La Colección Gelman: Figuracción, Surrealismo y Abstracción
por Sylvia Navarrete

Hijo único de una familia de terratenientes madereros rusos, Jacques Gelman nace el primero de noviembre de 1909 en San Petersburgo, donde recibe una educación refinada. Después de la Revolución de Octubre, entre las dos guerras, sus padres lo mandan a Berlín con el ama de llaves de la familia. En los bolsillos de su hijo esconden valiosos bibelots con incrustaciones del prestigiado orfebre del zar, Fabergé (Jacques Gelman se enorgullecería, más tarde, de no haber vendido ninguno de esos objetos preciosos a pesar de los altibajos que había pasado en sus inicios). En Berlín, donde permanece tres años, emprende estudios de cine y consigue un empleo en la compañía productora francesa Pathé Films; hace fotos fijas y aprende los gajes del oficio. Se traslada a París, donde reside durante una década y funda una compañía de distribución de películas. Su pasión de coleccionista se despierta desde antes de la segunda guerra mundial: en la capital francesa, compra algunos dibujos de Renoir, piezas modestas de maestros cuyo paradero se desconoce actualmente ("quizá las haya vendido -conjetura el crítico francés Pierre Schneider, amigo del matrimonio Gelman-. También es posible que hayan caído en manos de los ocupantes nazis cuando sobrevino la guerra").
En 1938, Jacques Gelman viaja a México con el fin de abrir una sucursal de su distribuidora, que cubriera Sudamérica también. En el jardín del hotel en que estaba hospedado, lo deslumbra la presencia de una mujer rubia leyendo un periódico en francés. A los pocos días, vuelve a encontrarse con la joven checoslovaca llamada Natasha Zahalka: ella estaba en la avenida Juárez estacionando con trabajos su carro y Jacques se ofreció a ayudarle. Se casan en 1941, en pleno conflicto bélico, circunstancia por la cual deciden establecerse en México. Más adelante, ambos adoptarían la nacionalidad mexicana.
Ese mismo año de 1941, Jacques Gelman planea producir su primera película mexicana. Un sábado por la noche, descubre a su protagonista en el Folies Bergères de la Plaza Garibaldi: Mario Moreno Cantinflas, un popular cómico de carpa que hacía chistes políticos en la última función vespertina de dicho teatro. Terminada la función, Jacques Gelman entra tras bambalinas para proponerle el papel. Intuye el potencial histriónico del actor y la perspectiva de sacarlo de la carpa para hacerlo triunfar en la pantalla. Ni sangre ni arena, dirigida por Alejandro Galindo, es un éxito. Jacques se asocia con Cantinflas y Santiago Reachi, y funda la compañía Posa Films (Publicidad Organizada S. A.). Cantinflas es propulsado a la fama. Al ritmo de una o dos producciones taquilleras al año, la empresa prospera rápidamente. La vocación de coleccionista de Jacques Gelman puede seguir cumpliéndose, ahora en México.
Cuando Jacques Gelman encarga a Diego Rivera, en 1943, el retrato de su esposa Natasha, Rivera es el pintor más afamado de la escuela mexicana de pintura. Pinta a Natasha Gelman de frente, recostada en un sofá azul y junto a un exuberante arreglo de alcatraces que enfatiza su pose lánguida. El largo vestido blanco y la sensualidad difusa materializada en la presencia invasora de las flores, confieren a este cuadro una atmósfera espectacular. Al mezclar el elemento mexicano y la visión hollywoodense típica de los años cuarenta, Rivera cae en cierto convencionalismo rayano en el kitsch. De los retratos que le hicieron Frida Kahlo, David Alfaro Siqueiros y Diego Rivera, el que firmó este último es el que más agrada a Natasha Gelman. Cuenta ella: "Diego se tardó un año en entregármelo. En ese momento había mucho teatro en México. La troupe de Louis Jouver había llegado de una gira por Sudamérica y en Bellas Artes había un evento cada noche. Era muy divertida esa época. Por supuesto, Diego no tenía tiempo de trabajar en mi retrato".
