Prensa Publicada

  • Título: Los compromisos materiales
    Autor: Fabián Lebenglik
    Fecha: 04/12/2018
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    Las muestras de Mario Merz siempre resultan espacial y materialmente desconcertantes porque en la matriz del montaje de sus obras y de los materiales que utiliza, está el cuestionamiento a los modos tradicionales de exhibir aquello que las sociedad reconoce como obras de arte.

    La muestra de la Fundación Proa, curada por el crítico italiano Danilo Eccher, está concebida para mostrar la obra de Merz por primera vez en el contexto sudamericano.

    Se trata de un panorama retrospectivo breve pero muy intenso al que se suman obras mayores, producidas especialmente para la ocasión. Al visitar la muestra, dice Eccher con acierto, “la impresión inmediata no es la de estar visitando una exposición de obras de arte, sino de hallarse en medio de un paisaje”.

    Merz nació en Milán en 1925. Pasó por la Facultad de Medicina y la abandonó para sumarse a la resistencia antifascista. Poco antes del fin de la guerra, fue encarcelado y allí se revela su inclinación artística. De manera precaria y sobre cualquier superficie, el incipiente artista plástico dibujó sobre todos los más diversos materiales que estuvieran a su alcance.

    Para Merz, la asociación entre arte y libertad comenzó –en principio– no siendo una simple metáfora sino una verdad concreta –dibujar en la cárcel– que funcionaba sobre la base de términos idénticos.

    A comienzos de la década del ‘50 comenzó a pintar óleos sobre tela y a mediados, presentó su primera exposición.
    Diez años después incorporó los tubos de neón a su lenguaje artístico, utilizándolos como “sutura”, para perforar sus lonas y unir obras distintas, al tiempo que simbólicamente cargaba de energía (lumínica) sus trabajos.

    Mario Merz integra la genealogía de artistas europeos que se dio a conocer en la segunda posguerra y especialmente se hizo célebre a partir del clima generado en Europa tras las revueltas parisinas de Mayo del ‘68. Su incubadora artística fue, sin embargo, la catástrofe de la guerra mundial y la consiguiente fractura social de la posguerra, que transformó a Italia violentamente, de una economía y una cultura agrarias, a una potencia industrial
    .
    En 1968, alrededor del crítico y teórico del arte Germano Celant, se fundó el Arte Povera, con artistas como Mario Merz, Iannis Kounellis, Michelangelo Pistoletto, Mario Cerioli, Anselmo, Luciano Fabro, Marisa Merz y otros.

    El núcleo fundador del Arte Povera sostiene que el arte debe estar necesariamente ligado a la vida. De modo que construyen sus respectivas obras con materiales cotidianos, introduciendo cualquier elemento ordinario porque la vida y el arte no se excluyen recíprocamente.

    Germano Celant escribió que el Arte Povera “representa un enfoque del arte básicamente anticomercial, efímero, trivial y antiformal, cuya máxima preocupación son las cualidades físicas del medio y la mutabilidad de los materiales. Su importancia radica en el compromiso de los artistas con los materiales reales; con la realidad en su conjunto y en su intento de llegar a una forma de interpretación de esa realidad que, aunque sea difícil de entender, resulta sutil, cerebral, fugaz, privada, intensa”.

    En sentido general, se niega a aceptar el concepto de “producto”, de “obra”, y a cambio ofrece no tanto el resultado de un proceso sino el propio proceso mientras está teniendo lugar.

    Los artistas de esta tendencia se hacen preguntas muy básicas e inspiradoras: una de las primeras que se hizo Merz fue “¿Qué hacer?”, citando uno de los célebres exhortos de Lenin a sus camaradas. No es una pregunta retórica sino política. Y no solamente política sino también autorreflexiva y cuestionadora del mundo artístico y social. La obra de Merz ayudó a fundar el género de la instalación, basado en la relación poética de la obra, los materiales y el montaje, con la situación y el contexto específico de la muestra. Hoy aquella idea original generó una proliferación que en parte vació de sentido su impacto inicial, pero como se puede comprobar al visitar la muestra de la Fundación Proa, en Merz esa condición fundacional se sostiene a lo largo del tiempo.

    Merz y los integrantes del Arte Povera comenzaron minando la noción de “cuadro” y en las consecuencias que el cuadro produce desde la perspectiva de la percepción, limitando –según ellos– al espectador. La obra de arte, sostienen, debe atravesar todos los géneros: dibujo, pintura, escultura, grabado y así siguiendo.

