Rómulo Macció, duende de La Boca
por César Magrini

Edificios antiguos, bajos, despoblados nos rodean, y hasta un par de rieles, protegidos por sus guardachapas de metal, bostezan a nuestras espaldas (nuestro entrevistado asegura que a las seis, puntual, un tren con una vaca a bordo atravesará por esos rieles, y -japonesamente- la profecía se cumple). Extraño silencio se espesa en torno. La luz lastima con su pureza, la luz que hiere perfiles y los endurece y está llamando, en su ayuda, al silencio que la limite. Pocos árboles, y un matorral de áspero verde festonea, aquí cerca, las vías.

La casa-estudio de Rómulo Macció es, como él, de una planta, sólida, leve, poética, decidida. Tres puertas azules, simétricas, le dan acceso a la vereda. Por una de ellas se pasa a la calle, y por allí entramos al amplio taller blanco en el que reverberan algunos de sus cuadros. Uno de ellos, "La Fontana di Trevi", me demora largamente. Y yo, que no puedo con mi genio, inicio la conversación con una teoría que se me ocurre inteligente. Se me ocurre, no más. Le digo:

-A pesar de los cada vez más breves avances de la tecnología y de la búsqueda de algunas expresiones artísticas -la de la pintura, en primer lugar- tal vez sea precisamente en este cambio de milenio la pintura la única que anticipa el cambio, el futuro. ¿Vos qué opinás al respecto?
- Yo con mi fatalismo acostumbrado pensé que todo estaba terminado y que estabamos al final de la pintura. Pero también creo que el arte y la pintura no progresan sino que están en el tiempo como una eternidad incrustada dentro de otra.

- O sea que, en cierto modo, ya lo han dicho todo...
- La pintura está hecha por el individuo y difícilmente pueda llegar a ser masiva como cualquier otra expresión visual en un lugar público; el cine por ejemplo. La pintura es atemporal y permite la reflexión contemplativa. Hay muchísima gente que va a exposiciones y museos, pero ignora si va por la publicidad que los arrastra. Creo que donde haya un hombre, éste se expresará con sus manos, pintando donde fuere. Tal vez volvamos a ver las pinturas de Altamira, pero nunca se dejará de pintar. No reflexioné mucho al respecto, porque me siento llevado por la intuición. Hay una frase que he recogido de algunas lecturas, que me gusta: "El artista está incapacitado de no hacer". Hay algo que a uno lo empuja a pintar, y mientras exista esa voluntad, habrá pintura siempre. Lo que no quiere decir que la pintura progrese, como tantas otras cosas, porque la verdad es que no tiene ninguna finalidad concreta.

- ¡Pero hablemos de los otros fines, de los abstractos, como la alegría y el goce estético!
- ¡Y el goce de ver realizado eso que yo llamo "el vómito del alma"! Por lo menos en mi caso, es sacar aquello que tenés guardado. Lo mío no nace de conjeturas ni de recetas; es algo que estoy llamado a hacer, y lo hago.

- Recorro tu obra y quiero peguntarte si dentro de la creación sentís algo especial por lo vegetal...
- En general soy un tipo urbano. Sin embargo he pintado algunos paisajes de tierra o de agua. Hay un cuadro que no es especialmente positivo acerca de la ciudad, porque es el Riachuelo totalmente polucionado. Y otro es un árbol quemado, el drama que veo en los bosques, los bosques totalmente quemados. Pero no entiendo muy bien que querés decir, vos creés que como apoyo vital a la naturaleza se va a rescatar la pintura?

- Si y no. La naturaleza es parte de todo. La pintura también. Creo que esto está tan metido dentro de uno, que uno es el paisaje, y otro indistintamente, la pintura.
- La tierra, el ser humano, el agua, el fuego, el paisaje, la naturaleza, las plantas y lo vegetal son los temas. Claro que todo está ahí. Y yo nunca pensé en el valor estético. Lo apolíneo y lo dionisíaco tiene que ensamblarse y conjugarse. No puede ser que se haga una estética fría y bien calculada, solamente por el placer visual. Creo que tiene que haber algo profundamente apasionado, que es lo dionisíaco.