A este cuadro de Rivera, que inaugura la colección mexicana del matrimonio Gelman, se suman otros seis óleos, un gouache, una acuarela y un dibujo, escalonados entre 1915 y 1943. Modesta, Vendedora de alcatraces, Girasoles y El curandero no se apartan del costumbrismo ingenuo y colorido peculiar del autor. Paisaje con cactus (1931), en cambio, por el surrealismo avant la lettre de sus cactáceas antropomórficas, irrumpe como una sonora carcajada en la serie de Riveras de la colección. A la nota chusca de Paisaje con cactus se contrapone Ultima hora (1915), el único cuadro cubista de la colección; la adquisición de esta pieza temprana que data de la época parisina del pintor, responde en cierta manera a las obras de Pablo Picasso, de Fernand Léger, de Juan Gris, de Georges Braque de la colección Gelman donada al Metropolitan Museum of Art de Nueva York, hoy una de las más sólidas de la escuela de París, en el mundo.
Conformada por más de ochenta obras maestras -entre pinturas, dibujos y esculturas-, abarca el impresionismo (Bonnard), el postimpresionismo (Cézanne, Derain, Matisse, Picasso, Vlaminck, Vuillard), el surrealismo (Dalí, de Chirico, Miró) así como diversas vanguardias de la década de los sesenta (Bacon, Dubuffet, Giacometti, entre otros).
El entusiasmo de Jacques Gelman por el arte mexicano y el europeo es simultáneo. Hay que tener en cuenta que en aquella época el arte no había alcanzado los costos estratosféricos que tiene hoy: "Los Picasso, los Braque, los Bonnard -comenta el pintor Gunter Gerzso, un gran amigo de los Gelman-, Jacques los compró en un precio relativamente bajo. No hay que olvidar que un Picasso o un Monet, después de la guerra, no costaban más de 3000 dólares. Lo mismo para el arte latinoamericano: Jacques me contó que un día, caminando por la calle 57 de Nueva York , vio en el aparador de una galería un Frida Kahlo. Se lo dieron en 300 dólares."
Casada con Diego Rivera y maestra de La Esmeralda, de espíritu excéntrico y creadora de una imaginería insólita, Frida Kahlo gozaba de cierto renombre en México; desde 1938 ya había expuesto en Nueva York, en la Julien Lévy Gallery, y al año siguiente en la Galerie Pierre Colle, en París, donde se fomentó su reputación de pintora surrealista. En 1940, su rostro había aparecido en la portada de la revista estadounidense Vogue.
Por medio de Diego Rivera, Jacques y Natasha Gelman conocen a la pintora, quien divorciada de Diego, por esas fechas se volvía a casar con él. Frida estaba destinada a ocupar un lugar importante en la colección Gelman. El primer cuadro de Frida que se colgó en casa de los Gelman, en 1943, fue un retrato de Natasha que ésta le encargo. "Una noche -poco tiempo después, recuerda Natasha Gelman- Frida nos invitó a un cóctel en casa del modisto Henri de Chatillon, donde ella iba a presentar una pequeña exposición. Entramos y vi Diego en mi pensamiento. Me gustó tanto que le supliqué a Jacques que me lo comprara. Él se quedó estupefacto: 'Pero Natasha, ¿cómo vas a comprar un Frida Kahlo? ¡Si hace tres meses, en París, estabas enloquecida con un cuadro de Braque!' Le contesté que una cosa no excluía la otra y compré el cuadro en 12.500 pesos. Hasta la fecha adoro ese cuadro y los demás Fridas, como el primer día en que los vi". Más adelante, la pareja adquiere Autorretrato con monos, La novia que se espanta de ver la vida abierta, ambos de 1943, y El abrazo de amor del universo, la tierra (México), yo, Diego y el señor Xolotl de 1949, el último cuadro de Kahlo que entra a la ya sustanciosa colección Gelman. Estos serían once en total: a los anteriores se sumaron el sobrio Autorretrato con collar (1933), que no posee la sofisticación y el timbre narcisista de los siguientes; un Retrato de Diego Rivera (1937), realizado con la misma economía de elementos compositivos; y Autorretrato con cama (1937), que recurre al detalle simbólico: la cama rudimentaria de madera y mimbre, y la muñeca de pasta que acompañan a la figura de Frida añaden aquella vena fetichista que convertiría la obra de Frida Kahlo en la fascinante crónica de una intimidad patética.
