Prensa Publicada

  • Título: El Di Tella, tal como fue Reconstrucción del peligro
    Autor: Ana Maria Battistozzi
    Fecha: 06/06/1998
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    Polémicas obras de los 60, destruidas por sus autores frente a la censura, ahora renacen en la Fundación Proa · Son algo más que un homenaje o un revival.

    Qué extraño encanto tienen las "Experiencias 68 del Di Tella", cuyas obras destruidas hace 30 años vuelven reconstruidas hoy en la Fundación Proa? ¿Por qué tanto ruido puntual alrededor de esta muestra si fue una de tantas entre las que organizó el polémico instituto? El filósofo Walter Benjamin decía que articular lo pasado significa adueñarse de un recuerdo, "tal como relumbra en el instante de un peligro".
    Y en verdad cuando uno ingresa al despojado edificio de Proa, en la Boca, hay cosas que relumbran. El interminable turbante azul de Juan Stoppani o ese grupo de trabajadores convertido en objeto que es La familia obrera de Oscar Bony o el inquietante juego espacial de espejos de Antonio Trotta. Varios excesos y un desborde de ideas que hace tres décadas entró en peligro. Punto de quiebra de la euforia cultural y consumista que había marcado nuestro país desde fines de los 50 y tuvo su sentencia de muerte en La noche de los bastones largos, del 66.
    Así, algo lavada por el tiempo, llega a nosotros la piedra del escándalo: el baño público de Roberto Plate que invitaba a ejercer la libertad de expresión y terminó con una clausura policial. Pero más allá de ella, hay dos grupos de obras. Dos conjuntos claramente encontrados como lo eran sus sostenes ideológicos.
    Por un lado el turbante de Stoppani, con sus 200 metros de largo y sus doscientas manzanas verdes, los diseños de moda de Delia Cancela y Pablo Mesejean y el gigantesco retrato de Sigmund Freud que mandó a pintar Alfredo Rodríguez Arias, todas en la línea de ese arte eufórico de "las cosas", entusiasmado por los materiales, la moda y la publicidad que sostuvieron las estrategias del pop, líder indiscutido de los primeros años del Di Tella.
    Y por otro, está la obra de Bony, "Vietnam y el altar de la muerte", que Jorge Carballa llamó sugestivamente El poder de las llaves; el triple mensaje de Roberto Jacoby, que ponía la lupa sobre los sistemas de comunicación; la proyección sin imagen de David Lamelas y lasComunicaciones de Margarita Paksa.
    Todas estas obras fueron destruidas al cabo de una semana de exhibición. Fue una decisión de los propios artistas en repudio a la censura impuesta por el gobierno al baño de Plate y, curiosamente, todas ellas vuelvenreconstruidas con la participación de sus propios autores. Cabe preguntarse entonces por el gesto desesperado de quienes pretendían sostener su arte en el principio de la idea o la acción cuando ya se percibía que no había espacio para ninguna de las dos cosas.



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  • Título: Juguemos al Di Tella
    Autor: Patricia Rizzo
    Fecha: 24/05/1998
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    En 1968 el Instituto Di Tella organizó una muestra titulada “El vacío relleno” que terminó clausurada por la policía en medio del escándalo. Treinta años después, la Fundación Proa reconstruye en su sede de la Boca cada una de las obras que integraron esa legendaria muestra. Radarofrece en exclusiva un diálogo con Alfredo Rodríguez Arias sobre el Di Tella, los testimonios de Roberto Plate, Pablo Suárez y Roberto Jacoby sobre aquella clausura y esta reconstrucción, y una joyita: lo que escribió Horacio Verbitsky sobre la muestra en 1968.

    Su obra fue la única de la muestra que no terminó amontonada en la calle Florida, cuando la policía clausuró la muestra. Poco después abandonó el país, rumbo a Francia. Hoy es uno de los directores teatrales argentinos más respetados en el país y en el exterior. Sin embargo, Alfredo Rodríguez Arias recuerda el Di Tella como uno de los momentos decisivos de su vida.

