obras están impregnadas de frescura y gran vitalidad.

Seguramente la mejor explicación a su excepcional apego a una necesidad constante de producir obra plástica la haya dado el propio Tamayo en 1979, durante una entrevista con el reportero John Gruen, a quien dijo: “En cierta forma toda mi obra habla de amor. Llegué a la conclusión de que el amor es la mejor razón para vivir. Y no hablo del amor de la pareja, sino del amor en un sentido más universal: amor a la naturaleza, a los objetos, al trabajo mismo. Hay algunos artistas que han logrado captar este amor universal. En cuanto a mí, contemplo la tierra y el espacio, observo, pinto y siento que va surgiendo en mí un gran amor".(19)

Tamayo fue un caso de lúcida longevidad, lo cual le permitió trabajar hasta cumplidos los 91 años de edad sin admitir ayudantes. Crear un cuadro era para él un acto de profundo encuentro consigo mismo que no admitía presencia alguna. En su taller no toleraba ni una melodía de fondo, pese a ser un culto enamorado de la música clásica y un notable intérprete de las mejores canciones del repertorio tradicional mexicano. Algunas de ellas las había aprendido de niño al oírselas entonar a gente de las tropas revolucionarias de Emiliano Zapata cuando acampaban cerca del mercado donde él ayudaba a sus familiares en la venta de frutas.

La sostenida alta productividad de Tamayo le permitió presentar a lo largo de su vida 175 exposiciones individuales de su obra pictórica y de su producción gráfica en muchos países de todos los continentes, excepto África. Algunas de esas exposiciones fueron de tamaño monumental. La mayor de todas se presentó en la ciudad de México en 1987; entonces hicieron falta dos museos (el del Palacio de Bellas Artes y el Museo de Arte Contemporáneo Internacional Rufino Tamayo) para distribuir más de 700 piezas de pintura de caballete y murales, dibujo, gráfica y escultura realizadas a partir de 1920. Fuera de México fue en los Estados Unidos donde más exposiciones personales suyas se presentaron: 67 en total, aportando en cada oportunidad trabajos recientes.

Lo producido por Tamayo suma varios miles de piezas. El museo que lleva su nombre ha emprendido la difícil tarea de elaborar un catálogo total razonado, difícil por lo disperso de la obra y de los listados. Ya en plena ancianidad no disimulaba la satisfacción que le provocaba conservar energías para una labor constante. A los 86 años declaró: “Jamás me retiraré; es más, yo creo que me moriré pintando".

Tras una operación a corazón abierto a que fue sometido en noviembre de 1989 no pudo sostener su habitual disciplina de ocho horas diarias frente al caballete, aunque después del trance todavía concluyó varias telas de diverso tamaño y supervisó la edición de un ciclo de litografías.

Durante una visita que le hice a fines de agosto de 1990 (tenía entonces 91 años de edad) me dijo: “Lamento que el tiempo sea tan corto, se va y no alcanza para hacer las cosas; a mí no me ha alcanzado, debería ser más largo; los problemas involucrados en la pintura son tan extensos que 90 años no son suficientes para lograr cuanto uno quisiera". La mañana de ese día le había dedicado una larga sesión a El muchacho del violín, su último cuadro. “Pretendo que sea un paso adelante en mi carrera - me advirtió -, estoy cambiando en el dibujo, simplificando lo más posible, incluso he limitado el color: sólo rojo, gris y negro. Mi intención es simplificar aún más".

El gris había sido y seguía siendo el color comodín en la paleta de Tamayo. “Me molesta el blanco de la tela  - agregó -, lo primero que hago al comenzar un cuadro es taparlo, generalmente lo hago con una capa de gris. Sobreponer otros colores al gris me lleva a cambios de tonalidades que enriquecen la superficie". Mas a veces el blanco se imponía con toda su peculiaridad y pureza, suavemente teñido con azul, gris o rosa. El rosa apareció con frecuencia en la etapa final. Tamayo prefería llamarlo rojo. El rosa más cálido, más sensual, más sorpresivo y sugerente fue el que Tamayo empleó para construir la maciza figura de Picasso al desnudo, seguramente uno de los retratos más insólitos y estéticamente más radicales de la pintura de este fin de siglo,  pese a no ser catalogable en ninguna de las neo vanguardias. Figura de primera fila en el arte contemporáneo, Tamayo se adelantó a las vanguardias del presente con su espíritu irónico, su práctica desacralizadora, su cosmovisión, su meditación angustiada en torno a una realidad que se expande cargada de tensiones apocalípticas.

Durante la conversación llegamos al asunto de los ejes verticales que anclan muchas de sus composiciones.  Su explicación fue la siguiente: “Como el contrapunto en la música, a partir de un centro los elementos se  dispersan para combinarse en un sistema de equilibrios por contrapesos de la materia y el color. No se trata de simetrías sino de balances. A  veces conviene llenar el espacio y otras dejarlo vacío. Si pongo una figura en el centro, tengo que usar en los lados elementos de color y diseño que resten importancia al centro, para que el ojo se sienta atraído por la totalidad y nada se caiga. Si no hubiera puesto en Hoy el árbol seco a la derecha, se hubiera producido un hueco muy visible por lo agrio de los colores que utilicé para expresar el ambiente terrible de nuestro presente, cuando nos amenazan nuevas enfermedades, nuevas guerras, nuevos aplastamientos. Con el mismo criterio hago los rayados  horizontales o verticales; un color plano daría un agujero, se verían huecos por aquí y por allí; con las rayas consigo la unidad y evito la monotonía".

Más y más Tamayo practicó inventivo juego de ilógicas compensaciones. Si no se quiere traicionar, como espectador, su poética visual, hay que darle a su sinfonía de formas, colores y texturas una interpretación abierta, aleatoria. Argumentos, sensaciones y emociones no tienen en su obra límites rígidos ni contenedores prefigurados.

Mermadas sus energías físicas, todavía acariciaba un proyecto muy preciso: él, que había pintado tantas veces la fiereza y el terror, se prometía a sí mismo no volver a hacerlo y concentrar su capacidad de invención en imágenes de ternura. Al confesarlo sus largos dedos se hundían en la tibia pelambre de un perro faldero.

Fuente:
1. Carlos Mérida. LA OBRA DE TAMAYO, en Magazine del periódico El Demócrata. México, D.F., 1926. 2. Celestino Gorostiza. RUFINO TAMAYO, QUE ABRE UNA EXPOSICIÓN CON SUS OBRAS EN LA GALERÍA DE ARTE MODERNO. México, D.F., 20 de octubre de 1929. 3. Chano Urueta. LA PINTURA DE RUFINO TAMAYO, en Revista Todo. México, D.F., noviembre, 1935. 4. Xavier Villaurrutia en el catálogo TAMAYO: 20 AÑOS DE SU LABOR PICTÓRICA, Museo Nacional de Artes Plásticas, Palacio de Bellas Artes, Instituto Nacional de Bellas Artes, México, D.F., junio 23 de 1948. 5. Clemente Cámara Ochoa. MOVIMIENTO TRANSFORMADOR DE LA PINTURA EN EL CONTINENTE en periódico El Universal. México, D.F., 1944. 6. Carta de Octavio Paz a Raquel Tibol, 15 de agosto de 1987. 7. Raymond Cogniat. RUFINO TAMAYO. Collection Artistes de ce temps, París, 1951. 8. Justino Fernández. EL HOMBRE: ESTÉTICA DEL ARTE CONTEMPORÁNEO. INSTITUTO DE INVESTIGACIONES ESTÉTICAS. Universidad Nacional Autónoma de México, 1962. 9. Publicado en el catálogo de la exposición RUFINO TAMAYO: OBRAS RECIENTES, Museo de Arte Moderno, Instituto Nacional de Bellas Artes. México, D.F., febrero de 1976. 10. Stanton L. Catlin. TAMAYO RETROSPECTIVE. PIVOTS SWAYING DESTINIES, Art World, Vol. 3, Num. 9, 18 de mayo - 18 de junio, 1979. 11. David Alfaro Siqueiros. TRES LLAMAMIENTOS DE ORIENTACIÓN ACTUAL DE LA NUEVA GENERACIÓN AMERICANA en Vida Americana, Barcelona, España, mayo de 1921; jefe de redacción y director artístico, David Alfaro Siqueiros. 12. Entrevista a Diego Rivera en el periódico El Universal, México, D.F., julio 21 de 1921. 13. Diego Rivera. LA EXPOSICIÓN DE LA ESCUELA NACIONAL DE BELLAS ARTES en revista Azulejos, T. 1., Núm. 3, octubre de 1921, MÈxico, D.F. 14. Cristina Pacheco. RUFINO TAMAYO EN LA INTIMIDAD DE SU ESTUDIO DICE A SIEMPRE! POR QUÉ RECHAZÓ LA ORDEN DEL QUETZAL en revista Siempre!, México, D.F., marzo 12 de 1980. 15. Declaraciones recogidas por Victor Alba en Coloquios de Coyoacán con Rufino Tamayo, Colección Panorama, B. Costa-Amic, Editor, México, 1956. 16. Véase nota 4. 17. En septiembre de 1949 Benjamin Péret escribió AIR MEXICAIN. En 1952, Libraire Arcanes, de París, lo publicó con cuatro litografías originales de Tamayo. La cita está tomada de ese texto. 18. Emily Genauer. RUFINO TAMAYO. Harry N. Abrams, Inc. Nueva York, 1974-1975. 19. John Gruen. TAMAYO: THERE ARE SPIRITS IN MUY COUNTRY...I STRAIN TO LISTEN TO THEIR VOICES, Artnews, Vol. 78, Núm. 2, New York, febrero de 1979.