Autorretrato con trenza, Autorretrato con vestido rojo y dorado (ambos de 1941) y La novia que se espanta de ver la vida abierta (1943) acusan una factura más minuciosa y otorgan una atención acrecentada al lenguaje secreto de las cosas, que ahora se convierten en emblemas de una vida privada vuelta materia artística.
Es significativo el hecho de que los Gelman nunca hayan adquirido uno de aquellos cuadros de Frida en que queda plasmado, con truculencia y exhibicionismo, el calvario de la enfermedad. Sin embargo, esta omisión no aminora su peso en acervo; por el contrario, el considerable conjunto de obras de Kahlo reunidos por Jacques y Natasha Gelman constituye, en sí, una colección dentro de la colección.
En el caso de Rufino Tamayo, la amistad también medió en el trato artista-coleccionista, que se inició el mismo año en que el Palacio de Bellas Artes le dedicó su primera exposición retrospectiva. "Cuando Rufino llegó de Nueva York, en 1948, -recuerda Natasha Gelman-, se instaló en un estudio de la avenida Insurgentes. Jacques le pidió que me hiciera un retrato. Él aceptó y empezamos a trabajar". El Retrato de la señora Natasha Gelman es un paradigma de los valores pictóricos preconizados por Tamayo a lo largo de su carrera. El color, resuelto en este cuadro en acordes sordos de grises de diferentes calidades iluminados por rosas y blancos, fue para Tamayo una vía de reencuentro con las expresiones tradicionales de su cultura: "Nuestro pueblo que es indio y mestizo, no es pueblo de fiesta, sino profundamente trágico y sus preferencias en color son sobrias, equilibradas, como lo son todas las preferencias de las gentes sobre las que pesa el dolor. Blanco, negro, azul, tierras en tonos apagados son los colores que deberían caracterizar a nuestra pintura, porque son los colores que prefieren las gentes de aquí... No serán nunca los colores enteros los que han de distinguir a nuestra pintura, sino los cálidos, sí, pero apagados, sobrios, con peso", había declarado Tamayo en 1933.
En 1945, los Gelman vuelven a solicitar su efigie pintada, esta vez a Angel Zárraga. El artista acaba de regresar a México, tras una estancia de cuatro décadas en Europa. Vivía desde 1911 en París, donde había desarrollado una figuración de ángulos cubistas, auxiliada por una maestría técnica que la crítica europea no tardó en aclamar (el mismo Guillaume Apollinaire lo denominó "ángel del cubismo"). En México el estilo clasicista de Zárraga obtuvo el favor de los círculos oficiales principalmente (incluído el clero), no así el de la comunidad artística que lo consideraba elitista y amanerado.
David Alfaro Siqueiros era un invitado familiar de la casa de los Gelman. "Él vino una tarde a tomar el té -recuerda Natasha-. Allí se encontró con Diego. Y empezaron las discusiones. Nos dieron las dos de la mañana y ellos seguían con el té". De Siqueiros es el último retrato por encargo de estilo figurativo, de la serie (también los habrá abstractos, como el de Gunther Gerzso y como el autorretrato de Vicente Rojo). En 1923, Siqueiros había redactado el manifiesto del Sindicato de Obreros Técnicos, Pintores y Escultores, integrado por Diego Rivera, José Clemente Orozco, Xavier Guerrero, Fermín Revueltas, Amado de la Cueva, Jean Charlot, Roberto Montenegro, Carlos Mérida, Alva de la Canal, Fernando Leal y el propio Siqueiros, mismos artistas que un año antes habían emprendido el primer gran proyecto muralista mexicano en la Escuela Nacional Preparatoria. Este documento proclamaba: "Repudiamos la pintura llamada de caballete y todo cenáculo ultra-intelectual por aristocrático y exaltamos las manifestaciones del arte monumental por ser de utilidad pública". Siqueiros siempre defendió la pintura mural y la tomó como la expresión más alta del arte pictórico, mas nunca desaprovecho la oportunidad de pintar cuadros de caballete.