    El “arte pobre”, por lo tanto usa lo cotidiano, lo vulgar y lo inesperado porque busca que los objetos dialoguen entre sí, con el espacio y con el público.

    Desde fines de los años ‘60, el sello característico de Merz es el iglú: “Hice el iglú por tres motivos convergentes –explica el artista–: el primero, el abandono del plano como saliente o plano mural, por lo tanto, la idea de crear un espacio independiente del hecho de colgar cosas en la pared, o bien de descolgarlas de la pared y ponerlas sobre la mesa. Entonces surge la idea del iglú como idea de espacio absoluto en sí mismo. Porque no es modelado, es una semiesfera apoyada en el piso. A mí me interesaba que la semiesfera no fuese geométrica, a tal punto que la forma semiesférica creada por una estructura de metal estaba recubierta por bolsitas o pedazos de material informe como tierra, arcilla o vidrio... En el iglú no existen ángulos, no hay salientes, no hay líneas rectas. Es una casa pero al mismo tiempo es un lugar casi mágico que infunde un sentido de protección y que ciertamente despierta también sensaciones religiosas evocando de manera muy evidente la forma de la cúpula de las iglesias... En el iglú es como si el arte y la vida se fusionaran en una forma única. La única escultura posible es una auténtica casa”.

    En la muestra hay un iglú histórico de 1969 –en la planta alta– y dos impresionantes iglúes actuales –en las salas de planta baja–: uno hecho con lajas de La Rioja y otro con recortes de vidrios. Este último es doble (un iglú dentro de otro) y está rodeado de haces de ramas secas, otro emblema de la obra de Merz. Las ramas y los vidrios juntos producen una combinación chirriante, basada en el contraste.

    “En todos los trabajos de este período –dice Merz– es muy importante la idea de lo que se apoya: cada cosa está apoyada sobre otra, ésta es una continua idea mía. Para mí, un escrito se apoya en un pedazo de papel, es decir que el pedazo de papel no es intrínseco al escrito sino que el escrito se posa sobre el papel, y es por esto que ahora hago las proliferaciones de números, porque siento que el número está apoyado sobre algo, como sobre un muro continuo. Y si el número está apoyado, el muro es completamente independiente de aquello que se le coloca encima. La intersección se produce abandonando una cosa sobre otra y no atándola.”
    En 1970, el artista comienza a utilizar la progresión numérica del matemático Leonardo Fibonacci (siglo XII), escrita en neón. El sabio pisano fue quien introdujo en Italia los números árabes. La progresión de Fibonacci consiste en una serie de cifras encadenadas, en donde cada número de la cadena resulta ser la suma de los dos números que lo anteceden –0, 1, 2, 3, 5, 8, 13, 21, 34, 55...–. Una matematización del arte como metáfora de otra progresión: la que dice que el futuro es el resultado del pasado más el presente.
    (En la Fundación Proa, Avenida Pedro de Mendoza 1929, hasta fines de enero del 2003).



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  • Título: Merz en Proa: el evento plástico del año.
    Autor: Carolina Jobbagy
    Fecha: 31/10/2002
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    Sin dudas, la presencia del artista italiano Mario Merz en la Fundación Proa es un de los eventos plásticos del año. Una de las poéticas más inquietantes e influyentes del arte contemporáneo.

    Merz en Proa: el evento plástico del año.
    Vidrio, metal, neón, piedra. Un iglú. En las paredes, animales de apariencia prehistórica. Como alguien dijo, las instalaciones de Mario Merz componen un paisaje en el que cada obra dialoga, se entremezcla con la otra. Un rítmico y extraño paisaje hecho de materiales simples, precarios, restos traídos de lo cotidiano.

    Orgánicos o inorgánicos, naturales o industriales, estos materiales irrumpen en la galería. Es inevitable entonces recordar aquella vieja utopía vanguardista que hablaba de un cruce entre arte y vida. O mejor, es imposible no pensar en la reescritura de esta premisa que hacen las neovanguardias en la posguerra: ya no se trata de transformar radicalmente la vida a través del arte (¿cómo esperar eso?), sino de introducir algo de la vida en el arte.

    Ligado al arte povera en sus inicios, Merz rescata mucho de la propuesta de este movimiento en su singular poética. Algo que se deja ver no sólo en la elección de los materiales sino en el particular juego que se entabla con ellos. Revelar la energía latente de estos elementos, explorar sus potencialidades, dejar que proliferen.

    "Pienso que en la naturaleza los elementos se atraviesan unos a otros", dice Merz. Y es esta idea la que parece recorrer toda su obra. Como en la serie de Fibonacci –una de las marcas que reaparece constantemente en las instalaciones del artista– en la que cada número surge de la suma de los dos anteriores hasta el infinito, en el mundo de Merz los objetos descubren un movimiento espiralado, tan incesante como sutil.

