Ron Mueck

Held. Tres nuevas esculturas de Ron Mueck 

por Justin Paton *

Cuando los vi por primera vez en el estudio de Ron Mueck en el norte de Londres, al hombre y a la mujer les faltaba mucho para estar terminados. Pero de entrada quedaba claro que con esas nuevas esculturas ocurría algo inusual. Y no era por el tamaño enorme de las dos figuras, ya que Mueck solía realizar cuerpos colosales en su pequeño espacio, al punto que una vez creó un bebé recién nacido tan grande que tuvo que ser extraído por la ventana del frente. Ni tampoco porque las figuras hubiesen sido moldeadas y realizadas con sorprendente atención a los detalles, pues eso también es algo esperable para los espectadores de la obra de Mueck. Ni siquiera era la evidencia del descomunal trabajo que implicaba su realización, pues el compromiso casi monástico de Mueck con su trabajo también es archiconocido. No. Lo que era sorprendente y fascinante para cualquiera que estuviese familiarizado con las esculturas de Mueck, era el hecho de que las figuras se estuviesen tocando, y que además, el artista tuviese planeadas dos esculturas más que retratarían figuras en contacto estrecho.
En un taller de artista diferente, eso no habría sido noticia. Está lleno de escultores que crean tanto figuras solitarias como grupos escultóricos y no ven demasiada diferencia entre lo uno y lo otro. Pero en el estudio de Mueck ese momento de contacto tiene el valor de un hecho estadístico y emocional. De una masa de obra compuesta hasta la fecha de treinta y ocho esculturas en total, treinta y cinco han sido figuras solitarias. Y la soltería de sus figuras tiene una forma de concentración muy peculiar. Caminar por una gran exhibición de Mueck es descubrirse en compañía de una hueste de solitarios empedernidos. Acuclilladas en los rincones, arrebujadas bajo una manta o una sábana, o sentadas al descubierto, petrificadas de miedo, sus figuras suelen transmitir la sensación de estar deseando escaparse de la galería y sustraerse de la atención de los espectadores (Big Man, Man in a Sheet y Wild Man). Otras, mientras tanto, parecen retraerse o derivar hacia un estado interior que nos es inaccesible: estados de preocupación (In Bed), de extrema timidez (Ghost), de respiración profunda y concentrada (Pregnant Woman), o de ensueño mortal (Drift). Uno advierte que no son tan solo esculturas solitarias, sino esculturas acerca de la soledad: acerca de esa brecha entre cómo nos sentimos con nosotros mismos y cómo nos ven los demás. Y sobre este telón de fondo, la actual deriva de Mueck hacia la “duo-sidad” parece un giro a tener en cuenta. Es como si después de mucho tiempo de haber reflexionado sobre lo que ocurre en el interior de una persona, ahora quisiera preguntarse lo que pasa entre dos personas. ¿Qué pasa cuando se encuentran dos introspecciones? ¿Qué mantiene a dos personas juntas? ¿Podemos nosotros también compartir eso que comparten?

[...]