Las otras tres piezas de Siqueiros en la colección Gelman son dos óleos: Cabeza de mujer (1939) y el autorretrato Siqueiros por Siqueiros (1930), y una piroxilina titulada Mujer con rebozo (1949). El Autorretrato proviene de la obra temprana de Siqueiros. Si bien no proyecta el movimiento sideral de las composiciones más tardías, su colorido oscuro y monocromo, la economía de recursos que le otorgan un aspecto monacal, colman la imagen de una gran fuerza contenida. Natasha Gelman adquirió este autorretrato hace un par de años en una librería-galería neoyorquina de Lexington Avenue, hoy desaparecida. Este espacio, que había sido uno de los mejores puntos de venta de arte latinoamericano, estaba cerrando sus puertas. La curiosidad llevó a la señora Gelman a pedir una cita especial para ver los últimos cuadros que quedaban en la bodega. Y encontró el Siqueiros. Entre la obra de José Clemente Orozco, cinco fueron las piezas que atrajeron a Jacques Gelman. Con excepción del Autorretrato de 1932, que él adquirió a fines de los años setenta en la galería de Eugene V. Thaw en Nueva York, los demás ingresaron a la colección cuando Orozco vivía todavía. "Pero no hicimos amistad -precisa Natasha-. Lo conocimos pero nunca congeniamos". En la mirada del Autorretrato a la acuarela y gouache está condensado el temperamento taciturno y arisco del autor. Por medio de trazos imperativos aplicados con pincel grueso que realzan los contrastes de blancos y negros, el pintor tapatío da prueba del arrojo de sus convicciones plásticas.
El gouache que representa una escena de cabaret de mala muerte es más complejo que el anterior en su composición; este cuadro delata un humor trágico que ve en el esperpento una vía de liberación. Los rostros de la concurrencia son muecas; los cuerpos esquematizados de los bailadores se menean tras una trinchera de "ficheras" sentadas en hilera y pobremente ataviadas. "Lo que se diría antipoético, lo que repugna, lo mísero y despreciado, arde en su obra", escribe Luis Cardoza y Aragón a propósito de Orozco. El pintor observa con repulsión mezclada de conmiseración a la gente de los barrios bajos. La caricaturiza con líneas deformes y violentas, pero sólo en aras de denunciar su miseria. "Hay que pintar con mierda", solía decir Orozco, refiriéndose al horror y al éxtasis con que transfiguraba la cruda realidad en materia artística. Su realismo profundo, reacio a la idealización, es transformado por una visión crítica descomunal que encarna en el acento visceral y sobresaltado de la imagen. "En vez de indios calzonudos [pinté] damas y caballeros borrachos", confiesa Orozco en su Autobiografía. En esas escenas de arrabal no celebra la escoria sino la posibilidad de que surja de ella una humanidad liberada.
A esas piezas, sin duda las más audaces de la colección entera, se añaden un esbozo de busto titulado Desnudo femenino y un pequeño óleo donde retrata a dos mujeres por medio de pinceladas desgarradoras y con aquel expresionismo agudo y desencantado que hicieron del autor el precursor de no pocas propuestas plásticas en el ámbito de la pintura mexicana moderna.
Dentro de la línea de la escuela mexicana de pintura, parece ser que Jacques y Natasha Gelman prefirieron aquellos artistas (Rivera, Orozco, Siqueiros, Tamayo y Kahlo) que ya se habían dado a conocer en Estado Unidos por las exposiciones y los encargos que allí les fueron encomendados (lo cual les proporcionó una mayor holgura económica y contribuyó, por lo demás, a fomentar el coleccionismo de arte mexicano entre los estadounidenses a partir de los años veinte y treinta). El matrimonio Gelman no conoció el trabajo de María Izquierdo y de Agustín Lazo sino hasta después de que estos fallecieron. "A María Izquierdo no la conocí. Ella ya había muerto cuando Jacques y yo compramos cuadros suyos en una subasta en Nueva York. Vi los que tengo de Agustín Lazo por primera vez en 1990, en el catálogo de una casa subastadora estadounidense. Me gustaron mucho y los compré", comenta Natasha Gelman.