    ¿Usted hacía teatro en el Di Tella?
    -Yo empecé haciendo cerámicas con Juan Stoppani, cosa que derivó casi inmediatamente en objetos y collages que podríamos definir como surrealistas. Por influencia de Samuel Paz fuimos dejando lo artesanal en busca de efectos más abstractos, más artísticos. Hicimos una exposición en la Galería Lirolay, con objetos de papel maché (una cueva para Blancanieves y los Enanitos, con figuras para el jardín), y en ese momento se nos cruzó por el camino Alberto Greco, que nos convenció para hacer, cuando terminara la muestra, una manifestación de destrucción de la obra: tirarla al río. Ibamos en una camioneta podrida hacia la Costanera Sur, y de golpe estábamos perseguidos por un montón de periodistas, fotógrafos y gente ... porque Greco había avisado y lo convirtió en noticia, a la manera warholiana.

    ¿Había muchas diferencias entre los que querían enfatizar la cosa mediática, como Bony o Greco, y aquellos que le daban más valor al happening y a la participación?
    -Yo era un niño. Pero la persona que más me influyó, que me inculcó la multidisciplina, fue Alberto Greco. Desde aquel episodio, empezamos a vivir con Alberto veinticuatro sobre veinticuatro. El nos llevaba a todos lados, se incluía como objeto surrealista, vivía buscando arte: iba con tizas por la calle señalando gente, cosas ... Y en el Di Tella había una efervescencia permanente en el aire. Las posibilidades eran infinitas: ir del minimalismo a lo conceptual, de lo inocente al arte pop ... Se hacían muchísimas exposiciones, ya ni me acuerdo de todas las cosas que hicimos.

    ¿Cómo describiría el clima Di Tella?
    -Había en mucha gente la intuición de que podía ser artista, que tenía algo para decir y que lo haría el resto de su vida. Y había tanto movimiento, que cada uno servía como espejo para el otro. Simultáneamente, uno podía terminar en una comisaría. A mí me pasó, en 1966, que iba al Di Tella y un policía me paró de repente: “Usted no pasa más por acá. Yo estoy acá los días lunes, martes ...” Me dio los horarios y me dijo que, si me veía de nuevo, me metía en cana. En ese momento pensé: esto se acabó. Si la represión podía expresarse de una manera tan natural, entonces estábamos llegando al máximo. Lo increíble es que, minutos después de mi encuentro con ese policía, entro al Di Tella y veo al galerista norteamericano Leo Castelli, que estaba por esos días en Buenos Aires. Había un clima que hacía que lo artístico se diera naturalmente. De todas maneras, fue tan rápido que es difícil describirlo hoy. Se iban inventando cosas día a día. Se pasó muy rápidamente de un arte naïf a lo conceptual, y a la destrucción total del arte en muy, muy poco tiempo.

    Pero su primer espectáculo en el Di Tella fue de danza, invitado por Marilú Marini.
    -Pero no estábamos discriminados por hacer teatro o danza. Estábamos todos juntos, y todo el día ahí adentro. Hacíamos de todo. Por ejemplo, la obra que hice en Experiencias ‘67 fue la representación de un espectador en el Di Tella: fotografié los pasillos, por donde pasaba gente todo el día y se exhibieron ahí mismo, como si se teatralizara ese corredor. Se llamaba Recorridos.

    ¿Su última obra allí fue el Freud?
    -Sí. Nunca más hice nada.

    ¿Por qué no?
    -Porque después me dediqué al teatro. El Freud fue el fin. En realidad, habíamos llegado de común acuerdo a no hacer más obras. Es decir, como un conjunto ideológico, que pensaba que eso ya no tenía validez. Entonces, había que manifestarlo y cada uno debía elegir un símbolo, o un mito. Yo elegí hacer el Retrato de Freud, para mostrar una imagen culminante de este siglo, en todo caso una persona que tenía la llave de todos los secretos, de toda la oscuridad.

    ¿Cómo hizo la obra?
    -Físicamente yo no la hice. Combiné mi tendencia pop pidiéndole que la pintara a un tipo que hacía afiches de cine; el cartelista amplió la foto de Freud usando el método cuadrícula y pintó con esmalte sintético sobre chapa.

    ¿Cómo fue la clausura?
    -La idea fue hacer una montaña en la calle Florida con todas las obras de la muestra, pero mi Freud no salía. Para sacarlo había que abrir la gran puerta del Di Tella. Y, como fue una decisión espontánea lo de tirar las obras a la calle, no teníamos esa llave. Así que el Freud quedó adentro. Según supe después, terminó como techo de gallinero de un empleado del Di Tella.