- Pero exactamente a eso me refería cuando hablé del árbol.
- Si, te decía que creo que tiene que haber algo dionisíaco. Por eso; según el tema, busco el lenguaje para representarlo. En cada cuadro está mi personalidad, pero el carácter varía. Hacer una pura estética te lleva a la uniformidad y repetición de un hallazgo pictórico. Se llega de pronto a algo, el artista se conforma y efectúa variaciones sobre el mismo cuadro. Para mí es una interpretación errada de lo que debe ser el estilo. El estilo no es la uniformidad, sino que debe ser como la personalidad. Cada uno nace con una personalidad, aunque la vida te vaya dando un carácter modificable. El estilo es algo interior que está dentro de todos los cuadros de un artista y los emparenta, aunque parezcan diferentes. Hay que conjugar la estética racional con la irracionalidad y la pasión. Como Miguel Ángel en la Sixtina, pasión y razón.

-¿Por qué hay tanta Roma en tu pintura?
- Porque es, en todo caso la ciudad que más me gusta. Y Roma es canallesca, misteriosa e histriónica, como tan bien la ha sabido relatar Fellini. El arte está en todas partes, y es Grecia y toda nuestra tradición porque las corrientes grecorromanas de la pintura italiana pasan por España y vienen a nuestra Argentina. Es nuestro arte, nuestra tradición, son los pintores de La Boca. Por eso cada vez que voy a Europa no dejo de visitar Italia. No una visita de turista sino la de un enamorado.

- ¿La calidad de nuestra luz tiene que ver con todo eso?
- Viajo bastante, porque soy peregrino y relaciono las cosas. No soy un iluminador; quiero decir otra cosa: busco lo que me gusta y siento la luz dentro de mi. ¡No sabés lo difícil que se me hace hablar de pintura! Yo siempre digo que hablar de pintura es pintar de palabra. La pintura se muestra, y si se muestra no se dice. La pintura es un oficio mudo, es una ciencia oculta. Es un misterio porque no se hace, al menos en mi caso, con fórmulas o conjeturas, y porque antes de hacerla no existía. Es lo que podés hacer o lo que te sale. Ir al ruedo como los toreros.

- Con tanto amor por Italia, ese estar tuyo aquí en La Boca no puede ser una simple casualidad...
-Este barrio siempre me atrajo. Está cada vez más decrépito, pero me gusta. Este lugar me gusta. En la calle hay clima de pueblo, a pesar de estar a siete minutos de Plaza de Mayo. Los perros ladran de noche y aúllan las noches de luna llena.

-¿Hay alguna correspondencia entre tus orquestas de música ciudadana y ceñida, con las expresiones "pasajísticas" de otras obras tuyas?
-Nunca pensé que podría llegar a hacer música ciudadana con soltura, porque allí está todo contenido. Por eso, digo, busco el lenguaje según el tema que voy a representar. El tango me pareció una cosa contenida y sincopada, más recortada, más quebrada.

-Siempre está presente el contenido sonoro del cuadro, "que no se oye pero se ve", como diría Leonardo.
-Si pintara una ópera sería más lírico y épico, pero el tango es grotesco, melodramático, una máscara, un esperpento. Cuando yo me propuse pintar Buenos Aires, los temas eran el agua por donde vinieron los inmigrantes, y su música, que era el tango. Porque no estaba pintando la Argentina, sino el Río de la Plata. Y tanto en Montevideo como en Buenos Aires está el tango, cuya imagen es de orquesta. Es curioso... en el fondo soy intérprete de lo que veo, como un músico. Soy un intérprete de la partitura que está en la realidad... Callamos. Estamos ya en la calle mínima, cenceña, replegada en sí misma. Y a nuestras espaldas; el fatal traqueteo del tren de las seis -el prometido- con su vaca solitaria que se queja como han de quejarse las vacas de Chagall. Tan plácidas. Macció se queda en la vereda, la mano a medio despedir, recortado en una luz espectral y teatral que parece por él convocada , y que preanuncia el cercano, pero todavía traslúcido anochecer. Cabrillea a lo lejos el agua. "Soy un intérprete de la partitura que está en la realidad". Imposible haber dado una mejor definición de sí mismo. Y allí se queda, luz contra luz...

 

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