Jacques Gelman cultivaba una inmensa pasión por el arte pictórico. "No era teórico ni mundano, sino un fanático de la pintura -asevera Pierre Schneider-. Tenía un gusto formidable. Lo conocí en Nueva York, en 1968. Estaba yo organizando una gran retrospectiva de Matisse y le pedí algunos cuadros prestados. En aquella época, él había concentrado su colección en los grandes 'clásicos modernos'. Por eso mismo, en París y en Nueva York no frecuentaba los talleres de los pintores contemporáneos, sino más bien a los marchands como Adrien Maeght y Pierre Matisse; también acudía a las subastas y las galerías. De físico robusto, era extremadamente sencillo en su forma de ser y muy seguro de sí mismo. No era alguien que se dejara influir o engañar por los marchands ni por quien fuera. Durante los años setenta y ochenta, solíamos reunirnos en Nueva York o cuando ellos estaban de paso en París. En una de esas ocasiones, le recomendé que viera las obras de dos pintores franceses: Michel Haas y Sam Szafran. Pero no mostró gran interés por ellos [del último, Jacques Gelman sí adquirió dos obras en la Galerie Claude Bernard de París, en 1972]. Encantador, bastante autoritario en su manera, Jacques Gelman vivía por la pintura, pensaba en la pintura todo el tiempo. No le gustaba hablar de su trabajo, para él era sólo un medio que le permitía seguir coleccionando. Natasha y él consideraban su colección como el hijo que no habían tenido".
Gunther Gerzso corrobora la semblanza anterior: "El fanático verdadero era Jacques. Natasha también, pero menos. Hicieron juntos la colección, pero quien se quedaba sin dormir hasta obtener el cuadro anhelado era Jacques. Es una pasión que poca gente posee".
Las dos obras de María Izquierdo, pintora autodidacta, que figuran en la colección Gelman fueron pintadas en 1938 y 1940 respectivamente. Diez años atrás, María Izquierdo había llegado de San Juan de los Lagos, Jalisco, en la ciudad de México, del brazo de un militar con el que la habían casado sin consultarla a los catorce años. En la capital descubrió su vocación artística, misma que le proporcionó una vía de emancipación personal. En el México de entonces, en el que las mujeres artistas constituían una minoría, esta india tarasca, ambiciosa y parrandera, se convierte pronto en una figura carismática de la bohemia capitalina.
En 1942, en ocasión de una exposición individual que presenta el Palacio de Bellas Artes, en la sala del Seminario de Cultura Mexicana, Justino Fernández la califica como la "mejor pintora contemporánea mexicana". La crítica elogia la espontaneidad de su pintura y la sinceridad con que resuelve los temas dictados por sus raíces indígenas. El público de entonces, poco entrenado para aventurarse fuera de los caminos trillados del academicismo, la ignora. Tendrán que pasar los años y habrán de surgir las condiciones favorables al rescate museográfico y editorial de los valores "independientes" de la escuela mexicana, para que, entrada la década de los ochenta, la obra de María Izquierdo ocupe el lugar que le corresponde en el desarrollo del arte mexicano moderno... y en el mercado internacional.
Los caballos, una acuarela de pequeño formato, aborda uno de los temas predilectos de la pintora: tres caballos y una indígena se solazan en un fragmento de paisaje campestre. El dibujo es algo tosco: contornos redondeados; escala subvertida que equipara el tamaño de la mujer con el de los caballos; desproporciones deliberadamente enfatizadas del cuerpo femenino. Esto, junto a la desolación del paisaje colmado del silencio de los animales, contribuye a crear un clima cándido y melancólico. La imagen se nutre de la nostalgia de cierta vida primitiva en el terruño. En sus inicios, María Izquierdo había producido una pintura frontal, de volúmenes densos y de factura un tanto burda, por una suerte de mimetismo formal con el estilo pictórico de Rufino Tamayo, su pareja sentimental entre 1929 y 1933. A la sazón, ambos pintaban paisajes semiurbanos poblados de chimeneas humeantes, postes telegráficos y estatuas truncas, o interiores en los que la distribución en el espacio de objetos heteróclitos (una silla, una fruta, un pulmón, una cajetilla de cigarros) obedecía a una geometría análoga. Esa similitud temática y compositiva se reiteraba en la gama cromática de tonos terrosos y opacos.