    ¿Usted consideraba realmente que ésa sería su última obra?
    -Bueno ... si vamos a hablar de destrucción de la obra, yo ya había destruido mi primera exposición. Pero lo que sosteníamos era que no había que hacer más obra. Y, después del Freud, nunca más hice nada. Me fui del país, incluso. Quizá no fue igual para el resto. El Di Tella era una cosa en funcionamiento, en la cual la gente se iba colgando como podía. No todos tenían los medios, ni intelectuales, ni ideológicos, para darse cuenta de que aquello implicaba una decisión para el resto de la vida. Yo pienso que este país tiene la capacidad de generar utopías muy intensas. Y el Di Tella fue una especie de “utopía de la pureza”. Porque lo que vino después fue de una barbaridad y un horror impresionantes. Yo lo recuerdo como una cultura que estaba buscando una salida de un sueño muy grande. Nadie sabía adónde se iba a llegar. Toda la gente estaba trabajando y cada uno aportaba una revelación. Se construyó algo conmovedor. Y es posible que no hayamos estado preparados. Pero lo importante es que se construyó. Hoy lo veo como la única cosa que queda con una fuerza ideológica interesante a través del tiempo, una alquimia irrepetible.

    ¿Qué pasará con la reconstrucción de Proa: funcionará como recreación de una época o del final de un ciclo?
    -Lo importante, supongo, es entender que en aquel momento el conjunto de artistas funcionaba como una resistencia frente a un montón de convenciones. Todo el mundo tenía, en mayor o menor grado, una actitud política, que se expresaba de distintas maneras. Eso era lo interesante. No uniformizar. Y aunque muchas personas hayan aportado una cosa transitoria, hubo otras que aportaron revelaciones. Creo que hay que verlo como un trabajo coral, de conjunto. No entrar en consideraciones sobre la importancia de uno u otro artista. Para mí era un compromiso que duraría toda la vida. Y, de hecho, la ventaja fabulosa que he tenido en el teatro se la debo, en gran medida, a la presencia de toda esa cosa conceptual y al espíritu político que aprendí en aquellos años en el Di Tella.

    Arte y política
    por Horacio Verbitsky

    El 1° de agosto de 1968, cuarenta días después de la clausura policial de la muestra del Di Tella, y pocos días después de una razzia policial frente al Museo de Bellas Artes que terminó con el arresto de Pablo Suárez y Roberto Jacoby, entre otros artistas, Horacio Verbitsky escribió una columna en la revista Confirmado, de la cual se reproducen los siguientes fragmentos:

    (...) Varios postulantes al premio Braque 1968 entendieron que una cláusula que demandaba una descripción y fotografías de la obra a presentar implicaba una forma de censura previa. La embajada de Francia se apresuró a precisar, en carta dirigida a los concursantes, que su intención no era ésa, pero ya se habían producido varias deserciones. Los disidentes pretendían organizar una muestra paralela en la CGT de Ongaro, que no se concretó por problemas prácticos y falta de tiempo. Pero, "qué habría ocurrido si Jacoby exponía en un sindicato sus teletipos que transmiten noticias sobre la guerra y la miseria en el mundo? "O Bony a su familia obrera, que permanece ocho horas en un pedestal cobrando un salario por dejarse mirar? "O Pablo Suárez a sí mismo repartiendo volantes en los que explica por qué no participa en la exposición en la que en realidad sí participa exponiéndose a sí mismo que reparte volantes explicativos de por qué no participa? Un escándalo, sin duda, porque los artistas de vanguardia no han encontrado la forma de comunicarse con públicos no especializados.

    Todos ellos son víctimas de una enorme incomunicación. Ni los obreros ni los sectores de la clase media con los que desean identificarse disponen de los medios económicos para sostener sus experiencias. Negarse al premio Braque y concursar en el Di Tella supone una contradicción similar a la que afronta Cortázar rechazando un reportaje para una revista argentina dependiente de Time-Life mientras publica sus libros en una editorial argentina fundada por uno de los mayores monopolios eléctricos del mundo.

    (...) Para ahogar la voz de un gran rebelde, nada mejor que un gran premio. El último recurso es negarse a la lisonja, como hizo Sartre, marginarse de la carrera por los efímeros laureles que concede, precisamente, el establishment enjuiciado. Despreciar el premio Nobel, limitado a unos pocos: primero es preciso ganarlo, cosa que por desdicha aún no le ha ocurrido a ningún artista argentino. Julio Le Parc, que con una máquina cosechó el premio de pintura en Venecia, sintió la contradicción, aunque a su obra no le interese la política. „Queremos modificar una mentalidad-, advirtió (la del arte tradicional definido por la obra, quietita y respetable, y el espectador, quietito y respetuoso), pero para eso debemos servirnos de las estructuras existentes-. Siempre el problema de los medios, cómo gritar para ser oído.