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Tamayo en la pintura mexicana

por Octavio Paz

Como todas nuestras artes contemporáneas -y quizá más acusadamente- la pintura es hija de la Revolución Mexicana. Según he intentado explicar en otra parte(1), concibo a este movimiento como una inmersión de México en su propio ser. Al hacer saltar las formas que lo oprimían y desnaturalizaban, meras superposiciones históricas, el país se encuentra a solas consigo mismo. México se descubre, pero al mismo tiempo descubre que su tradición -catolicismo colonial y liberalismo republicano- no podrá resolver sus conflictos. Así, la Revolución es un regreso a los orígenes tanto como una búsqueda de una tradición universal.  Acaso no sea inútil señalar que empleo la palabra tradición en el sentido de un programa o proyecto común que inserte a la nación en el mundo moderno. La Revolución, por una parte, es una revelación del subsuelo histórico de México; por otra, una tentativa por hacer de nuestro país una nación realmente moderna y así mediante un salto -el salto que no pudieron dar los liberales- suprimir lo que llaman nuestro “retraso histórico". Ahora bien, convertirse en “una nación moderna" no quiere decir solamente adoptar técnicas de producción sino insertarse en una tradición universal determinada. O inventar un nuevo proyecto, una nueva visión del hombre y de la historia. Todos sabemos que esta búsqueda de una tradición que substituyese a las que antes habían modelado a nuestro país terminó en un compromiso inestable, que aún no hemos superado. Pues bien, la pintura mexicana participa de esta doble condición. Desde el primer momento los pintores vuelven los ojos hacia México y, también desde ese primer momento, sienten la necesidad de insertar su nacionalismo en la corriente general del espíritu moderno. Todos los equívocos posteriores, estéticos y morales, parten de esa insuficiencia de la Revolución Mexicana que, si fue una revelación de nuestro ser nacional, no logró darnos una visión del mundo ni enlazar su descubrimiento a una tradición universal.

            México, su historia y su paisaje, sus héroes y su pueblo, su pasado y su futuro, constituyen el tema central de nuestros pintores. Naturalmente ese regreso se hizo utilizando valores, formas y principios rescatados por la cultura europea. En el trópico de Rivera hay ecos de Gauguin y de Rousseau, como en la poesía de López Velarde es visible la presencia, directa o refleja, de ciertos simbolistas franceses. Y la lección que  el mismo Rivera recoge de los primitivos italianos acaso hubiese sido distinta sin el ejemplo de Modigliani. El descubrimiento de las artes precortesianas y populares también es un resultado de la curiosidad de la estética occidental. Desde el Romanticismo hasta nuestros días el arte no cesa de enriquecerse con obras y conceptos ajenos al orbe grecolatino. Podemos ver con ojos limpios el arte precortesiano porque desde hace más de un siglo se nos ha enseñado a ver el arte gótico, el oriental y, más tarde, el de África y Oceanía. Estas conquistas no sólo han enriquecido nuestra sensibilidad sino que han influido en las obras de todos los grandes artistas contemporáneos. Recuérdese lo que significaron las máscaras negras para el cubismo, el arte egipcio para Klee, la escultura sumeria para Picasso. La obra de los pintores mexicanos es parte de esta tradición que inicia el Romanticismo. Sin ella, Rivera sería inexplicable. Nuestra pintura es un capítulo del arte moderno. Pero, asimismo, es la pintura de un pueblo que acaba de descubrirse a sí mismo y que, no contento con reconocerse en su pasado, busca un proyecto histórico que lo inserte en la civilización contemporánea.

Una pintura  con estas ambiciones necesitaba -salvo en el caso de Orozco, dispuesto a dejarse devorar por los extremos y que siempre se burló de las ideas -el concurso de una filosofía que la justificara y trascendiera. Esta necesidad no era occidental, ni partía del temperamento o del capricho de los pintores mexicanos. Obedecía a las mismas causas que llevaron a Vasconcelos -primer protector de los muralistas- a fundar la educación mexicana en una filosofía de la “raza cósmica" y a la Revolución a buscar una tradición universal que trascendiese sus limitaciones nacionales. Ninguno de los sistemas que les ofrecía la realidad mexicana podía satisfacer a los pintores; por eso volvieron los ojos hacia el marxismo. Mas la adopción del pensamiento marxista no era ni podía ser consecuencia de la existencia de un gran proletariado o de un movimiento socialista de significación. El marxismo de Rivera y sus compañeros no tenía otro sentido que el de reemplazar por una filosofía revolucionaria internacional la ausencia de filosofía de la Revolución Mexicana. Su función no era diversa a la de las especulaciones hinduistas de Vasconcelos o al bergsonismo de Caso. Y mientras el Partido Comunista se formaba apenas o vivía en la clandestinidad, los muros oficiales se cubrieron de pinturas que profetizaban el fin del capitalismo, sin que nadie, ni los pintores ni los mecenas, se escandalizaran. Esta ausencia de relación entre la realidad y las visiones que pretenden expresarla da a buena parte de la pintura de Rivera, Siqueiros y algunos otros un carácter fatalmente inauténtico. Cuando su pintura predica, deja de ser lo que ellos quieren que sea: una respuesta orgánica a la realidad. Hija de las especulaciones de un grupo de artistas e intelectuales, carece de esa relación total con su pueblo y su momento que da veracidad a Giotto, Cimabue o Piero de la Francesca. No se puede ser al mismo tiempo pintor oficial de un régimen y artista revolucionario sin introducir la confusión y el equívoco.

La ideología de esta pintura sólo es una máscara. Si se la aparta, se descubre que es una de las expresiones más altas de nuestra Revolución. Sus mismas limitaciones, su búsqueda de una visión universal que supere nuestras contradicciones, sus deslumbrantes hallazgos, son los del movimiento iniciado en 1910. De allí que la pintura mural posea, a su manera, un carácter orgánico. Y ese carácter, más que sus ambiciones ideológicas, es lo que le otorga fisonomía, autenticidad y grandeza.

La ideología no les sirvió a los pintores para establecer vínculos orgánicos con la realidad, pero les dio ocasión para integrar su particular visión del mundo. Si el espectador se detiene ante la obra de Diego Rivera, descubre inmediatamente que este pintor no es tanto un materialista dialéctico como un materialista a secas; quiero decir: un adorador de la materia como substancia cósmica. Rivera reverencia y pinta sobre todo  a la materia. Y la concibe como una madre: como un gran vientre, una gran boca y una gran tumba. Madre, inmensa matriz que todo lo devora y engendra, la materia es una figura femenina siempre en reposo, soñolienta y secretamente activa, en germinación constante como todas las grandes divinidades de la fertilidad. El erotismo monumental de este pintor lo lleva a concebir al mundo como un enorme fluir de formas, contemplado por los ojos absortos y fecundos de la madre. Paraíso, procreación, germinación bajo las grandes hojas verdes del Principio. Una gran corriente erótica atraviesa todas sus creaciones. Como en esos microscopios de laboratorio biológico que tanto le interesan, en sus muros pululan hombres, plantas, máquinas, signos. Hay algo oriental en esa riqueza de gérmenes. Su horror al vacío lo hace llenar el espacio de figuras, de modo que el muro, cualesquiera que sean sus dimensiones, parece que va a estallar por la presión de los seres que hormiguean en su interior. Nada más opuesto a esta repleta inmovilidad de primer día del mundo que el dinamismo, hecho de oposiciones y reconciliaciones, de una concepción dialéctica de la historia. Y de allí que Rivera caiga en la ilustración cuando intenta acceder a la historia. En sus mejores momentos, Rivera es un gran pintor de la creación y recreación incesante de la materia.