Aunque otras facetas importantes de su obra faltan en la colección -por ejemplo, los lienzos de inspiración urbana, las famosas alacenas, las naturalezas muertas sobre fondo panorámico, los paisajes de tierra adentro, los insólitos "nocturnos" constelados, los retratos-, sendos cuadros elegidos por Natasha Gelman provienen incontestablemente de una de las mejores etapas de la trayectoria de María Izquierdo.
Hace unos seis años, Natasha Gelman, ya viuda, compra dos cuadros de Agustín Lazo: Robo al banco y Fusilamiento. Ambas piezas, de formato reducido, pertenecen a una serie de tintas que el artista realizó entre 1928 y 1932, y que expuso en esa fecha en la calle de Madero núm. 32. Esa fue la penúltima de las cuatro exposiciones individuales que Lazo tuvo en vida.
La pasión de Lazo por el teatro se adivina en Robo al Banco y Fusilamiento. En ambos casos, se trata de espacios cerrados, delimitados siempre por paredes, como si fueran proscenios; en el primer plano, los personajes viven un instante dramático: sus siluetas fantasmales están inmovilizadas en el tiempo suspendido de la ficción. La anécdota pasa del registro de lo cotidiano al universo de lo incongruente: todo resulta posible en estas escenificaciones de la realidad. Una claridad diáfana se funde con sombras lúgubres en las que se desvanecen las figuras para lograr una atmósfera inquietante, claustrofóbica, en el límite de lo fantástico. Son imágenes enigmáticas y ambiguas, "cuya naturaleza no abandona el ámbito cerrado sobre sí mismo y abierto a la revelación de los sueños, aún cuando es o quiere ser estrictamente realista", advierte el escritor Juan García Ponce.
La Caricatura de Diego Rivera de Miguel Covarrubias es, según las palabras de Natasha Gelman, "apenas una caricatura: así iba Diego vestido cuando Covarrubias fue por él para llevarlo a una feria. Allí mismo le hizo este retrato". Además del valor "documental" de esta caricatura, resalta la maestría dibujística de Covarrubias, un don que lo propulsó a la fama en Estados Unidos, donde a los 20 años de edad fue el caricaturista predilecto de las primeras revistas modernas. En World, The New Yorker y Vanity Fair, y en Vogue después de la fusión de ésta y Vanity Fair en 1936, retrató a los actores y a los directores de Hollywood, a los escritores, a los artistas, a los deportistas y a los políticos del momento. Es posible que Jacques Gelman haya escogido esta pieza por la simpatía que sentía hacia Diego Rivera. En todo caso, su elección fue acertada: esta sola pieza humorística resume el talento de dibujante de Miguel Covarrubias, y posee una elocuencia que perderá en sus retratos de caballete.
Con Carlos Mérida la abstracción irrumpe en la colección Gelman. Mérida llegó de su Guatemala natal en 1919. Sus propuestas radicales y sus ideales americanistas sacudieron al medio artístico, entonces en plena euforia naturalista. "Detesto ese arte grandilocuente, teatral, que fue característico de mis contemporáneos", afirmaba él.
Los cuatro cuadros que escogieron los Gelman -amigos lejanos del artista- son obras de la madurez. La obra de Mérida es animada por un ritmo que confiere una dimensión lírica al diseño muy estructurado: "Carlos Mérida no se ocupa tanto del juego de las formas, cuanto del juego poético de las sensaciones de las formas", observa Luis Cardoza y Aragón. Esta cualidad sensitiva proviene de su vocación de melómano. "Comencé a pintar ya tarde, cuando me di cuenta de que nunca podría ser un pianista" -desde la adolescencia lo aquejaba una sordera parcial. En su obra de geometría pristina y de colores violentos siempre matizados, se siente "el goce de la pintura, con la misma frenética pasión del goce de la música por los sonidos. Hay en mí -decía Mérida-, latente sin duda, un músico en potencia que no se manifiesta sino por los colores; de ahí ese afán de pintar en series, a la manera de un tema con variaciones".