La más pequeña de las obras de dos personas de Mueck es la escultura Young Couple, que retrata a un hombre joven parado junto a una joven mujer, a la que parece estar confiándole algo. Lo más sorprendente en ellos —tal vez lo único sorprendente— es lo comunes que son. Las zapatillas de él, las ojotas de ella, las bermudas de ambos, y esa palidez vagamente anglosajona de londinenses que han salido a pasear a principios del verano. Y como miden menos de un metro de altura, son lo suficientemente pequeños como para despertar el instinto protector del espectador, como si nos convirtiésemos en guardianes que miran desde arriba a los habitantes de un mundo diminuto. La vuelta de tuerca del relato que nos cuenta la escultura llega recién cuando rodeamos la obra y descubrimos, en ese espacio semi-privado que los separa, que el joven no le está sosteniendo la mano, sino que la tiene agarrada de la muñeca. Es un gesto ínfimo, casi simpático a esa escala, pero reenvía un pulso de rechazo que tiñe todo lo que ya habíamos dado por sentado de la situación de esa pareja. Cuando el realista Duane Hanson presentó a un policía blanco pegándole a un hombre negro en su obra Race Riot (1969-71), el origen temático de la escultura —la violencia urbana y la desigualdad— quedaban en evidencia tal vez con demasiada claridad. Pero Young Couple expone la frecuente táctica de Mueck de intensificar el momento narrativo y simultáneamente extraerlo de su contexto, para que el carácter vívido del incidente exceda cualquiera de las explicaciones inmediatas que podamos encontrarle. ¿Qué está pasando acá? ¿Qué clase de “acoplamiento” es este?
Lo que confiere a esta obra su perturbadora potencia es la mezcla de cariño y desapego: el modo en que algo desagradable es colocado frente a nosotros con una atención casi devocional. Frente a un par de figuras hechas con tanta paciencia y meticulosidad como estas dos, no podemos evitar sentir, a un nivel casi instintivo, que la pareja debería ser merecedora, que deberían encarnar algún principio o idea superior. Cuando Jan van Eyck, por ejemplo, pintó con asombroso detalle el Retrato de Giovanni Arnolfini y su esposa (una obra que Mueck debe haber conocido cuando era artista residente de la National Gallery de Londres), su devoción como pintor ensalzó y ratificó públicamente la conexión entre el mercader y su esposa, una conexión simbolizada por el gesto (tan debatido) de suprema gentileza de las manos tomadas en el centro de la composición. Young Couple de Mueck, sin embargo, da forma pública a un momento de contacto que debía mantenerse en secreto. Visualmente próximo pero emocionalmente en las antípodas del gesto de manos del Retrato de Giovanni Arnolfini y su esposa, el gesto en Young Couple es tanto más perturbador por su delicadeza y sigilo, que sugieren una distorsión deliberada, por parte de la figura masculina, de lo que significa “llevar de la mano”. (Adviértase con que timidez el joven mantiene su otra mano en el bolsillo, como diciendo “Acá no pasa nada”). Parece algo visto no desde el punto de vista del ojo de Dios, sino desde una cámara de circuito cerrado o desde el asiento de un ómnibus al pasar. Una de esas pequeñas pero inquietantes crueldades de las que no tenemos más remedio que enterarnos los habitantes de las ciudades: detalles percibidos, perturbadoramente, en medio del gentío, para desaparecer rápidamente en el olvido. Al hacerlos permanentes, Mueck parece querer decir que esos momentos tienen consecuencias, que los momentos que definen nuestras vidas son precisamente aquellos en los que creemos estar saliéndonos con la nuestra.

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Los personajes clave de este nuevo drama de contacto de Mueck son indudablemente los de Couple Under an Umbrella, las dos figuras que primero vi, a medio hacer, en el taller de Londres. En su forma final, estas figuras están debajo de una enorme y colorida sombrilla de playa, y ahora también tienen ropa, aunque no mucha: un razonable traje de baño enterizo azul oscuro para ella, un sobrio short a cuadros para él. Mueck se siente claramente inspirado por las cómicas incongruencias que abundan en las playas hoy en día, donde humanos de mil años corren a exponer su palidez al calor y la luz del sol. Y cuando dos bañistas como esos llegan a una galería de arte con aire acondicionado, el efecto es doblemente incongruente.