Para Alfaro Siqueiros, en cambio, todo es luz y sombras, movimiento y contraste. Los antecedentes de su pintura, hecha de antítesis, distorsiones violentas y bruscas iluminaciones, podrían encontrarse en ciertos pintores barrocos, españoles y flamencos, en los románticos -también preocupados por ese dualismo de luz y sombra- y en los futuristas italianos, que quisieron pintar el movimiento. El mundo de Siqueiros es el de los contrastes: materia y espíritu, afirmación y negación, movimiento e inmovilidad. Sus temas poseen un dinamismo dramático y sus grandes figuras parecen querer escapar del cuadro, dejar de ser pintura y convertirse en símbolo puro. Si el peligro de Rivera es el estatismo, el de Siqueiros es el efectismo teatral. A veces sus formas se hinchan como los músculos de un Hércules de feria. Otras, tienden a un esquematismo sumario: las ideas no llegan a encarnar realmente en la pintura. Si Diego hace ilustraciones estéticas, Siqueiros incurre en la arenga mural. Pero es una arenga -o mejor: un discurso- que no logra su expresión plástica y que se queda en signo intelectual. Literatura pintada, “ideología" que se sirve de las formas como de letras: precisamente lo contrario de lo que se propone ser. El temperamento dialéctico de Siqueiros lo ha llevado a predicar la utilización de nuevos materiales pictóricos. No es esta ocasión de analizar sus ideas, aunque muchas de ellas no dejan de ofrecer un interés real. En cambio sí es oportuno señalar que esta necesidad de emplear nuevos materiales es en Siqueiros más fatal de lo que él mismo se imagina, pues toda su pintura, cuando triunfa, cuando se realiza, tiende a negar la materia, a inflamarla y transformarla en otra cosa. Buscar nuevos materiales es una de las maneras con que este dialéctico pretende escapar de la materia.

Si Rivera es épico y Siqueiros dramático, Orozco es trágico. Como Siqueiros ama el movimiento; como Rivera, es monumental. Es tan enfático como ellos. Cuando cae, cae más pesadamente: cae de más alto. Al contrario de sus compañeros, no intenta penetrar la realidad con el arma de una ideología sino que arremete contra ella y sus encarnaciones. La Revolución Mexicana no escapa a sus ataques. Su pintura puede parecernos a veces una explosión, pero sabemos que esa explosión es real: quema. Y al primero que quema es al pintor. Pues esta pintura es, por encima de todo, un monólogo. Villaurrutia lo ha llamado el pintor del horror. Quizá sea más justo llamarle el pintor de lo terrible. El horror nos inmoviliza; es un erizarse el alma y la piel, una contemplación fascinada, un mareo: la realidad de pronto abre sus entrañas y nos deja ver su fondo, que es el sin fin. Y ante ese vacío sentimos la náusea del vértigo: la nada nos fascina. El horror es una de las formas de aprehensión de lo Sagrado. Este se manifiesta ya como lo pleno y repleto -la escultura azteca, por ejemplo- o como lo vacío -la propia conciencia, el aburrimiento, en Baudelaire. El hombre es ajeno a lo horrible, que es por naturaleza lo extraño, lo radicalmente otro; en el horror aprehendemos lo Sagrado como lo ajeno, y nuestra reacción ante  lo horrible es de absorta inmovilidad. La pintura de Orozco no nos produce esa suerte de pasmo. Es una pintura humana que se interesa en nuestro destino. El personaje de Orozco no es la materia, ni la historia y su dialéctica de sombras y luces, sino Prometeo, el héroe en combate solitario contra los monstruos. La grandeza de Orozco reside en su conciencia de la soledad. En pocos artistas ha encarnado con tal violencia la voluntad de México, que si es voluntad de romper con la madre también lo es de trascender nuestra situación de orfandad. El hombre de Orozco está solo. Los dioses han muerto; frente a nosotros gesticulan las máscaras feroces de todas las ideologías y una selva de garras y guiños: la mentira de este mundo y del otro. La obra de Orozco completa la de Rivera. Ambas representan los dos momentos de la Revolución Mexicana: Rivera, la vuelta a los orígenes; Orozco, el sarcasmo, la denuncia y la búsqueda.

 La aparición de un nuevo grupo de pintores

-Tamayo, Lazo, Orozco Romero, María Izquierdo, etc.-, entre 1925 y 1930, produjo una escisión en el movimiento iniciado por los muralistas. Un estilo de llama termina siempre por devorarse a sí mismo. Repetir a Orozco habría sido una insoportable mistificación; el nacionalismo amenazaba convertirse en mera superficie pintoresca, como de hecho ocurrió después; y el dogmatismo de los pintores “revolucionarios" entrañaba una inaceptable sujeción del arte a un “realismo" que nunca se ha mostrado muy respetuoso de la realidad. Todos conocemos los frutos de esta nueva beatería y a qué extremos morales y estáticos ha conducido el llamado “realismo socialista". La ruptura no fue resultado de la actividad organizada de un grupo, sino la respuesta aislada, individual, de diversos y encontrados temperamentos. Nada más alejado de la constante búsqueda e invención de Carlos Mérida y Jesús Reyes que la lenta maduración de Julio Castellanos; nada más opuesto a la desnudez de Rodríguez Lozano que la poesía explosiva de Frida Kahlo o el mundo sonámbulo de Agustín Lazo. Pero a todos los impulsaba el deseo de encontrar una nueva universalidad plástica, esta vez sin recurrir a la “ideología" y, también, sin traicionar el legado de sus predecesores: el descubrimiento de nuestro pueblo como una cantera de revelaciones. Así, la ruptura no tendía tanto a negar la obra de los iniciadores como a continuarla por otros caminos. La pintura perdía su carácter monumental, pero se aligeraba de retórica.

Rufino Tamayo es uno de los pintores que se rehúsa a seguir el camino trazado por los fundadores de la pintura moderna mexicana. Y su búsqueda pictórica y poética ha sido de tal modo arriesgada y su aventura artística posee tal radicalismo, que esta doble independencia lo convierte en la oveja negra de la pintura mexicana.(2) La integridad con que Tamayo ha asumido los riesgos de su aventura, su decisión de llegar hasta el límite y de saltarlo cada vez que ha sido necesario, sin miedo al vacío o a la caída, seguro de sus alas, son un ejemplo de intrepidez artística y moral. Al mismo tiempo constituyen la prueba de fuego de una vieja verdad: lo genuino vence todas las influencias, las transforma y se sirve de ellas para expresarse mejor. Nada, excepto la pereza, la repetición o la complacencia en lo ya conquistado, daña ese fondo ancestral que lleva en sí todo artista verdadero. La aventura plástica de Tamayo no termina aún y, en plena madurez, el pintor no deja de asombrarnos con creaciones cada vez más deslumbrantes. Mas la obra realizada posee ya tal densidad y originalidad que es imposible no considerarla como una de las más preciosas e irreemplazables de la pintura universal de nuestro tiempo tanto como de la mexicana.

Nacida bajo el signo del rigor y la búsqueda, la pintura de Tamayo se encuentra ahora en una zona de libertad creadora que la hace dueña del secreto del vuelo sin perder jamás el de la tierra, fuerza de gravedad de la inspiración. EL lirismo de hoy es fruto del ascetismo de ayer. Hasta hace pocos años su pintura se ofrecía al espectador como un deliberado sacrificio en favor de la desnudez esencial del objeto. Ahora ese núcleo vibrante y puro a que se había reducido su arte emite una serie de descargas, tanto más directas y libres cuanto más inflexiblemente sometidas a una implacable voluntad de pureza. La libertad, nuevamente, se nos muestra como una conquista. Vale la pena ver cómo Tamayo alcanzó esta tensa libertad.

En lo que podríamos llamar su primer época, el pintor no parece sino interesarse en la experiencia plástica pura. Naturalmente no en el sentido de “pintar bien" o de “dominar el oficio", porque con sus atrevidas composiciones Tamayo no se proponía “aprender a pintar" o “vencer dificultades", sino encontrar nuevas formas de expresión plástica. Por eso no es extraño que le hayan atraído sobre todo los pintores contemporáneos que voluntariamente redujeron la pintura a sus elementos esenciales. En ellos iba a encontrar un mundo de formas que se prohibían toda significación que no estuviese contenida en los valores plásticos. El ejemplo de Braque, según me ha dicho el mismo Tamayo, fue precioso entre todos. En efecto, el cubismo de Braque no posee la rabia alada de Picasso ni el radicalismo desesperado de Juan Gris -que, a mi juicio, es el único artista contemporáneo que ha pintado castillos racionales sobre los abismos del espacio puro-. El más tradicional de estos tres grandes revolucionarios, el más "pintor" también, Braque no deja nunca de apoyarse en la realidad. Una realidad que no es nunca la realidad en bruto, inmediata, de Goya o Picasso, sino algo tamizado por la inteligencia y la sensibilidad. No un muro que hay que saltar, sino un punto de apoyo para el vuelo. Y, asimismo, un punto de aterrizaje. Más crudo y violento, el mexicano necesitaba la lección moderadora de Braque. El le enseña las virtudes de la contención y del rigor. Y así, sería inútil buscar en las telas de Tamayo la presencia de Braque, pues su influencia no se ejerció como una imitación o un contagio sino como una lección. No es en los cuadros de Tamayo en donde se puede encontrar a Braque, sino en su actitud frente a la pintura, que vuelve a ser considerada como un universo de correspondencias exclusivamente plásticas. (En cambio si es visible la huella de otros pintores, como Picasso y Miró).