    La Argentina ha avanzado algunos pasos en este camino sutil. Si hace tres años el Di Tella expulsó una obra de León Ferrari (un Cristo crucificado en las alas de un bombardero norteamericano) hace dos, Kaiser permitió en su bienal una sala dedicada a los crímenes de la guerra en Vietnam. Y desde hace muchos años, copias del escalofriante Guernica de Picasso decoran los livings más satisfechos de Buenos Aires. El epílogo del Braque prueba que en nuestro país el arte es, pese a todo, algo vivo, que sus relaciones con la política aún pueden ser fecundas. Que esto vaya a reflejarse en obras, como informa uno de los panfletos, y no sólo en actitudes, me parece menos seguro; pero si se lleva el cuestionamiento del criterio tradicional de obra de arte hasta sus últimas consecuencias, "no sería lícito afirmar que hoy la mejor obra es un buen tumulto? Desde luego, es seguro que no serían expertos en arte los encargados de analizar esas obras.

    Roberto Jacoby

    La obra, llamada Mensaje en Di Tella, consistía en tres mensajes: el del autor (un pizarrón que proclamaba: “Se acabó la contemplación estética porque la estética se disuelve en la vida social. Se acabó también la obra porque la vida y el planeta mismo comienzan a serlo”), el de las agencias de noticias (una máquina teletipo transmite continuamente noticias de todo el mundo) y el de un joven negro norteamericano (en la foto, el negro exhibía un dramático cartel manuscrito contra el racismo). Los mensajes tenían en común un contenido explícitamente ideológico, y continuaban la línea de Jacoby: basar la obra sobre estructuras sociales de comunicación. La crítica de la época dijo de Jacoby: “La acertada combinación de estos tres elementos es capaz de incitar a una toma de conciencia activa sobre la presunta muerte del arte. Sería prematuro vaticinar sobre la autenticidad de estos intentos en la Argentina. Si lo son, sus próximos frutos (sobre todo en Jacoby) se darán, sin duda, fuera de las artes plásticas y lejos de las galerías” (revista Análisis, 27 de mayo de 1968). Otros desvalorizan su valentía formal merced a una ingenuidad ideológica, como la poderosa honestidad del Mensaje en Di Tella de Roberto Jacoby, un ámbito de posters-panels y teletipo que produce noticias” (revista Primera Plana, 21 de mayo de 1968). Jacoby dice hoy: “Llegó un punto en que yo estaba en contra de la realización de obras, de las participaciones, de las instituciones ... En realidad estaba en contra de todo. Yo ya me había alejado. Lo último que había hecho en el Di Tella era el homenaje a los Beatles. Romero Brest no se llevaba bien conmigo, pero me invitó igual a participar en Experiencias ‘68 y yo armé el Mensaje. No creo que lo que pasó haya sido algo estructurado. La idea de desmaterialización ya estaba desarrollada, pero en ese momento tomó más cuerpo, se volvió evidente que estaba instaurada incluso en la gente que no tenía nada que ver con esos conceptos”.

    Roberto Plate

    La propuesta de Plate (construir un baño público, con paredes y todo) fue el desencadenante de los hechos que culminaron en el cierre de la muestra. Los graffitti que el público escribió espontáneamente provocaron la clausura de la obra, por sus contenidos agraviantes hacia el presidente Onganía. Los artistas decidieron entonces destrozar sus obras en la calle Florida como forma de que la protesta se hiciera pública.