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Pero para mí, en Couple Under an Umbrella hay un detalle que tiene una especial fuerza de unión, y como es característico en la obra de Mueck, no es el detalle que el observador suele advertir primero. Me refiero a ese notable lugar de la escultura donde la mano del hombre entrelaza el brazo de la mujer, alzándose poderosamente entre el torso y el antebrazo de ella para sostener la carne alrededor del bíceps. Para asimilar la potencia de ese detalle, pensemos en el modo en que las manos suelen comportarse en otras obras de Mueck. Casi siempre suelen traslucir desapego, ensimismamiento o autoprotección: apretadas juntas como en Seated Woman, enrolladas hacia el cuerpo como en Man in Blankets, presionadas contra las mejillas de la propia figura como en In Bed, o colgando y abiertas como en Drift. Los grandes ejemplos de esto son las enormes manos que pertenecen a Wild Man, la escultura de Mueck cuyo protagonista se aferra con sus nudillos blancos a los lados de su silla, donde dice “No me toquen”. En contraste, hay algo torpe y maravillosamente afectado sobre el modo en que los dos bañistas se sostienen uno al otro: la pierna de ella sostiene la cabeza de él, el brazo de él sostiene el torso de ella. Eso sugiere una cierta comodidad con el cuerpo del otro, una sensación de posesión compartida, de bien común, que se ha ido desarrollando a lo largo de las décadas. En contraste con la posesiva toma de manos de Young Couple, podemos pensar que Couple Under an Umbrella representa el despliegue del sentido más positivo del verbo “sostener”: sostener con fuerza a alguien, sostenerlo de por vida, sostener un momento de vida frente al flujo del tiempo. Y algo más. Mueck es el último artista al que puedo imaginar haciendo entrega de ese alimento básico de la “práctica profesional” que es el statement o declaración de artista. Pero en el gesto de unión de sus bañistas, pienso que ha deslizado una pequeña reflexión sobre su propio arte. Porque Mueck es un escultor dedicado a dar forma a las figuras con sus manos. Y aunque a su arte lo recorre de lado a lado la duda de si es posible compartir plenamente el misterio de la vida interior de otro ser humano, al mismo tiempo también es impulsado por la fe de que, gracias a un esfuerzo de habilidad e imaginación, somos a veces capaces de tocarlo y sostenerlo, al menos momentáneamente.

Fuente:
Fuente: * Justin Paton (nacido en 1972) es curador en jefe de la Christchurch Art Gallery de Nueva Zelanda. Es autor de muchos ensayos y libros sobre artistas australianos y neozelandeses, así como del premiado How to Look at a Painting (Awa Press, 2005). Su ensayo La timidez y la pinturaapareció en el catálogo de la muestra de Ron Mueck de 2011 en el Museo de Arte Contemporáneo (MARCO) de Monterrey, México. En 2012, Justin Paton ganó el premio Katherine Mansfield para realizar una residencia en Menton, Francia.

Ron Mueck.

Mujer con las compras, 2013

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Notas sobre Ron Mueck 
por Robert Storr *