Todas las obras de esa época -naturalezas muertas, grupos de mujeres y hombres, alegorías de Zapata y Juárez, muro del Conservatorio- son estrictamente composiciones. Nada más. Nada menos. Su concepto del cuadro obedece a una exigencia plástica. Se niega a concebirlo como ese foro en que la pintura tradicional lo había convertido y se sitúa frente a la tela como lo que es realmente: una superficie plana. El espacio recobra toda su importancia. No lo rellena: es un valor, un elemento que sostiene a los otros valores; tampoco deja de “pintarlo": sabe que el espacio vacío puede transformarse en un agujero capaz de tragarse al resto del cuadro. Por gracia del color, el espacio vibra, existe. Pero Tamayo no conquista el espacio por su color sino por su sentido de la composición. Colorista nato, ha logrado servirse de su don nativo -en lugar de ahogarse en él- sometiéndolo al rigor de la composición. De allí que sea imposible hablar de Tamayo como de un simple colorista. Sus colores se apoyan en una estructura y no pueden considerarse sino como funciones de una totalidad: el cuadro.

Si para Tamayo la pintura es un lenguaje plástico que no está destinado a narrar y que desdeña la anécdota, o qué se propone decirnos con ese lenguaje? La respuesta a esta pregunta, implícita en casi toda su obra, se expresa de manera inequívoca en sus últimas telas, desde hace quince años. Primero fueron una serie de animales terribles: perros, leones, serpientes, coyotes; más tarde, personajes inquietantes, solitarios o en grupo, danzando o inmóviles, todos arrastrados o petrificados por una fuerza secreta. La antigua rigidez de las figuras y objetos cede el sitio a una concepción más dinámica; todo vuela o danza, corre, asciende o se despeña. Las deformaciones dejan de ser puramente estéticas para cumplir una función que no es exagerado llamar ritual: a veces consagran; otras, condenan. El espacio, sin renunciar a sus valores plásticos, se convierte en el vibrante lugar de cita del vértigo, y los antiguos elementos -la sandía, las mujeres, las guitarras, los muñecos- se transforman y acceden a un mundo regido por los astros y los pájaros. El sol y la luna, fuerzas enemigas y complementarias, presiden este universo, en donde abundan las alusiones al infinito. El pintor, como esos enamorados de una de sus telas o ese astrónomo que es también un astrólogo, no tiene miedo de asomarse a la muerte y resurrección de los mundos estelares. Tamayo ha traspuesto un nuevo límite y su mundo es ya un mundo de poesía. El pintor nos abre las puertas del viejo universo sagrado de los mitos y de las imágenes que nos revelan la doble condición del hombre: su atroz realidad y, simultáneamente, su no menos atroz irrealidad. El hombre del siglo XX descubre de pronto lo que, por otras vías, ya sabían todos aquellos que han vivido una crisis, un fin de mundo. Como en el poema de Moreno Villa, “hemos descubierto en la simetría la raíz de mucha iniquidad".

La presencia de símbolos de fertilidad y destrucción, las correspondencias que es fácil encontrar entre el lenguaje del pintor y el de la magia o sus coincidencias con ciertas concepciones plásticas y religiosas precortesianas, no deben engañarnos. Tamayo no es un intelectual ni un arqueólogo. Este hombre moderno también es muy antiguo. Y la fuerza que guía su mano no es distinta de la que movió a sus antepasados zapotecas. Su sentido de la muerte y de la vida como una totalidad inseparable, su amor por los elementos primordiales tanto como por los seres elementales, lo revelan como un temperamento erótico, en el sentido más noble y antiguo de la palabra. Gracias a esa sabiduría amorosa, el mundo no se le ofrece como un esquema intelectual, sino como un vivo organismo de correspondencias y enemistades. Su visión no es diversa a la de los grandes poetas.

Xavier Villaurrutia fue uno de los primeros en advertir que el elemento solar acompaña a este pintor en todas sus aventuras. En efecto, Tamayo es un hijo de la tierra y del sol. La infancia está viva en su obra y sus secretos poderes de exaltación están presentes en todas sus telas. En su primer período dió sensualidad y frescura a frutas tropicales, guitarras nocturnas, mujeres de la costa o del altiplano. Hoy ilumina a sus más altas creaciones. Su materia, al mismo tiempo reconcentrada y jugosa, rica y severa, está hecha de la substancia de ese sol secreto. Un sol que, si es el de su infancia, es también el de la infancia del mundo y, más entrañablemente, el mismo que presidió los cálculos astronómicos de los antiguos mexicanos, la sucesión ritual de sus fiestas y el sentido de sus vidas. Pero la presencia del elemento solar, positivo, engendra la respuesta de un principio contrario. La unidad esencial del mundo se manifiesta como dualidad: la vida se alimenta de la muerte. El elemento solar rima con el lunar. El principio masculino sostiene en todas las telas de Tamayo un diálogo con el principio lunar. La luna que arde en algunos de sus cuadros  rige el hieratismo de esas mujeres que se tienden en posición de sacrificio. Necesario complemento del sol, la luna ha dado a esta pintura su verdadero equilibrio -no en el sentido de la armonía de las proporciones, sino en el más decisivo de inclinar la balanza de la vida con el peso de la muerte y la noche. Y acaso ese mismo principio lunar sea la raíz de la delicadeza refinada de algunos fragmentos de sus telas, vecinos siempre de trozos sombríos y bárbaros. Porque Tamayo sabe instintivamente que México no sólo es un país hosco y trágico, sino que también es la tierra del colibrí, de los mantos de pluma, de las “piñatas" y de las máscaras de turquesa.

Toda la obra de Tamayo parece ser una vasta metáfora. Naturalezas muertas, pájaros, perros, hombres y mujeres, el espacio mismo, no son sino alusiones, transfiguraciones o encarnaciones del doble principio cósmico que simbolizan el sol y la luna. Y por gracia de esta comprensión del ritmo vital, su pintura es un signo en el cielo de una larga tradición. La naturalidad con que Tamayo reanuda el perdido contacto con las viejas civilizaciones precortesianas lo distingue de la mayor parte de los grandes pintores de nuestro tiempo, mexicanos o europeos. Pues para casi todos, inclusive para aquellos que, como Paul Klee, se mueven en un ámbito de poesía y conocen el secreto de la resurrección ritual, el descubrimiento de la inocencia es el fruto de un esfuerzo y de una conquista. Las excavaciones en esos “cementerios de culturas" que son los museos de arte y antropología, han precedido a muchas de las creaciones más sorprendentes de la pintura contemporánea. A Picasso, en cambio, y sin mengua de su incomparable apetito universal, le basta con cerrar los ojos para recobrar al viejo mediterráneo adorador del toro. Otro tanto ocurre con Miró. Como ellos, Tamayo no necesita reconquistar la inocencia; le basta descender al fondo de sí para encontrar al antiguo sol, surtidor de imágenes. Por fatalidad solar y lunar encuentra sin pena el secreto de la antigüedad, que no es otro que el de la perpetua novedad del mundo. En suma, si hay antigüedad e inocencia en la pintura de Tamayo, es porque se apoya en un pueblo; en un presente que es, asimismo, un pasado sin fechas.

A diferencia de lo que ocurría en la Antigüedad y en la Edad Media, para el artista moderno, dice André Malraux, el arte es el único “absoluto". Desde el Romanticismo el artista no acepta como suyos los valores de la burguesía y convierte a su creación en un “absoluto". Pero no se encierra en ella, porque su arte llama a la comunión en el único valor que todos podemos defender aún: la integridad del hombre. El arte moderno “no es una religión, pero es una fe. Si no es lo sagrado, es la negación de lo profano". Y este sentimiento lo distingue del esteta o del habitante de cualquier torre, de marfil o de conceptos. Al negarse a la pintura social, Tamayo niega que el hombre sea un instrumento en las manos de un “absoluto" cualquiera: Dios, la Iglesia, el Partido o el Estado. Pero no cae así en los peligros de un arte “puro", vacío o decorativo? Ya se ha visto cómo nuestro pintor trasciende el puro juego de las formas y nos abre las puertas de un universo regido por las leyes de atracción y repulsión del amor. Servir a la pintura quiere decir servir al hombre: revelarlo, consagrarlo.