    Porque no se trata de la mera apropiación de un material para otorgarle otro significado sino de la posibilidad de mostrar sus transformaciones al llevarlo al terreno de lo estético. Pura proliferación en la que las obras, lejos de cristalizar como algo acabado, se abren hacia múltiples sentidos. Hacia una zona que no es más que movimiento, intensidad.

    Reuniendo obras de los 60 y 70 junto con una serie de instalaciones realizadas especialmente para el espacio de Proa, la muestra de Merz en Buenos Aires permite aproximarse a una de las poéticas más inquietantes e influyentes del arte contemporáneo, y al mismo tiempo, ver el diálogo que sostiene con el contexto local. En definitiva, ocasión perfecta para adentrarse en sus paisajes. Y, sin dudas, lujo poco común para los tiempos que corren.



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  • Título: La presencia de Italia en una muestra de arte
    Autor:
    Fecha: 24/10/2002
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    Emprendimientos como el de Techint con la Fundación Proa, en esta histórica casa del barrio de La Boca —tan cercano al sentimiento de los italianos— son un modelo de asociación cultural y empresaria que debería repetirse en el mundo. Así entendemos la cultura hoy en Italia", dijo el vicecanciller de Italia, Mario Baccini, mientras recorría anoche la muestra del artista Mario Merz.

    Entre iglúes de vidrio y piedra, fotografías decoradas con luces de neón y grandes cuadros abstractos pintados sobre papel que caracterizan a la muestra de "arte pobre" imaginada por Merz —para los entendidos, el Andy Warhol europeo—. Baccini se dio tiempo para hablar de los objetivos de su visita al país. Este es su segundo viaje del año. Del vicecanciller Baccini dependen los 93 institutos culturales que el gobierno de Italia tiene en todo el mundo, entre ellos el Instituto Italiano de Cultura con sede en Buenos Aires.

    En una reunión de prensa, Baccini comentó: "Le traje al presidente Eduardo Duhalde un mensaje solidario de nuestro presidente, Carlo Azeglio Ciampi, remarcándole nuestro apoyo en la crisis". El vicecanciller recordó que el Parlamento italiano aprobó un crédito de cien millones de euros para el desarrollo de la pequeña y mediana empresa local. En julio último se aprobaron 14 proyectos de instituciones no gubernamentales italianas para iniciativas que van desde la asistencia social a la infancia hasta la educación profesional.

    "También hemos puesto en marcha el convenio cultural firmado a fines del 2001 con el gobierno de Fernando de la Rúa, ahora la Universidad de Bolonia encabezará el diálogo entre empresas y universidades para intercambiar proyectos", dijo el vicecanciller, nacido en Roma hace 45 años. Baccini es secretario de Relaciones Exteriores para América latina y hoy coordina nacionalmente su corriente política, el Centro Cristiano Democrático.

    Muy popular en Europa, Mario Merz es un destacado artista de vanguardia que nació en Turín en 1925 y fue militante antifascista. Esta es la primera vez que se exponen obras suyas en Sudamérica, aunque importantes museos estadounidenses y europeos lo tienen en sus colecciones. La muestra que se ve en la Fundación Proa —en plena Vuelta de Rocha— seguirá hasta enero de 2003 y luego viajará a Brasil, para exponerse desde marzo en Río de Janeiro, San Pablo y Bahía.

    "La imagen del iglú es su marca de autor, Merz empezó pintando al óleo sobre temas de ecología ya en la década de 1950, para trabajar desde entonces con tubos de neón, botellas, paraguas, lonas, piedra o ramas de árboles", explicó Paola Goffi, representante de la Fundación Merz. Con sede en Turín, esa institución promueve a artistas jóvenes y restaura edificios históricos de la ciudad, como la antigua fábrica de autos Lancia.

    En su visita a la Fundación Proa, el vicecanciller Baccini fue acompañado por el embajador italiano en el país, Roberto Nigido, el agregado cultural, Giorgio Guglielmino, y los directores del Instituto Italiano de Cultura de Buenos Aires y de San Pablo, Fiorella Piras y Guido Clemente.