Quedan pocas dudas de que Ron Mueck se propone desconcertarnos. ¿Por qué otra razón su escultura sería como Alicia en el País de las Maravillas grande y pequeña a la vez? Bueno, podrá decirse que las esculturas tradicionales siempre han cambiado la escala real humana, y muchas veces esas variaciones han llegado al extremo. En sus bronces, efectivamente, los maestros del Renacimiento como Verrocchio miniaturizaron a David y más todavía al gigantesco Goliat. Excepción hecha de un mármol como el David de Miguel Ángel, donde el matador del gigante es gigantesco, mientras que la talla del ausente Goliat queda librada a nuestra imaginación. Bien hecho. Pero los maestros del Renacimiento y los académicos que siguieron su ejemplo estaban obsesionados con el ideal clásico, para el cual la proporción matemática lo es todo, mientras que el realismo o el naturalismo de la obra eran totalmente secundarios. Es cierto, obviamente, que la gran estatua de Miguel Ángel que está en la Academia viola ese ideal de proporción matemática, al punto de que la cabeza es absurdamente grande en comparación con el torso y la parte inferior del cuerpo. Sin embargo, esas distorsiones son un truco óptico empleado para compensar el achicamiento de las cosas vistas a la distancia. En el caso del David, eso representa todo lo que se encuentra por encima de la altura del observador promedio, lo que debido a la elevada base de la escultura, es virtualmente la figura completa, con la cabeza como el más digno y expresivo foco de atención. De ese modo, Miguel Ángel pensó la forma de revertir el escorzo tridimensional, agrandando lo que quedaba más lejos del observador. 
Pero supongamos que alguno de esos dos David tuviese una piel finamente pintada de color natural, con todos sus matices y tonalidades subcutáneas. Imaginémoslos coronados por una cabellera de pelo humano, o al menos por una copia convincente. Y en cuanto a las facciones, enchufémosles la cara del vecinito de al lado, con su sonrisa pícara (Pinocchio), o pongámosle una mirada triste y sentémoslo en cuclillas en el piso, aunque su tamaño sea diez veces más grande que el natural (Boy). Si se trata de Goliat, nos bastará con recordar a ese hombre excedido de peso y algo monstruoso que vive aislado a la vuelta de la esquina, y que asusta a los chicos y hasta a sus padres simplemente por ser “como es” (Big Man o Wild Man). En pocas palabras, conjuren mentalmente un elenco de personajes totalmente comunes realizados con naturalismo extremo hasta el mínimo detalle, salvo por el hecho de que son demasiado grandes o demasiado chicos para ser reales. O conjúrenlos para descubrir que de hecho son de nuestro tamaño, pero sin embargo y de alguna manera demasiado reales —no me atrevo a decir “surrealistas” ya que el término ahora define más un estilo que el estado alucinatorio al que conduce una excesiva verosimilitud—, al punto de generarnos inquietud en su presencia, como las estatuas de cera o los cadáveres que han sido tan embalsamados que no osamos tocarlos, a pesar de lo muertos que están.
¿Y dónde quedamos nosotros en medio de esas extrañas presencias? Dos cosas son ciertas: estamos muy lejos del ideal clásico de la escultura, e igualmente lejos de su equivalente modernista en la abstracción idealista. De hecho, hemos llegado a un tipo de arte excéntricamente ilusionista, que solo puede florecer una vez que esos dos paradigmas han perdido su autoridad para tener cautivos, secuencialmente, a los artistas, los referentes del gusto y los aficionados del arte en general. Hemos ingresado en el terreno de la subrogación del trompe l’œil, de los sosías que inducen al error, de los gemelos grotescos. De hecho, estamos en medio de recordatorios sumamente desconcertantes de hasta qué punto es posible acercarse a duplicar la naturaleza y de hasta qué punto los resultados se apartan inexorablemente de la realidad.

[...]