Por otra parte, la irrupción de las fuerzas “locas"

-alternativamente creadoras o destructoras- en el último período de la pintura de Tamayo, muestra hasta qué punto su arte es una respuesta directa e instintiva a la presión de la historia. Por eso es un testimonio de los poderes que pretenden destruirnos tanto como una afirmación de nuestra voluntad de sobrevivir. Sin acudir a la anécdota ni al discurso, con los solos medios de un arte tanto más verídico cuanto más libre, denuncia nuestra situación. Su Pájaro agresivo no es nada más eco de los que crea la industria moderna, sino también señal de una imaginación que se venga. Reprimida por toda clase de imposiciones materiales, morales y sociales, la imaginación se vuelve contra sí misma y cambia el signo creador por el de la destrucción. El sentimiento de agresión -y su complemento: el de autodestrucción- es el tema de muchas de sus telas, como Loco que salta al vacío o Niños jugando con fuego. Un significado análogo tiene la Figura que contempla el firmamento, que advierte en el mundo recién descubierto por la física figuras tan inquietantes como las que la psicología ha descubierto en nuestras conciencias.

Ante los descubrimientos de estas ciencias -para no hablar de la cibernética y la parapsicología- ¿cómo aferrarse al antiguo realismo? La realidad ya no es visible con los ojos; se nos escapa y disgrega; ha dejado de ser algo estético, que está ahí frente a nosotros, inmóvil, para que el pintor lo copie. La realidad nos agrede y nos reta, exige ser vencida en un cuerpo a cuerpo. Vencida, trascendida, transfigurada. Y en cuanto al “realismo ideológico", ¿no resulta por lo menos imprudente, ante los últimos cambios operados en la vida política mundial, afirmar que éste o aquel jefe encarna el movimiento de la historia? ¿Cuántos artistas precisamente aquellos que acusaban de “escapismo" y de “irrealismo" a sus compañeros- tienen hoy que esconder sus poemas, sus cuadros y sus novelas? De la noche a la mañana, sin previo aviso, todas esas obras han perdido su carácter “realista" y, por decirlo así, hasta su realidad. Pero hay otro realismo, más humilde y eficaz, que no pretende dedicarse a la inútil y onerosa tarea de reproducir las apariencias de la realidad y que tampoco se cree dueño del secreto de la marcha de la historia y del mundo. Este realismo sufre la realidad atroz de nuestra época y lucha por transformarla y vencerla con las armas propias del arte. No predica: revela. Buena parte de la pintura de Tamayo pertenece a este realismo humilde, que se contenta con darnos su visión del mundo. Y su visión no es tranquilizadora. Tamayo no nos pinta ningún paraíso futuro, ni nos adormece diciendo que vivimos en el mejor de los mundos; tampoco su arte justifica los horrores de los tirios con la excusa de que peores crímenes cometen los troyanos: miseria colonial y campos de concentración, Estados policíacos y bombas atómicas son expresiones del mismo mal.

La ferocidad de muchos personajes de Tamayo, la bestialidad encarnizada de su Perro rabioso, la gula casi cósmica de su Devorador de sandías, la insensata alegría mecánica de otras de sus figuras, nos revelan que el pintor no es insensible al “apetito" destructor que se ha apoderado de la sociedad industrial. La abyección y miseria del hombre contemporáneo encarnan en muchas de las obras recientes de Tamayo; incluso la mirada más distraída descubre una suerte de asco en algunas de estas composiciones; en otras, el pintor se encarniza con su objeto -hombre, animal, figura imaginaria: no importa-, lo desuella y lo muestra tal cual es: un pedazo de materia resplandeciente, sí, pero roída, corroída por la lepra de la estupidez, la sensualidad o el dinero. Poseído por una rabia fría y lúcida, se complace en mostrarnos una fauna de monstruos y medios seres, todos sentados en su propia satisfacción, todos dueños de una risa idiota, todos garras, trompas, dientes enormes y trituradores. ¿Seres imaginarios? No: Tamayo no ha hecho sino pintar nuestras visiones más secretas, las imágenes que infectan nuestros sueños y hacen explosivas nuestras noches. El reverso de la medalla, el rostro nocturno de la sociedad contemporánea. La pared ruidosa del suburbio, la pared orinada por los perros y los borrachos, sobre la que los niños escriben palabrotas. El muro de la cárcel, el muro del colegio, el muro del hogar, el muro del dinero, el muro del poder. Sobre ese muro ha pintado Tamayo algunos de sus cuadros más terribles.

La violencia ensimismada sólo es una parte. La otra es su antiguo mundo solar, visto con nostalgia y melancolía. Naturalezas muertas, sandías, astros, frutos y figuras del trópico, juguetes, todo ahora bañado por una luz fantasmal. En estos cuadros Tamayo ha alcanzado una delicadeza y una finura casi irreales. Nunca el gris nos había revelado tantas entonaciones y modulaciones, como si oyésemos un poema hecho de una sola frase, que se repite sin cesar y sin cesar cambia de significado. El mundo luminoso de ayer no ha perdido nada de su fuerza, nada de su poder de embriaguez; pero la seducción de hoy, como una luz filtrada por las aguas de un estanque, es más lúcida y, me atrevería decir, más reflexiva. En la Figura con un abanico el mundo entero, la vivacidad de la vida, se despliega como una verdadera aparición; sólo que es una aparición sostenida en el aire, suspendido sobre el vacío, como un largo instante irrecuperable. Este cuadro me produce una impresión que sólo puede dar una palabra nacarada: melancolía. Muchas de estas telas recientes, por su suntuosa y rica monotonía, por su luz ensimismada, me recuerdan ciertos sonetos fúnebres de Góngora. Sí Góngora, el gran colorista, pero también el poeta de los blancos, los negros y los grises, el poeta que oía el paso del instante y de las horas:

las horas que limando están los días,
los días que royendo están los años

La pintura de Tamayo no es una recreación estética; es una respuesta personal y espontánea a la realidad de nuestra época. Una respuesta, un exorcismo y una transfiguración. Incluso cuando se complace en el sarcasmo, esta pintura nos abre las puertas de una realidad, perdida para los esclavos modernos y para sus señores, pero que todos podemos recobrar si abrimos los ojos y extendemos la mano. El cuadro es el lugar de reunión de muchas fuerzas. Como el poema, la pintura está hecha de enemistades y reconciliaciones, rimas, correspondencias y ecos. No es un mundo privado, sino el espacio propicio al encuentro: es un sitio de comunión. “La poesía", escribió hace años, “intenta volver sagrado al mundo. De allí el recelo con que la han visto iglesias, capillas, sectas y partidos políticos. Mediante la palabra el poeta consagra la experiencia de los hombres y las relaciones entre el hombre y la mujer, la naturaleza o su propia conciencia". Tamayo ha redescubierto la vieja fórmula de consagración.

                                                                                                                 México, 1950

 

Fuente:
1. El laberinto de la soledad, México, 1950. 2. Tamayo ya no está solo. Los más jóvenes -Soriano, Cuevas, Carrillo, Coronel, etc.- han emprendido por su parte una búsqueda personal y arriesgada, fuera de la corriente oficial.

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Rufino Tamayo en Buenos Aires

por Romualdo Brughetti

“Rufino Tamayo en Buenos Aires. A propósito de Rufino Tamayo" en México en la Cultura en Buenos Aires. Septiembre 16, 1951



La exhibición de obras del pintor mexicano Rufino Tamayo, en el Instituto Moderno, promueve una excelente posibilidad para el planteo a fondo de un arte de fundamentos americanos y proyecciones universales.

A mi modo de ver, los artistas de nuestro continente, asimilada la lección válida de las formas arcaicas, primitivas, clásicas, modernas o contemporáneas, van ensayando una coordinación que alíe el rigor tradicional nativo con los emuladores aportes de otros espíritus y de otras razas. Estamos, así, en un instante propicio en que nuestro arte puede alcanzar un signo distintivo, variaciones en la estructura, en el color, en el matiz, aparte de la simplificada y no siempre válida temática.