    "Italia recuerda que en la Argentina sus connacionales fueron muy bien recibidos, por eso la solidaridad de la próspera Italia de hoy es más que comprensible", dijo Sergio Einaudi, director de la Fundación Proa. Fiorella Piras, directora de la sede porteña del Instituto Italiano de Cultura, destacaba que "en los últimos siete meses realizamos 180 eventos culturales, desde exhibiciones de arte hasta ciclos de cine y conciertos". Al respecto, el vicecanciller Baccini comentó que "cuando nos reunimos en Brasil con los representantes de los institutos culturales italianos de toda Sudamérica, las acciones culturales apuntan a afirmar la italianidad y la latinidad, ejes de nuestra propuesta".



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  • Título: Vuelta al mundo en 80 iglús
    Autor: Daniel Molina
    Fecha: 19/10/2002
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    Apenas se atraviesa la puerta de la galería, se ve un iglú monumental. Es una estructura de delgados caños metálicos recubierta de vidrio, iluminada desde adentro por tubos de neón azulado. Ahí se funda algo tan esencial como una casa, hogar del hombre. La estructura parece aun más leve de lo que es: vidrio, metal y neón sostenidos por nada, aunque a la vez ofrecen la imagen misma de la solidez. Ambiente esencial. Dentro del iglú mayor, hay otro más pequeño, como si se tratase de un iglú embarazado. Alrededor de esa estructura, hatos de ramas secas: metáforas del trabajo elemental del acopio, que destruye la madera para producir fuego. Más que metáforas simples, signos esenciales. Aunque no queda del todo claro qué significan: no son discursivos sino arte visual. Sugerencias, piedritas marcando el camino al sentido plural de la vida. La instalación incluye, sobre las paredes, varios perfiles de animales vagamente pre históricos numerados: es la serie de Fibonacci (1, 1, 2, 3, 5, 8, 13, 21, 34, 55..., donde cada número surge de la suma de los dos anteriores, salvo la unidad, que se repite). ¿El ritmo de la naturaleza transcripto en lenguaje racional? Galileo lo creía así: "Dios habla en lenguaje matemático".

    Algo similar piensa Mario Merz, el autor de esta instalación, que forma parte de la muestra inaugurada hoy en Fundación Proa, en la Boca. Continuará hasta enero y el artista ha prometido que visitará el país a fin de año. Después de la devaluación, la mayoría de las actividades artísticas relacionadas con el exterior se alejaron proporcialmente a la miseria que se apoderó del país. Por eso, suena casi milagroso que una obra compleja como la de Merz pueda llegar a Buenos Aires en estas circunstancias. Se suma a la luminosa muestra de Sol LeWitt y al envío norteamericano a la Bienal de San Pablo; ambas en la misma sala. Se trata de la primera exposición en Sudamérica de este artista italiano, a quien la crítica internacional considera uno de los más influyentes del último medio siglo.

    Merz nació en 1925 en Milán. Con 20 años, casi al fin de la Segunda Guerra, fue detenido por su militancia en un grupo antifascista. En la cárcel comenzó a dibujar sobre todo tipo de material disponible. En 1950 realizó sus primeras pinturas al óleo. Y en 1954 hizo su primera muestra individual en Italia. El tema de esas obras estaba relacionado con la ecología: esto sucedía un par de décadas antes de que esta problemática alcanzara un status político y militante.

    Preocupado por salir de la pintura clásica bidimensional —a la que creía agotada—, pero sin intenciones de recurrir a las tres dimensiones de la escultura —que tampoco le parecía responder a las preocupaciones de la época—, a mediados de los 60 Merz comenzó a perforar lonas y atravesar objetos (por lo general, entelados, como impermeables y paraguas) con tubos de neón.

    Conectando los objetos a través de la luz de neón, Merz les insufló una extraña energía que parecía no tener ninguna finalidad útil pero que producía una simbolización difusa, ambigua, sin referencias claras y por eso mismo más sugerente y hasta mística. Como dice el crítico Karl Ruhrberg: "Merz proponía una mitología personal".

    En 1967 realizó una muestra grupal, en la que todos los participantes produjeron obras a partir de materiales de desecho, innobles o poco valorizados. El grupo estaba integrado —además de por Merz y su mujer Marisa— por Giovanni Anselmo, el griego Jannis Kounellis, Michelangelo Pistoletto, Gilberto Zorio, Giuseppe Penone, Alighiero & Boetti, Luciano Fabro y Giulio Paolini. El crítico Germano Celant, por entonces muy joven, bautizó el arte producido por el grupo como "Arte povera". Ese bautismo como "arte pobre" terminaría convirtiéndose en una de las marcas más difundidas del arte contemporáneo y en un eslogan que lo definiría pese a los cambios y a las diversas trayectorias de los artistas involucrados en la muestra seminal.