Regresemos por ejemplo a la pareja a la que me refería previamente, Young Couple. Un joven parado junto a una joven. Él la supera en tamaño y la mira con concentración e intensidad. ¿Y ella a él también, o ella ha apartado levemente la mirada para asimilar el golpe que le produjeron sus palabras? ¿Van de la mano, como parece a primera vista? Por cierto que no, ya que él la agarra con fuerza de la muñeca, se la tuerce para que no se le escape nada de lo que él le diga, se la tuerce para que ella no solo no escape, sino que sea llevada por la fuerza a casa, con el énfasis agregado —la punción muscular— del dolor.
En una conversación mantenida a la hora del té en la atestada casa rodante que tiene estacionada frente a su estudio y que usa como refugio cuando los vapores producidos por los materiales en los que moldea sus figuras se vuelven sobrecogedoramente tóxicos, Mueck explica que el motivo para hacer esas escultura fue su deseo de capturar la ambigüedad de la relación de pareja y más particularmente el impacto del gesto del muchacho. “Me parecía realmente impactante. No quería atiborrar la escena con demasiada historia. Podría significar diez cosas distintas. No quise fijarlo. Alguien que vio la obra me dijo que le parecía un “apretón protector”. Las mayores debilidades del arte costumbrista son la falta de confianza en el público y el intento de manipularlo, ambas cosas surgidas del temor a que una persona promedio no entienda el punto o no sienta algo. Mueck no tiene miedo y el significado de su obra sigue abierto.
¿Y cuál es la historia del otro adolescente, ese que está parado solo, en Youth? Es negro y se levanta la remera manchada de sangre para mirarse una herida que tiene en el costado del torso. La escena ha ocurrido en Inglaterra, donde el uso letal o casi letal de cortaplumas como armas se ha transformado en epidemia. Las cosas se han complicado tanto últimamente, que si uno lleva una navaja común en el tren que atraviesa el Canal de la Mancha con destino a Londres, el objeto será confiscado. Por supuesto que la herida de este chico está exactamente donde hirieron a Jesús con la lanza cuando pendía de la cruz, exactamente donde Tomás, el discípulo escéptico, metió sus dedos cuando Cristo se presentó ante sus discípulos después de la resurrección. Ya que a Mueck le cuesta inventar historias, ¿será que tomó prestada deliberadamente una que apela a la mente de los cristianos? ¿Es una evocación activa o simplemente está mostrando una circunstancia en la que esa historia puede salir a la superficie entre muchas otras interpretaciones posibles? En cualquier caso, ¿esa historia que sobrevuela la obra le confiere al delgado jovencito un estatus de mártir, o su sufrimiento es simplemente un episodio incidental en una larga historia de violencia urbana cargada de alusiones raciales?
¿Y quién es ese hombre flotando encima de una colchoneta inflable, ese tipo con entradas en el pelo, anteojos de sol y brazos abiertos, como si no tuviera nada que hacer y nada de qué defenderse, en la obra Drift? Miren sus bermudas de baño, tan poco sexis, tan poco chic, y su cuerpo tan poco trabajado y al mismo tiempo, extrañamente, tan de muchacho. ¿Y qué decir de esa expresión inescrutablemente vacía y al parecer perpleja de su rostro? Dado su poco atractivo atuendo general y su para nada repelente sencillez, ¿por qué nos recuerda tanto a la demoníaca némesis auto-clonante del mesiánico Neo en la trilogía Matrix? ¿Se trata de una referencia cruzada accidental o intencional? En el presente estado de mutación y migración irrestricta de la imagen, esas elisiones perceptuales son imposibles de prevenir, y una vez que ocurren, igualmente difíciles de desterrar de la memoria. ¿Y por qué, finalmente, el hombre parece estar alzándose verticalmente más que flotando horizontalmente? ¿Acaso su posición recostada es de hecho una pantomima a cara de perro de la Crucifixión, y su elevación una alusión a la Ascensión? ¿Estamos nuevamente en la Biblia o en un balneario? 
¿Y qué decir de la pesada pero igualmente diminutiva mujer doblada hacia atrás mientras abraza un ato de ramas, en Woman with Sticks? (Como contraste, comparen estas últimas esculturas con el gigantesco pollo desplumado de Still Life). ¿Quién es esta mujer? ¿Por qué está desnuda? ¿Qué significado tiene ese asomo de sonrisa en su cara y ese brillo en sus ojos? Es más, siendo de un tamaño tan pequeño, ¿a qué le debe el poder de su presencia entre nosotros? ¿Cómo puede ser que parezca dominar la sala, cuando su escala, su postura y su carga la colocan en una situación tan desventajosa respecto de un espectador libre de molestias que se para junto a ella a observarla?
¿Acaso nos hemos alejado de pronto de la “real” realidad para ingresar en una especie de universo paralelo, de tipo onírico o surrealista, sin que sea abiertamente alucinatorio o estilísticamente estrambótico? La cultura popular está repleta de fábulas sobre la porosidad de la conciencia en ese sentido, sobre ese movimiento virtualmente indetectable de ir y volver a través de esa frontera entre lo cotidiano y lo que no es de este mundo. Pero por mucho que le haya servido su época de aprendiz con Jim Henson y los Muppets —uno de los trabajos que siguieron al de vidrierista— y por más que sea un hombre de su época y que su época haya presenciado una sorprendente expansión y refinamiento de la tecnología cinemática de los efectos especiales, donde la realización de marionetas y modelos a escala compite cabeza a cabeza con la animación digital en la generación de la imagen más convincente, Mueck no está realizando objetos novedosos para el vasto mercado de los muñecos de fantasía y ciencia ficción a escala, aunque utiliza muchos de los mismos trucos de esa profesión. Sus viñetas escultóricas forman parte de situaciones que no tienen ni principio ni fin, sino solo intermedios inciertos, situaciones que no existen por fuera de sus encarnaciones individuales como objetos solitarios, algo parecido a las igualmente asombrosas “pinturas vivientes” (tableaux-vivants) de Gregory Crewdson, que existen casi como películas de un solo cuadro sin storyboard, aunque con no tan poco argumento. Hay un género del arte costumbrista que es distintivo de fines del siglo XX y principios del XXI: es enfáticamente corpóreo, visualmente excesivo y, en el caso de Mueck, es una evocación abrumadoramente háptica de lo que podría ser pero de hecho nunca fue, de mundos que son alternativamente plausibles y otras veces directamente implausibles, inescapables, incluso opresivos, como el nuestro.