Lo característico hasta hace una década en la fuerte plástica mexicana, surgió sobre la base de un movimiento social revolucionario, no artístico ni estético. Buscó, como es lógico teniendo un tal origen, los grandes espacios, los muros de los edificios públicos, porque era , ante todo, un arte que tendía a hablar a las masas, un arte de rasgos humanos y sociales. Los descriptivos frescos de Diego Rivera, las densas y expresivas concepciones de José Clemente Orozco, las sólidas y vibrantes representaciones plásticas de David Alfaro Siqueiros, son testimonios valiosos para comprender un aspecto de suma importancia del movimiento moderno de América, fundado solo en parte en las búsquedas de las escuelas nuevas a partir de Cezanne, y más directamente del fierismo y el cubismo. Todo hombre es en buena medida un reflejo de su tiempo y de su medio: los muralistas de México estaban condicionados por un aliento batallador que aspiraba a suscitar en la vida de su país, en la organización de la comunidad nacional, hecho por el cual no resulta extraño que algunos de sus cultores sean decididos partidarios del materialismo dialéctico. Verdad es que Orozco buscó un orden dramático y universal, pero su oficio, en sí mismo, limitaba artísticamente su impulso. El muro exige una pintura de amplios planos, de sólidos volúmenes, de formas sintéticas. No en vano la evolución de la pintura renacentista, con el descubrimiento del óleo, se trasladó de la pared a la tela, se hizo pintura de caballete. La pintura -pintura con sus múltiples calidades- a partir de los venecianos habría de constituir el legítimo fundamento del arte moderno, que de la España del seiscientos y setecientos pasó a Francia en el ochocientos, para alcanzar en nuestro siglo una gama que abarca las más distintas escuelas y la más heterogéneas personalidades.

Estamos, por estos conductos, lanzados en el panorama de los ismos. Todo pintor del novecientos, en menor o mayor escala, está ligado a alguna tendencia viviente que en los últimos años se vigoriza en el genérico arte abstracto. Y aquí es, en ese denominador común que suprime fronteras, que el problema de un probable arte americano cobra por primera vez una vigencia que supera a la polémica, al punto que adelántase ya el esquema de un arte argentino o mexicano, brasileño o cubano, uruguayo o ecuatoriano. Lamento no poder hacer aquí y ahora esta exhaustiva investigación a que este estado evolutivo impulsa, pero daré al menos, como el ejemplo de Rufino Tamayo, señales que considero no deleznables en este enjuiciamiento.

Y bien; ¿por qué un artista del Río de la Plata, el intimista Pedro Figari, alcanzó a despertar interés en Europa con sus óleos? Esta pregunta me la he formulado repetidas veces cuando se alude al arte americano. Figari, aportó abocetadas escenas, objetos criollos, figuras, atmósferas pampeanas que renacían de su recuerdo y que el pintor transfiguraba pictóricamente. Era el suyo un instrumento que satisfizo a espíritus similares -Bonnard, Vuillard, Denis- porque su acento era poético y sus manchas libres y vivientes. Mas al experimento de los intimistas, sucedían las típicas corrientes de vanguardia más complejas, más ambiciosas, más universales.

Rufino Tamayo, en su obra, parte de su conocimiento y pasión por los creadores de la Escuela de París. Sus caminos, por esto mismo, iban a ser divergentes y antagónicos.

Ateniéndose a su reciente Exposición, en Buenos Aires, los vemos ascender desde la composición monocroma de Ruinas, 1935, a Helado de frutillas, 1938, ingenuo, colorido, sin desdeñar los volúmenes y la intención mural de Retrato de Olga, 1941. o Mujeres cantando, 1945, a los tonos de su tierra natal como Mariposas, 1944, hasta las figuras de Muchacho corriendo, 1947, de Madre feliz o Mujer escultora, 1950, remontándose a temas de constelaciones, o episodios de aviones y hombres.

El proceso de la formativa conciencia, los rumbos disímiles, los desvíos, los encuentros del pintor consigo mismo y su materia comunicante, especialmente el color, son etapas que jalonan su marcha. La audacia o el reposo, la sobriedad o el desenfado, la violencia y aun la truculencia, lo caricaturesco o la versión estereotipada inquietante, en la que entra en buena parte en los últimos años la desesperada retórica vanguardista picassiana, las composiciones de visión primitiva o preciosistas, sólida o calmosa, a las dinámicas formas de fuegos volcánicos, o el mimetismo de la mujer y el cactus indígena, establecen los caminos que no siempre integran legítimamente el mensaje artístico del pintor. Hay, indudablemente, en ciertos tonos suyos -son hermosos esos tonos bajos de rosados, celestes, azules, ocres, grises: son hermosos y espléndidos- y ellos hacen pensar en el hondo color de México, una naturaleza esencial áspera al par que delicada para el espíritu de finura de un artista. Pero,  ¡qué ajena al problema de la expresión plástica mexicana y a toda expresión válida universalmente, esa formación harto poco imaginativa de las figuras dotadas con cabezas microcéfalas y piernas y brazos de parecido a las extremidades de los zancudos, o restos de momias, y manos y pies de sugestión palpípeda! ¿Es que en Europa, describen su universidad en esos tales influjos de la Escuela de París, Picasso o Klee? ¿Hasta cuándo se seguirá alentado lo monstruoso, lo inhumano?

Creo llegado el tiempo de dilucidar concretamente ese pro y contra que harán viable una nueva expresión americana en el mundo, pero estoy convencido que no será la arbitrariedad o las copias vanguardistas que se podrán obtener.

Rufino Tamayo, artista finísimo, de un dominio cromático purificado de espúreos juegos de paleta, tiene delante de sí los senderos de la madurez que le adelantan ya, en casi tres décadas de experiencias y logros, la urdiembre de un arte auténtico. Entiendo, empero, que tendrá que superar o desoír voces ajenas a su temperamento y a su oficio, andar con sumo cuidado en el uso de formas repetidas, controlar cautelosamente lo abstracto de adentrarse en lo profundo de su personalidad de hijo de una América de raíces misteriosas y ocultas colmadas de tradiciones plásticas perdurables.

En Brasil, Cándido Portinari, al abandonar las visiones reales y poéticas de su medio rico en expresiones, cayó también en el demonio del picassismo, aliado a ciertas protuberancias expresionistas excesivas, que rompen la unidad de su arte y de su tierra. Otros artistas han sufrido iguales tentaciones. Rufino Tamayo, con las armonías colorístas y tonales que obtiene en alguna de sus telas, bien puede situarse al margen de toda mezquina anécdota, pintoresquismo o retórica decadente, y le espera a ese fin un difícil penetrar en sí mismo y en su arte, una visión más noble y alta del hombre y de la especie. El mismo lo ha dicho: “Tener los pies firmes. hundidos si es preciso, en el terruño, pero tener también los ojos y oídos y la mente bien abiertos, escudriñando todos los horizontes es, en mi opinión, la postura correcta".

Todo artista americano debe aspirar a la universalidad, pero ¿por qué aceptar siempre como definitivo el solo juicio de la nueva academia de París o la Bienal de Venecia, su lujoso receptáculo actual, como dispensadoras de ese ancho sueño? Los europeos -artistas, críticos- están en pintura removiéndose en aguas turbias y malolientes: les queda la arista del arte abstracto, mas a mi modo de sentir ella es la más flagrante de las evasiones frente a un mundo que busca obstinadamente la energía coordinadora democrática de lo humano esencial.

Lo repito: es éste un arduo tema que exigirá un pausado desarrollo. Considero, no obstante, que con la presencia agudísima de Rufino Tamayo, el problema queda planteado de una manera singular, y a él cabe darle forma resolutiva permanente -como a su colega Siqueiros por el ahondamiento en el nuevo realismo o funcionalismo humanista y tantos otros...

Esta es la esperanza de América, la forma o el matiz que harán de nuestro continente no un seguidor o un copista como a partir del descubrimiento y la conquista, sino una tierra unitiva en la que aún se aguarda la belleza y la verdad de una floreciente obra sustentadora de rumbos nuevos para la humanidad del futuro.

Buenos Aires, 1951.

 

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Rufino Tamayo

por Alfredo E. Roland

Texto publicado en ocasión de la muestra Rufino Tamayo, Instituto de Arte Moderno, 1951, Buenos Aires. Revista Ver y Estimar Nº 25, Volumen VIII, septiembre de 1951, Buenos Aires. 
La exposición de Rufino Tamayo en el Instituto de Arte Moderno permite apreciar, a través de unas pocas obras, las diferentes posturas de este joven maestro mexicano considerado por Moreno Villa, en su ensayo sobre arte mexicano que hemos comentado en estas páginas(1), heredero directo del grupo de los grandes muralistas revolucionarios -Rivera, Orozco, Siqueiros- y, al mismo tiempo, el que da en sus pinturas las notas que pueden considerarse más genuinamente mexicanas, sin que para ello haya tenido que recurrir, como aquéllos, a poner el arte al servicio de una idea política.