    La crítica de la época dijo de El baño: “Resulta increíble que se haya aceptado el envío de Roberto Plate, una insólita agresión para el público. A este buen señor se le ha ocurrido reproducir un baño público, con la conveniente indicación, en cada puerta, de que uno es para damas y para caballeros el otro. Cuando se ingresa, pueden verse los compartimientos, aunque sin los elementos sanitarios. No faltan, en cambio, las inscripciones que, lamentablemente, suelen hacer en los muros de tales dependencias de uso público los inadaptados. Inscripciones obscenas, en las que no se evitan las palabrotas más soeces, amén de dibujos, citas con los correspondientes números telefónicos y todo cuanto de peor gusto se pueda imaginar” (diario La Prensa, 21 de mayo de 1968). “Durante los dos primeros días de la muestra (al tercero, los encargados de la sala se apresuraron a realizar un operativo de limpieza), el público se preocupó de habitar los baños de Plate, y llenó las paredes de las mismas obscenidades, injurias y manifestaciones de deseo que pueblan las de los baños de cualquier bar, escuela u oficina. Así, no sólo la obra accedió a su destino, sino que Plate consiguió un objetivo más profundo: limitarla a una situación hasta el punto de confundirla con ella; dotarla de una funcionalidad que recupera la confianza en las posibilidades de la exposición pública” (revista Primera Plana, 21 de mayo de 1968).

    Desde París, donde reside hace años, Roberto Plate recuerda así su polémica instalación: “Yo venía de hacer, para el Premio Ver y Estimar, tres ascensores idénticos a los del Museo de Arte Moderno: la gente se confundía y esperaba el ascensor real. Lo consideré un gran halago. Y, continuando con esa línea, pensé en la propuesta del baño. No fue mi intención provocar que la gente se manifestara en las paredes, aunque la crítica sostuviera eso. Luego me sentí en cierto modo responsable por las derivaciones que tuvo toda la exhibición. Pero ni mis compañeros ni yo creímos que mi instalación fuera la causante: fue, en todo caso, el disparador de una protesta que ya estaba latente, y que sólo aguardaba un desencadenante. Hoy no estamos en un momento en que la policía detiene a un individuo por averiguación de antecedentes y lo devuelve a la calle con el pelo rapado. Si uno se ubica en ese contexto, resulta evidente que no fuimos inocentes en cuanto a la provocación. Pero, desde la óptica actual, una provocación debería revestir otro carácter”.

    Pablo Suárez

    Parado en la puerta del Di Tella, con barba de tres días, deliberadamente desaliñado, Pablo Suárez se dedicaba a repartir un panfleto mimeografiado: el contenido de esa hoja -una carta dirigida a Jorge Romero Brest, director del Centro de Artes Visuales del Instituto Di Tella- equivalía a un suicidio estético. En ella, Suárez proclamaba la necesidad de crear “una lengua viva y no un código para elites”, y enjuiciaba la eficacia de toda exposición, al afirmar “la imposibilidad de valorar las cosas en el momento en que éstas inciden sobre el medio”, y al calificar a su presumible público de “gente que no tiene la más mínima preocupación por estas cosas, por lo cual la legibilidad del mensaje que yo pudiera plantear en mi obra carecería totalmente de sentido”. Para terminar, Suárez recomendaba: “Los que quieran ser entendidos en alguna forma, díganlo en la calle o donde no se los tergiverse”.

    La crítica de la época dijo de La carta de Suárez: “Esa actitud extrema (si Suárez es consecuente con ella, no tiene ahora otra salida que el terrorismo cultural o el cambio de oficio) es apenas el prólogo de un acontecimiento excepcional de uno de los talentos más fecundos de la vanguardia argentina en los últimos años” (revista Primera Plana, 21 de mayo de 1968).

    Suárez recuerda así el clima de aquella época: “No sé si todos fuimos conscientes de las implicaciones que tuvieron después todas las acciones desarrolladas. Creo que tienen que leerse dentro de un contexto en el que una toma de posición, o el solo hecho de no dejarse avasallar, era una cosa jugada, que tenía sus consecuencias. Si bien estaba todo altamente politizado, mucha gente no tenía una posición tomada, ni el nivel de compromiso era igual. Para mí era evidente que había que cerrar e irse. Ya no teníamos cabida dentro de lo que significaba el Di Tella, era una enorme contradicción. Pero hubo quien lo discutió, quien pensó que quizá valía la pena resistir un tiempo más... Los sucesos aceleraron algo que se venía anunciando hacía tiempo. En cuanto a la reconstrucción, es imposible reproducir una época. Aquellas obras no podrían tener ni la dimensión ni la lectura que en su momento tuvieron. Es más: puede dar lugar a juicios equívocos, donde algunas cosas quedarán ingenuas y otras no se van a entender. Pero por ahí no está mal que algunos vean que hay cosas que se hicieron mucho antes de que ellos las pensaran siquiera. Si es que entienden, claro”.



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