Mascara II, 2002.

[...]

En un nivel, podría suponerse que el hombre pálido y desnudo está a bordo de la barca de Caronte pero sin el barquero. O tal vez sea el único sobreviviente de un desastre en altamar. O el arquetipo de esa imagen que a veces nos visita en sueños y que consigna nuestro temor a quedarnos desnudos en público. Lo que importa, sin embargo, es que el hombre es su absoluta singularidad: no es “el” hombre, sino “un” hombre. Es más, si este hombre está considerando la perspectiva de la muerte, se trata solo de su muerte, una muerte enteramente individual, que tendrá los rasgos antes mencionados y la modestia o inmodestia de la actitud de ese hombre para desaparecer del mundo para siempre.
Esas consideraciones y ese imaginario tienden a hacer que el público más sofisticado, siempre infatuado con ideas abstractas y formas abstractas, se acobarde. Y también hace se acobarden los menos sofisticados, aunque sobre todo porque implican una violación del decoro social que ya está permitida en el mundo del entretenimiento pero que todavía hace fruncir el ceño en el mundo del arte. Pero la razón fundamental por la que el hombre del bote nos pone incómodos es la misma por la que nos da pudor recorrer las anécdotas o parábolas que describen los cuadros de los siglos XVII, XVIII y XIX: el verosímil nos toca demasiado cerca. Mueck tiene un truco para lograr eso. No deberíamos culpar al mensajero en nuestro esfuerzo por desviar el mensaje, sino agradecerle, mientras cada cual se ocupa de la propia incomodidad individual que la obra de Mueck genera en cada uno de nosotros.

Fuente:
* Robert Storr es artista, crítico y curador. Entre el año 2000 y el 2012 fue curador y luego curador en jefe de pintura y escultura del Museo de Arte Moderno de Nueva York, MOMA. Entre 2002 y 2006 fue titular de la cátedra de Arte Moderno Rosalie Solow en el Instituto de la Universidad de Nueva York, y desde 2006, es decano de la Escuela de Arte de la Universidad Yale. Fue el primer curador oriundo estadounidense en ser nombrado director de la Bienal de Venecia en su edición 2007, y también ha organizado muestras en Australia, Inglaterra, Japón y España, así como en varios lugares de Estados Unidos. Es autor de numerosos libros y catálogos, y sus textos han sido publicados con regularidad en Art in America, Artforum, Art Press, Corriere della Sera, Frieze y Parkett.

Ron Mueck trabajando en su taller.

Ron Mueck trabajando en su taller.

Big man, 2000

Naturaleza muerta, 2002.

Pareja de ancianas, 2010.

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