Variado es el conjunto, pese a su relativa brevedad. Ella refleja la labor de más de diez años, en los cuales vemos desarrollarse una parábola que va desde la composición de tipo representativo, cuasi naturalista con cierta entonación poética, hasta figuras de un expresionismo exacerbado; hay composiciones superrealistas y hay tranquilos retratos reciamente construidos, con un apropiado sentido de la abstracción, sin que la expresividad perseguida haya impuesto una exagerada deformación. La intención muralista se denota en varias telas; pero ese muralismo, figurativo y de ordenada construcción en una, deviene caprichosamente expresionista en otras de la época actual. Hay también cielos estrellados, mediante los cuales parecería el pintor querer evadirse de la forma al reducirla a un esquema; y hay otros cuadros, de etapa intermedia, en los que predomina cierta retórica picassiana.

Desde el punto de vista formal, las obras de Tamayo denuncian su lucha, la búsqueda en su dibujo, el ahincado buceo para dar con la línea y con la composición verdaderamente expresivas. En cambio, en el color demuestra aplomo, seguridad total en las distintas épocas, una pareja holgura en el manejo de los tonos, en el hallazgo de notas cálidas, hondas. Fondos de sordo cromatismo admirablemente matizados que valen por sí mismos -como el nº19, La madre, en que un verde grave armoniza con profundos ocres que derivan en tonos cárdenos y en el rojo - púrpura, o el del nº 22, que luce toda la riqueza de la gama rosa. Grises sabiamente organizados o modulaciones de un solo color llevadas al extremos de las posibilidades de la paleta, bastan para señalar la dimensión de Tamayo como colorista.

Pero ello al mismo tiempo nos plantea un interrogante, al señalarnos el contraste entre su línea dibujística, contradictoria y tortuosa, y la otra línea, la del colorista tan firme y tan plena. El dibujo expresionista de las últimas obras de Tamayo, ¿será un producto transitorio de sus búsquedas para dar con la forma apropiada a la potencia de su color o será su forma definitiva? Porque en Tamayo hay una disparidad -que no logra vencer- entre el color y el dibujo. Casi podríamos prescindir de este último y no por ello dejaríamos de admirar sus telas. Moreno Villa reconoce en Tamayo esa preponderancia del colorista: “En Tamayo lo esencialmente mexicano está en el color ”, dice en su citado ensayo. Efectivamente, en la variedad de posiciones ya señaladas -naturalismo, superrealismo, expresionismo-, el color se impone siempre, como un valor autónomo, permanente. El artista se esfuerza para completarse y darnos formas en consonancia con la fuerza, con la grandeza de su color. Pero logra esto en muy contadas ocasiones y nunca de una manera cabal. El color es su forma expresiva. En él es donde está todo Tamayo. Es su exclusivo, su auténtico lenguaje. Y como se expresa únicamente por el color, podemos afirmar que sólo se salva por el color.

Ahora bien ¿qué notas son las que determinan el mexicanismo de la pintura de Tamayo? Su color no vibra ni brilla superficialmente. Sus ocres, verdes, grises, amarillos, sus tonalidades rojizas o cárdenas forman una cadencia grave y majestuosa; la vibración es tensa, el brillo es potencial. Para establecer si son estos rasgos predominantes los que caracterizan el mexicanismo de Tamayo como colorista, tendríamos que estudiar la raíces de lo mexicano, remontarnos a las fuentes del arte indígena, a lo telúrico y racial, buscando el parentesco de la paleta de Tamayo con el arte maya y azteca. Exigiría ello una labor más minuciosa que no podemos desarrollar aquí, sería una tarea de tipo arqueológico y sociológico que nos llevaría demasiado lejos. Por lo demás, no creemos que el valor de Tamayo como pintor, como colorista, dependa de su mayor o menor grado de mexicanismo.

Buenos Aires, 1951.

 

Fuente:
1. José Moreno Villa. Lo mexicano en las artes plásticas, México D.F. ed. El Colegio de México, 1948 (Cf. Ver y Estimar, Nº10)

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Rufino Tamayo

por Juan Carlos Pereda

A un paso de finalizar el milenio, el arte mexicano adquiere cada vez más espectadores en el mundo; estos, se han asombrado ante nuestro universo artístico tan particular, el cual posee una poderosa fuerza expresiva que refleja nuestra esencia en el arte.

De entre los artistas que han perfilado esta fisonomía, refulge la obra de Rufino Tamayo quien es el pintor contemporáneo que ha expresado más certeramente la naturaleza ancestral y moderna del pueblo mexicano.

Rufino Tamayo tiene como uno de sus más singulares méritos el hacer fluir en un solo torrente los Méxicos diversos que coexisten en la cotidianidad, es el México de los recuerdos arcaicos de la antigua cultura en la que estamos enraizados; el de la sabiduría natural de reconocerse en sus más auténticas tradiciones populares y el que se reencuentra en su firme anhelo de integrarse al mundo. Sin embargo, nada de esto es explícito en sus lienzos. La pintura de Tamayo, como lo señaló Ramón Xirau “no está hecha para enseñar, sino para revelar. Tamayo no cuenta ni describe, dice; no convence, sino inspira". Así, Tamayo, concilió las ideas que en la pintura mexicana parecían contradecirse; lo nacional y lo moderno.

La pintura de Tamayo abre puertas a la inteligencia y a la sensibilidad del espectador, quien no podrá nunca ser un receptor pasivo ante su obra, sino que tendrá que completar el sentido último del cuadro con su participación.

Tamayo recurrió primordialmente a dos elementos que México posee en abundancia, para construir su poética tan única y personal: el color y la luz; pero fue en el uso del color donde el artista oaxaqueño aportó una visión inédita a la historia del arte universal: Tamayo usó el color como la mayoría de los artistas usan la forma.

La presente muestra contiene ejemplos paradigmáticos de la obra que Tamayo produjo en sus más de setenta años de creación artística. Al visualizar un conjunto tan rico, se puede constatar que en cada una de las obras aparecen rasgos significativos de la cultura y de las tradiciones de México; algunas veces estas referencias aparecen veladas u ocultas, pero ciertamente están  presentes en todos sus cuadros.

El carácter independiente y rebelde de Tamayo le permitió la libre elección de las corrientes estéticas que le ofrecían algún atractivo, para acercárseles, estudiarlas y tomar alguna referencia de ellas. Por ejemplo, sintió desde muy pronto una afinidad por los cuadros de naturalezas muertas de perfiles metafísicos que el italiano Giorgio de Chirico realizaba en los primeros veinte años de este siglo; además experimentó una temprana fascinación por los rigores del orden cubista.

Reloj y teléfono es un cuadro que atestigua la inteligente síntesis que el joven pintor realizó de estos dos movimientos. Al primero pertenece el ambiente denso, cerrado y obscuro, el cual resulta enigmático. El colorido obscuro deriva de la paleta que usaron preferentemente los pintores cubistas, así como el dibujo de los artefactos mecánicos, compactos y algo estilizados, recuerdan vagamente lo popular. La perspectiva ha sido desarticulada, por lo que los objetos y muebles están configurados con un carácter irreal, que también recuerda la corriente surrealista.

En Los caracoles Tamayo ha realizado una reunión de objetos tan disímiles e inconexos que solo a través de la evocación de la poesía adquieren sentido. Los objetos han sido pintados en un exacto orden, y pueden ser visualizados en sus líneas más esenciales: los triángulos con que han sido compuestos los caracoles y la mazorca, las retículas de cuadros y rectángulos de la mesa, la cajetilla de cigarros, las paredes, la cuerda y el dintel de la ventana, todo contrastado con la rotunda circunferencia del foco.

Retrato de niño resulta ser un autorretrato retrospectivo del artista, en donde la erudición visual comienza ya a manifestarse, pues en él hay ya una compleja armonía entre algunos rasgos de la pintura del período rosa y azul de Pablo Picasso, que Tamayo ha incorporado a la suya, así como ciertos elementos de raigambre prehispánica. El cuadro es poco detallado, de líneas rudimentarias y pinceladas cortas, así como de paleta austera.

El interés que despertó lo inédito de la desconcertante belleza de Desnudo en gris se manifestó en la fortuna crítica que este cuadro tuvo desde la primera muestra en que fue colgado: Xavier Villaurrutia lo calificó como una obra que poseía “sensualidad sin refinamiento". Es en este lienzo donde por primera vez aparece una referencia directa del arte prehispánico de México, sintetizado con algunas ideas de las vanguardias europeas que se nutrieron del arte primitivo.