Entre los noventa y nueve cuadros mexicanos de la colección Gelman, cuarenta están firmados por Gunther Gerzso. Tal fervor por la obra de Gerzso se explica sin duda por la amistad que ligó al artista con el matrimonio Gelman, desde 1944 hasta la fecha. De profesional, la relación pasó pronto a ser afectiva. Gerzso estaba trabajando como escenógrafo de cine en los recién inaugurados Estudios Churubusco. En un principio, Jacques Gelman ignoraba que Gerzso fuera pintor: éste pintaba los domingos o cuando no estaba trabajando en una película, y guardaba los lienzos en un armario. El cine le interesaba más como profesión que la pintura; pensaba que no podría sobrevivir como artista.
Con excepción de la obra temprana de carácter surrealista, la colección abarca las principales épocas del pintor: desde el período abstracto, que comienza en 1945 cuando Gerzso descubre el arte precolombino, y la época griega, cuyo punto de partida es un primer viaje a Grecia en 1954, hasta la obra más radicalmente geométrica de los años setenta. Antes de 1945, Gerzso pintaba a la manera surrealista europea de de Chirico, como un pasatiempo (él niega las influencias de Ernst y de Tanguy que le atribuyen). Durante la segunda guerra mundial había trabado amistad con miembros del grupo surrealista Leonora Carrington, Remedios Varo y Benjamín Péret, el compañero de Varo, así como con el austríaco Wolfgang Paalen, quienes suscitaron en él esta inclinación estilística. La década de los cincuenta y los años consecutivos vieron surgir en la ciudad de México el Salón de la Plástica Mexicana y las galerías Antonio Souza, Proteo, Juan Martín, entre otros espacios que promovieron las nuevas propuestas no figurativas de artistas como Lilia Carrillo, Manuel Felguérez, Fernando García Ponce, Luis López Loza, Vicente Rojo...
En fechas recientes, nuevas adquisiciones hechas por Natasha Gelman suplieron la omisión de ciertos artistas no incluidos por Jacques Gelman, como es el caso de Juan Soriano, Francisco Toledo, Vicente Rojo, entre otros.
De Juan Soriano, Naturaleza muerta con cerebro y Caballo, fechados en 1944 y 1979 respectivamente, reflejan una búsqueda pictórica dispareja. La primera posee una atmósfera enigmática difusa y una riqueza compositiva que no aparecen en el segundo. Natasha Gelman vio los dos cuadros reproducidos en el catálogo de Sotheby's de noviembre de 1990, y los compró en Nueva York cuando se llevó a cabo la subasta correspondiente (en esa misma ocasión adquirió el cuadro Juegos peligrosos de Agustín Lazo, antes mencionado).
De Francisco Toledo, la colección incluye una sola pieza: la acuarela titulada Perro con escoba (1972), adquirida en Nueva York.
Sin proponérselo, Natasha Gelman ha sido una de las promotoras del fulgurante éxito internacional de Frida Kahlo. Todo comenzó cuando le pidieron prestados unos cuadros de Kahlo para la exposición Imagen de México en la Schirn Kunsthalle de Francfort, Alemania. "Asistí a la inauguración. Vi cómo los alemanes se aglutinaron, todos, alrededor de los cuadros de Frida, y los demás cuadros sin público". De Imagen de México, los Kahlo y otros cuadros, de Tamayo, Siqueiros y Angel Zárraga, años más tarde pasaron a formar parte de otra prestigiosa exposición itinerante: Treinta siglos de arte mexicano, organizada por el Metropolitan Museum of Art de Nueva York y los Amigos de las Artes de México de Los Angeles. En esta ocasión la imagen de Frida Kahlo impresa en los carteles de la exposición cubrió los muros de Nueva York. Era una reproducción de Autorretrato con monos, de la colección Gelman.
No obstante la ausencia de ciertos artistas de importancia la colección Gelman revela el gusto certero y desprovisto de ideas preconcebidas o de afanes especulativos de quien la generó, y denota la visión selectiva coherente y muy personal con que Jacques y Natasha Gelman la formaron a lo largo de cincuenta años, toda una vida.

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