    "Un arte tridimensional pobre en materiales y rico en significados", escribió Celant. En realidad, fue su genio crítico el que creó un movimiento artístico a partir de elementos aislados, conjugando lo diverso en un discurso apropiado e inteligible. Cada uno de los artistas participantes tenía una obra muy personal, con pocos puntos en común salvo el uso de materiales similares. Pero el propio uso de materiales de desecho o poco valorados (papel, ramas, latas, vidrios, fieltro) no era en sí nada original. Muchos artistas argentinos —de Kenneth Kemble a Ennio Iommi, y de Berni a Santantonin— ya habían investigado en esa dirección.

    En Italia tampoco era una novedad: Piero Manzoni, Giusseppe Pinot Gallizio y Alberto Burri ya habían producido obra con materiales innobles, incluso al trabajar con excrementos, como la obra Merda d''artista, del propio Manzoni, que consiste en latas rellenas con sus propias heces —cuyas etiquetas, como las de los productos industriales, declaran el peso y la materia que contienen. (Pero el mercado todo lo incluye, incluso más que el museo. La caca manzoniana, que fue un supremo gesto antimercado, tiene precio en los remates de Sotheby. En 1998 una de las latas se vendió a más de 25.000 dólares: un museo compró varias conservas.)

    Tampoco era nuevo el espíritu minimalista, superdespojado, que caracterizaba la obra de los artistas poveri: justamente los norteamericanos, a partir de Mark Rothko y Barnett Newman, venían trabajando en ese sentido, —aunque los europeos recién vieron la primera muestra exhaustiva del arte minimalista (con objetos de Dan Flavin, Donald Judd, Sol LeWitt y todos los otros, pero ninguna pintura) entre 1968 y 69, cuando esa exposición recorrió La Haya, Düsseldorf y Berlín—.

    Lo que Germano Celant había captado al hablar de "Arte povera" fue el espíritu de la época, fértil en movimientos contraculturales, de estética anticomercial y una apuesta a valores no tradicionales: para Celant el arte povera es una operación de deslimitación estética, muy ligada al discurso y al arte conceptual, que reniega de las formas y géneros tradicionales (el cuadro, la escultura, el dibujo) y también se opone a los espacios convencionales por los que circula el arte (la galería, el museo) para salir a la calle, al parque, mezclarse con la vida, ese sueño de las vanguardias históricas. También es notoria la influencia que tenía en estos artistas el Teatro Laboratorio, de Jerzy Grotowsky, que partía de premisas similares: ir a lo esencial de cada arte despojándose de los "lujos" sobreagregados por la tradición a través de los siglos.

    En 1968 Merz tiene una iluminación y produce su primer iglú. Desde entonces esa forma se va a convertir en su objeto. Ha instalado iglús en todo el mundo. "Hice el iglú —declaró— porque quería abandonar el plano; además, el iglú era interesan te como idea de espacio absoluto en sí mismo, ya que no es moldeado, sino que es una semiesfera apoyada en la tierra. Y por último, al iglú se sumó el trabajo de escritura, que me pareció tan importante que quise que fuera una escritura estática, como puede ser darle forma de escritura al neón."

    Una de las frases que lo conmovió fue una reflexión de Vo Nyugen Giap, el general vietnamita que derrotó a la Francia colonialista y luego a los Estados Unidos: "si el enemigo se concentra pierde terreno, si se dispersa pierde fuerza". La filosofía oriental, las paradojas presocráticas y los aforismos de Lenin y Mao forman parte del bagaje poético de la producción de Merz, para quien el trabajo del artista parte del vacío y la nada. Dice: "si no hubiera nada no se podría crear algo; pero no hay que pensar que crear algo es tapar un agujero, ¡el vacío no es un agujero, una ausencia!, es la posibilidad de crear".

    Por eso, cuando Merz reflexiona sobre la temporalidad de la técnica contemporánea, que se compacta y desaparece ("ahora —dice— tenemos menos tiempo que antes y paradójicamente todo está hecho para que no perdamos tiempo"), la remite al problema esencial de la relación tiempo-espacio: "un árbol y el bosque están en el mismo tiempo, pero no en el mismo espacio", declara, con sonrisa pícara, más cercana a la de un monje budista que a la de un profesor universitario. No define nada, no aclara nada. Ilumina.

    La muestra contiene dos instalaciones en las salas de planta baja y también obra histórica, producida en los 60 y 70. Su curador es Danilo Eccher. Presentar, junto a las instalaciones parte de la obra histórica de Merz es permitir al público argentino confrontar sus propuestas actuales con otras que datan del período en que su producción dio un giro sustancial.



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