El inicio de la unión entre Olga y Rufino Tamayo fue celebrado por el pintor con el cuadro de grandes alcances estéticos titulado Rufino y Olga, en el se muestra la sabiduría colorística del maestro; la elegante presencia de Olga está llevada al lienzo con una sofisticada belleza arcaica, mientras que el elegante perfil de Rufino, está apenas dibujado en el silencio de la pared. Un reloj, artefacto que concretó una de las obsesiones tamayanas, completa el doble retrato celebratorio de la pareja.

La sensualidad que impregna muchos de los cuadros de Rufino Tamayo tiene en Venus fotogénica uno de los ejemplos más celebrados: en medio de una atmósfera hedonista, una mujer nos regala el espectáculo de sus opulentas carnes.

Algunas referencias autobiográficas fueron claramente manifestadas por Tamayo en determinados cuadros, es el caso de Amantes contemplando el paisaje, en el que se pueden ver las figuras del pintor y su esposa, sentados plácidamente en el mirador de su entonces flamante casa de San Miguel de Allende, en el paisaje de síntesis cubista, es reconocible la torre de la catedral de aquel hermoso pueblo de la provincia mexicana, donde Tamayo descansaba los veranos, durante su larga estadía en los Estados Unidos.

Al finalizar la Segunda Guerra Mundial, la pintura de Tamayo se modificó tanto en el contenido como en la forma, Terror cósmico reúne ambas características. En este lienzo aflora el ancestral terror al infinito cósmico. Tamayo se ha descubierto como un hombre infinitamente solo en el universo, sus formas se vuelven violentas, de líneas agresivas y sintéticas, las anatomías de sus personajes son ahora menos anatómicas, más fantásticas. Su interés por el movimiento se acentúa, y lo estudia en muchos de sus lienzos de los años cincuenta, en ellos propone figuras con escorzos violentos que se mueven hacia dentro y fuera de la superficie bidimensional del cuadro: Tres personajes jugando y Retrato dinámico de Olga expresan una febril actividad que se desarrolla en sus temas, realizados con una síntesis muy personal derivada de elementos pertenecientes al cubismo y al futurismo.

La paleta de Tamayo se modificó durante su estancia en París, los colores se tornaron obscuros y de tonalidades terrosas y cenizas. Tienda cerrada es un lienzo de melancólico colorido y sobrias y elementales formas que el pintor, una vez experimentadas, agotó para volver a los opulentos contrastes de colores.

El regreso de Tamayo a México fue celebrado con dos  obras esenciales en la producción del artista y del arte mexicano: el mural Dualidad, realizado para el vestíbulo del Museo Nacional de Antropología e Historia de la Ciudad de México y el imponderable Retrato de Olga, ambos en 1964. Este retrato es uno de los más importantes que se pintaron en México en la segunda mitad del siglo XX. En él, Tamayo vuelca sus emociones estéticas y afectivas por la compañera de su vida: Olga es convertida en un ícono donde se amalgaman la tan estudiada belleza prehispánica y la elocuencia de las madonas bizantinas. El carácter majestuoso de la pintura indica también el de la retratada; el colorido de Tamayo adquiere en este lienzo una de sus expresiones más terminadas .

El retrato definitivo que Tamayo realizó de su persona lo es también de su carácter, este lienzo Autoretrato, pintado en 1946 y repintado en 1967, no tuvo muchas variantes al ser retocado por el autor: las cifras faciales del artista han cambiado poco, la boca dejó de ser sensual para ser parte de la expresión del carácter, el pelo encaneció, el entorno ha variado muy poco, la antigua construcción se ha convertido en una suerte de plataforma piramidal, que recuerda a las prehispánicas, y lo que sí cambió de forma drástica fue la figura de mujer que aparece en segundo plano, quien perdió sus complejidades geométricas para convertirse en una imagen apacible y de contornos suaves.

Sandías de 1968 es uno de los cuadros más exuberantes de Rufino Tamayo pintó; es con este lienzo, que el pintor moderniza y encumbra el prestigio de la pintura de bodegones y naturalezas muertas que en México se viene dando desde el siglo XVIII, y que Tamayo había renovado desde sus inicios como pintor. La síntesis, de las sandías, como muchas de las formas presentes en cuadros de esta época, tienden a simplificarse y a fundirse con el entorno, construido con una maestría insuperable en el manejo del color y sus tonalidades.

En Hombre radiante de alegría, de 1968, Tamayo alcanza uno de sus más altos momentos de poesía pictórica, las formas y los colores adquieren un carácter de metáfora de la más sincera y primitiva alegría, convirtiendo así a este cuadro en un ícono de la alegría universal.

Tamayo encontró en el cuerpo humano, en especial el femenino, una provocación para experimentar con sus formas, llenas de voluptuosidad y de hedonismo. Con una maravillosa capacidad de síntesis redujo el cuerpo femenino a formas mínimas, de tal manera que sólo por medio de un proceso intelectual sabemos que es un cuerpo de mujer; Tamayo estilizó el cuerpo humano de diversas formas, que van de lo grotesco a lo elegante, como el que se presenta en el cuadro Mujer reflejándose en un espejo, de 1970, donde la fina estilización del cuerpo tiene nexos con la geometría, así como el sentido espacial propuesto refleja en el espejo otros espacios dentro del cuadro.

El uso ritual de la máscara en la época prehispánica, y aún en los grupos indígenas donde las tradiciones se preservan con más fuerza y pureza, establece un aura mágica, crea una nueva personalidad a quien la porta, transforma a quien la usa en algo o en alguien diferente a su persona cotidiana; la máscara fue un recurso estético usado por Tamayo a lo largo de su  proceso creativo. Muchos de sus personajes parecen usar máscaras y algunos además de llevarla, adoptan posturas totémicas o bien realizan poses simbólicas o rituales. En los dos lienzos titulados Hombre a la puerta de 1962 y de 1980, así como en Danzante de 1980, los rasgos faciales han sido reducidos a proporciones geométricas esenciales, como si se tratara de un hombre con máscara. Las Dos mujeres de 1980 también parecen presenciar un ritual misterioso visto a través de sus máscaras que perpetúan sus gestos de asombro.

En Retrato conyugal de 1980, los cuerpos y rasgos de una pareja han sido reducidos a lo indispensable; así pues resulta ser la arquetípica pareja del mundo. Ese rasgo esencialista de Tamayo lo hace ser uno de los pintores más universales. Seguramente el inteligente sistema de síntesis artística que Tamayo realizó, tuvo su fundamento en el estudio de arte prehispánico.

El paisaje fue un género cultivado por el pintor desde su juventud, siempre expresado de un modo original, alejado lo convencional. Torre de alta tensión pintado en 1974, nos da un ejemplo de la visión novedosa que el artista aportó al paisaje urbano representado con la torre y  el aire enrarecido por el smog, que ya es parte de nuestro paisaje cotidiano.

Mujer en blanco, de 1976 y Desnudo de hombre de 1982, ponen de manifiesto sus logros en la invención de cuerpos humanos estilizados en base al permanente diálogo artístico que Tamayo mantuvo con la escultura prehispánica,  conjugada con una dosis de erotismo.

El Reloj del pueblo, de 1986, es un silencioso paisaje nocturno, de una elemental pero recia composición, describe en forma muy sencilla y con líneas reducidas, la arquitectura de un edificio probablemente colonial. Los muros manchados por una rica textura sirven de base a otro edificio vecino donde se encuentra el reloj iluminado por una misteriosa nube verde grisácea, que a su vez recibe la luz de otro foco fuera del cuadro. Estos elementos nos hacen evocar algunos de los paisajes de la juventud del pintor y en este lienzo se hace evidente la alusión a su Oaxaca infantil, además de un dejo de nostalgia melancólica que también nos recuerdan los espacios desolados de la pintura de Delvaux. Sin ser un cuadro estrictamente surrealista, en él encontramos elementos que lo hacen afín a ese movimiento, pues tiene algo de silencioso misterio onírico.
La familia fue un tema reiterado por el artista en múltiples oportunidades. Esta fue la última versión que realizó a los 87 años y es uno de los cuadros que más ternura inspiran de su última etapa. La composición es de una gran simplicidad. Los brazos y cabezas de los personajes cierran una elipse que une y acerca al grupo. Un elemento decorativo situado a la izquierda del cuadro es reminiscente de los pináculos que acompañan algunos personajes de sus cuadros de juventud, que a su vez son derivaciones de fotografías infantiles del propio artista y de su esposa Olga. Estos elementos populares de ingenua intención decorativa fueron empleados para equilibrar algunas composiciones como la presente Familia de 1987.

 En Mujer con brazos en alto y El hombre de la flor cuadros donde los personajes un poco caricaturizados, tienen ciertos rasgos de él y su esposa Olga.
La ironía y un sentido del humor muy particular, se hicieron presentes en la última etapa que vivió el artista.